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La segunda lámina llegó hasta mis manos justo en ese momento y vi una soberbia iluminación bizantina en la cual se distinguían perfectamente los colores de las cúpulas y de los muros -dorados y rojos- tal y como debieron ser en su momento de mayor esplendor. Dentro de la iglesia, tan altos como las columnas y los muros, María y los doce Apóstoles contemplaban la Ascensión de Jesús a los cielos. No pude evitar una exclamación admirativa:

– ¡Es una miniatura preciosa!

– Pues es tuya, Ottavia -repuso Doria con retintín-. Pertenece a un códice bizantino de 1162 que se encuentra en la Biblioteca Vaticana.

No valía la pena responderle; si pensaba que también iba a sentirme culpable por las rapiñas históricas de la Iglesia Católica, estaba servida.

– Recapacitemos -resolvió Glauser-Róist, echándose hacia delante en el asiento mientras se ajustaba su elegante aunque arrugada chaqueta-. Tenemos una ciudad conocida por ser la más rica y espléndida del mundo antiguo, dueña de innumerables riquezas y tesoros; en esa ciudad debemos purgar, no sabemos cómo, el pecado de la avaricia y debemos hacerlo en una iglesia que ya no existe y que estuvo dedicada a los Apóstoles. ¿Es eso?

– Exactamente eso, Kaspar -convino Farag, acicalándose la barba.

– ¿Cuándo desean visitar Fatih Camii? -inquirió Monseñor Lewis.

– Inmediatamente -respondió la Roca -, salvo que la doctora y el profesor Boswell deseen saber algo más.

Ambos denegamos suavemente con la cabeza.

– Muy bien. Pues vámonos.

– ¡Pero, capitán…! -¿Por qué se empeñaba Doria en utilizar ese ridículo y agudo soniquete?-. ¡Si es la hora de comer! ¿No está usted de acuerdo conmigo, profesor Boswell, en que deberíamos tomar algo antes de salir?

En serio que iba a matarla.

– Por favor, Doria, llámeme Farag.

Un mar de olas gigantescas estalló en mi interior, desmenuzándome en fragmentos microscópicos y venenosos. ¿Qué estaba pasando allí?

Arrastrando el alma, me encaminé junto al padre Kallistos hacia el comedor del Patriarcado donde un par de ancianas griegas, con las cabezas cubiertas a la turca, nos sirvieron una espléndida comida que apenas pude probar. Doria se había sentado a mi derecha, entre Farag y yo, de modo que tuve que soportar su absurda cháchara mucho más de lo que hubiera deseado. Creo que fue eso lo que me quitó el apetito, a pesar de lo cual, por no llamar la atención, comí un poco de pescado y otro poco de una mezcla de verduras rellenas y pastas picantes que me recordó bastante a la sabrosa caponatina siciliana. Aquella coincidencia me llevó a pensar que la comida bien podía considerarse una especie de cultura común a todos los paises mediterráneos, pues por todas partes estaba encontrando los mismos ingredientes preparados de manera parecida. En el postre, el Patriarca Ecuménico devoró tres o cuatro pequeños pudines de leche tan blancos como su pelo, y todos los presentes siguieron su ejemplo menos yo, que preferí una suave cuajada de leche de oveja para aliviar mi más que segura indigestión.

Durante el café -dulce, oscuro y con muchos posos-, Doria decidió que ya era hora de soltar un rato a Farag y de entablar conversación conmigo. Mientras los hombres discutían sobre las peculiaridades de los staurofílakes y su increíble historia y organización, mi amiga se lanzó en picado sobre nuestros lejanos recuerdos de infancia y me sorprendió con una insaciable curiosidad por los miembros de mi familia. Parecía saber bastante acerca de ellos, pero siempre le faltaba algún detalle para completar el puzzle. Al final, aburrida de ella y de sus obsesivas preguntas, zanjé la conversación de malos modos:

– ¿Cómo es posible, Doria, que viviendo en Turquía te mantengas tan informada sobre lo que hacemos los Salina de Palermo?

– Concetta me habla mucho de vosotros por teléfono.

– Pues no lo comprendo, porque entre nuestras familias existe una situación muy tensa en estos momentos.

– Bueno, Ottavia -protestó dulcemente-, nosotras no somos rencorosas. La muerte de nuestro padre nos dolió mucho, pero ya os la hemos perdonado.

¿De qué estaba hablando aquella loca?

– Perdóname, Doria, pero estás diciendo tonterías. ¿Por qué tendríais que perdonarnos a nosotros la muerte de vuestro padre?

– Concetta siempre dice que tu madre hace muy mal ocultándoos a Pierantonio, a Lucia y a ti las actividades de la familia. ¿De verdad no sabes nada, Ottavia?

Su cándida mirada y esa sonrisa sibilina que puso en los labios me indicó que, si yo no lo sabía, ella estaba dispuesta a contármelo. Me sentí tan irritada que opté por beber un largo trago de café y, no sé que tipo de asociación inconsciente de ideas hizo mi cabeza, que, cuando terminé, le solté a bocarrajo una de las habituales frases de mi madre:

– Paso largo y boca corta, Doria [41]

– ¡Vaya! -se sorprendió-. ¡Pero si sabes perfectamente de lo que estamos hablando!

La miré atónita.

– ¿Pedirte que te calles es saber de lo que estamos hablando?

– ¡Oh, venga, Ottavia! ¡No vengas con niñerías! ¿Cómo puedes ignorar que tu padre era un campieri?

¿Por qué la comprendí? No lo sé.

– ¡Mi padre no era un campieri [42]! ¡Estás insultando su memoria y el buen nombre de los Salina!

– Bueno -suspiró, resignada-. No hay nada más absurdo que un ciego que no quiere ver. De todas formas, Pierantonio conoce la verdad.

– Mira, Doria, siempre has sido muy rara, pero creo que te has vuelto definitivamente loca y no voy a consentir que insultes a mi familia.

– ¿Los Salina de Palermo? -preguntó muy sonriente-. ¿Los dueños de Cinisi, la empresa de construcción más importante de Sicilia? ¿Los únicos accionistas de Chiementin, que domina en exclusiva el millonario negocio del cemento? ¿Los amos de los yacimientos de piedra de Biliemi, con la que se levantan los edificios públicos? ¿Los propietarios del paquete completo de acciones de la Financiera de Sicilia, que blanquea el dinero negro de la droga y la prostitución? ¿Los poseedores de casi todas las tierras productivas de la isla, que controlan las flotas de camiones, las redes de distribución y la seguridad de los comerciantes y vendedores?… ¿Esos Salina de Palermo? ¿Esa familia?

– ¡Somos empresarios!

– ¡Naturalmente, querida! ¡Y nosotros, los Sciarra de Catania, también! El problema es que, en Sicilia, hay ciento ochenta y cuatro clanes mafiosos organizados en torno a dos únicas familias: los Sciarra y los Salina, la Doble S, como nos llaman las autoridades antimafia. Mi padre, Bernardo Sciarra, fue durante veinte años el Don [43] de la isla, hasta que tu padre, un campieri leal que jamás había dado problemas, fue adueñándose lentamente de los principales negocios y asesinando a los capos [44] más destacados.

– ¡Estás loca, Doria! Te suplico, por el amor de Dios, que te calles.

– ¿No quieres saber cómo mató tu padre al gran Bernardo Sciarra y como sometió a los capos y campieris fieles a mi familia?

– ¡Cállate, Doria!

– Pues verás, utilizó el mismo método que usamos nosotros para terminar con tu padre y con tu hermano Giuseppe: un supuesto accidente de tráfico.

– ¡Mi hermano tenía cuatro hijos! ¿Cómo pudisteis hacer algo así?

– ¿Es que todavía no te has enterado, querida Ottavia? ¡Somos la mafia, la Cosa Nostra! ¡El mundo nos pertenece! Nuestros bisabuelos ya eran mafiosi. Nosotros matamos, controlamos gobiernos, colocamos bombas, disparamos con Luparas [45] y respetamos la Omertá. Nadie puede saltarse las reglas e ignorar la vendetta. Tu padre, Giuseppe Salina, la ignoró y se equivocó. ¿Y sabes lo más gracioso?

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[41] «Passu longu e vucca curta.» Lema básico de la Omertá, el código de honor de la mafia siciliana. Con esta frase los mafiosos se recuerdan entre ellos la famosa»ey del Silencio».

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[42] En lenguaje de la Cosa Nostra, mafioso rural

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[43] Jefe más antiguo de los clanes que integran la Cosa Nostra

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[44] Jefes de la mafia

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[45] Escopetas de doble cañón recortado que utilizan perdigones como municion

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