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– Las viejas amigas se han reencontrado, ¿eh? -dijo precisamente Monseñor, apareciendo de repente junto a nosotras-. Es una gran suerte poder contar con su amiga Doria para este trabajo, hermana Salina. ¡Hasta los propios turcos le piden consejo!

– No tanto como deberían, Monseñor -dijo Doria con una meliflua voz de reproche-. La arquitectura bizantina es más un engorro para ellos que una maravilla digna de conservar.

Monseñor Lewis hizo oídos sordos a las incómodas palabras de Doria y, cogiéndome por el brazo, me arrastró hacia Su Divinísima Santidad Bartolomeos I, quien, viéndome llegar, me alargó la mano con el anillo pastoral para que lo besara. Hice una leve genuflexión y acerqué los labios a la joya, preguntándome cuánto tiempo tendría que soportar la presencia entre nosotros de mi vieja amiga. Pero aún fue mucho peor cuando, después de saludar al Patriarca, me giré para buscar con la mirada a mis compañeros y me topé con la imagen de Doria hablando en voz baja con Farag y comiéndoselo con los ojos. El muy tonto parecía no darse cuenta de la actitud carnívora de aquella arpía y respondía sonriente a sus insinuaciones. Un veneno agrio y amarillo como la bilis me llenó el estómago y el corazón.

A continuación, sentados en torno a una gran mesa rectangular en cuyo centro aparecía, taraceado, el escudo del Patriarca (una cruz griega dorada envuelta por un círculo púrpura), celebramos una reunión de trabajo que se prolongó hasta más allá de la hora de la comida. Su Santidad Bartolomeos, con un tono pausado que iba marcando inconscientemente con la mano derecha, empezó explicándonos que la Iglesia de los Santos Apóstoles fue erigida por el emperador Constantino en el siglo IV con la idea de convertirla en mausoleo familiar. El emperador murió en Nicomedia en el 337 y su cuerpo fue trasladado a Constantinopla años después e inhumado en el Apostoleion. Su hijo y sucesor, Constancio, llevó también a la iglesia las reliquias de San Lucas Evangelista, San Andrés Apóstol y San Timoteo. Doria le quitó la palabra al Patriarca para decir que, dos siglos después, durante el reinado de Justiniano y Teodora, el templo fue completamente reconstruido por los famosos arquitectos Isidoro de Mileto y Antemio de Talles. Como, tras su erudita intervención, no tenía nada más que añadir, el Patriarca continuó explicándonos que, hasta el siglo XI, muchos emperadores, patriarcas y obispos fueron enterrados allí y que los fieles acudían para venerar los importantes restos de los mártires, los santos y los padres de la Iglesia que poseía el templo. Tras la destrucción del Apostoleion, esas reliquias peregrinaron de un sitio a otro durante siglos hasta que terminaron en la cercana Iglesia patriarcal.

– Excepto, claro está -vocalizó despaciosamente Su Santidad-, las que fueron robadas por los cruzados latinos en el siglo XIII: relicarios y vasos de oro y plata con piedras preciosas, iconos, cruces imperiales, paramentos bordados con joyas, etcétera. La mayoría de ellos se encuentran hoy en Roma y en la Iglesia de San Marcos de Venecia. El historiador Nicetas Chroniates afirma que los latinos profanaron también las tumbas de los emperadores.

– Por supuesto -añadió Doria, con cara de haber sido personalmente ofendida-, después de semejantes desmanes y de un terremoto ocurrido en 1328, el Apostoleion tuvo que ser reconstruido de nuevo. A finales del siglo XIII el emperador Andrónico II Paleólogo ordenó su restauración, pero nunca volvió a ser lo que era. Expoliado de sus reliquias y objetos de valor, fue abandonado y olvidado hasta la caída de Constantinopla a mediados del siglo XV. En 1461, Mehmet II ordenó su demolición y levantó en el mismo lugar su propio mausoleo, la llamada Mezquita del Conquistador o Fatih Camii.

Observé que, mientras al otro lado de la mesa el capitán iba perdiendo la paciencia por segundos, a medio camino Farag parecía encantando con la exposición de Doria, asintiendo con la cabeza cuando ella hablaba y sonriendo como un bobo cuando le miraba.

– ¿Podrían comentarnos cómo era la iglesia? -preguntó la Roca para ir centrando el tema.

Doria abrió un cuaderno que tenía delante de ella y repartió a derecha e izquierda unas cuantas láminas grandes.

– La planta de la basílica era de cruz griega y tenía cinco enormes cúpulas azules, una en cada extremo de los cuatro brazos y otra más, gigantesca, en el centro. Justo debajo de ésta se situaba el altar, que estaba fabricado enteramente de plata y cubierto por un baldaquino de mármol con forma piramidal. Unas filas de columnas a lo largo de los muros interiores formaban una galería en el piso superior llamada Catechumena, accesible sólo a través de una escalera de caracol.

– Si no queda nada del templo, ¿cómo sabe usted todo eso? – La Roca, a veces, era maravillosamente suspicaz. Me sentí en deuda con él por poner en tela de juicio los conocimientos de Doria. En ese instante, llegó hasta mis manos la primera de las láminas, que representaba una reconstrucción virtual del Apostoleion, en blanco y negro, con sus cinco cúpulas y sus numerosas ventanas a lo largo y ancho de los muros.

– ¡Pero, capitán…! -protestó Doria con un timbre encantadoramente gracioso-. ¡No querrá que le enumere las fuentes!

– Sí, sí quiero -rezongó Glauser-Roíst.

– Bueno, pues para empezar le diré que se conservan en la actualidad dos iglesias que fueron construidas imitando al Apostoleion: San Marcos de Venecia y Saint-Front, en Périgeux, Francia. Tenemos, además, las descripciones hechas por Eusebio, Philostorgius Procopio y Teodoro Anagnostes. Disponemos también de un largo poema del siglo X llamado Descripción del edificio de los Apóstoles, compuesto por un tal Constantino de Rodas en honor del emperador Constantino VII Porfirogenito.

– Por cierto… -la corté en seco-, este emperador escribió un magnifico tratado sobre normas de comportamiento cortesano que fue el manual adoptado por las cortes europeas a finales de la Edad Media. ¿Lo has leído, Doria?

– No -dijo suavemente-, no he tenido oportunidad.

– Pues hazlo en cuanto puedas. Es muy interesante.

Como sospechaba, sus lustrosos conocimientos sobre Bizancio se reducían al aspecto arquitectónico. Su cultura no era tan amplia como quería darnos a entender.

– Por supuesto, Ottavia. Pero volviendo a lo que nos interesa -me ignoró por completo a partir de ese momento-, debo decirle, capitán, que dispongo de muchas más fuentes, aunque sería ocioso enumerarlas. De todos modos, si lo desea, estaré encantada de pasarle mis notas.

La Roca rechazó la oferta con un brusco monosílabo y se hundió en su asiento.

– Háblenos de su ubicación, Doria, por favor -pidió sonriente Farag, que se inclinaba sobre la mesa con las manos cruzadas, como un escolar lisonjero.

– ¿De la mía? -dijo la muy idiota con una sonrisita, sin dejar de mirarle.

Farag le rió la broma muy a gusto.

– ¡No, no, por supuesto! Del Apostoleion.

– ¡Ah, ya decía yo! -sentí ganas de levantarme y matarla, pero me contuve-. Por lo que sabemos, Constantino el Grande mandó construir su mausoleo sobre la colina más alta de la ciudad de Constantinopla. Alrededor de esta edificación circular se erigió la primitiva Iglesia de los Santos Apóstoles. Luego, con los siglos, el templo fue ampliándose hasta alcanzar las mismas dimensiones que Santa Sofía y, a partir de aquí, comenzó su decadencia. Mehmet II no dejó ningún resto cuando levantó la mezquita.

– ¿Podemos visitar Fatih Camii? -quiso saber la Roca.

– Naturalmente -le respondió el Patriarca-. Pero no deben molestar a los fieles musulmanes porque serían expulsados sin contemplaciones.

– ¿Las mujeres también podemos entrar? -pregunté con curiosidad. No estaba yo muy versada en cuestiones islámicas.

– Sí -me contestó rápidamente Doria, con una encantadora sonrisa-, pero sólo por las zonas permitidas. Yo iré contigo, Ottavia.

Miré de reojo al capitán y él me respondió con un leve gesto de hombros que venía a significar que no podíamos evitarlo. Si quería venir, vendría.

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