Para cuando estábamos terminando nuestra inspección, la Mezquita del Conquistador se había quedado prácticamente vacía, a excepción de algunos ancianos que dormitaban junto a las pilastras. Sin embargo, aquel silencio sólo era la calma que precedía a la tormenta. El grito del muecín a través de los altavoces, llamando a la oración desde el alminar de la mezquita, nos sobresaltó y nos miramos unos a otros desconcertados. El capitán nos hizo una seña para que nos reuniéramos con él junto a la puerta y saliéramos de allí cuanto antes, pero apenas tuvimos tiempo de agruparnos porque, en oleadas surgidas de la nada, cientos de fieles empezaron a entrar en el templo, disponiéndose en filas perfectamente ordenadas y paralelas para comenzar la oración de media tarde.
– Es la adhan -dijo Doria, a quien la marea humana, al parecer, empujaba inevitablemente contra el costado de Farag-, la llamada a la oración.
La ilah illa Allah wa Muhammad rasul Allah, seguía recitando a gritos la voz amplificada del muecín, «No hay otro Dios sino Allah y Mahoma es su profeta».
– Vámonos de aquí -dictaminó la Roca, haciendo de ariete con su cuerpo para abrirnos paso a través de la corriente.
Con enormes dificultades conseguimos llegar hasta el patio descubierto, el sahn, y lo hicimos justo en el último momento pues, antes de que hubiéramos podido recuperar nuestro calzado, la mezquita se había llenado por completo.
– Mañana será otro día -declaró animosamente Farag, mirando alrededor con una sonrisa.
– Vamos -dijo Doria-, os llevaré al hotel y podréis descansar. Llamaré a Monseñor Lewis para que manden vuestro equipaje desde el aeropuerto.
– ¿Aún está en el avión? -pregunté, muy sorprendida, e inmediatamente lamenté haberme dirigido a ella aunque fuera con aquella simple pregunta.
– Yo ordené que no lo desembarcaran -puntualizó Glauser-Róist-, por si resolvíamos la prueba a lo largo del día de hoy.
– Me temo que eso no va a ser posible, Kaspar.
– Si queréis -continuó Doria, exhibiendo su mejor sonrisa y retirándose el velo de la cabeza-, esta noche os llevaré a cenar a uno de los mejores sitios de Estambul. Un lugar divertidísimo donde podréis ver una auténtica danza del vientre.
– Antes de irnos deberíamos examinar este patio -atajé, malhumorada.
Era tan extraña aquella reunión nuestra… El único enlace posible de comunicación entre los cuatro era la Roca, que no tenía ni idea de lo que estaba pasando entre sus tropas.
– ¡Pero ahora están rezando! -protestó Doria-. Se enojarán con nosotros. Mejor volvemos mañana.
Glauser-Róist me miró.
– No. La doctora tiene razón. Examinemos este lugar. Si lo hacemos discretamente, no molestaremos a nadie.
– Alguien debería vigilar al portero mientras lo hacemos -propuso Farag- No nos quita los ojos de encima.
– Será el staurofílax que vigila la prueba -ironicé.
La estúpida de Doria se volvió hacia él rauda como una flecha.
– ¿En serio? -exclamó casi en un grito-. ¡Un staurofílax!
– ¡Doria, por favor! -la increpé-. ¡Esto no es un juego! ¡Deja de mirarle!
El portero, un anciano de barba rala y con la cabeza cubierta por un gorrito blanco que parecía una cáscara de huevo, frunció el ceño sin dejar de observarnos desde la puerta.
– Vaya usted, Doria -dispuso la Roca-. Hable con él, devuélvale los velos y distráigale todo lo que pueda.
Con una sonrisa malvada en los labios le entregué a Doria mi turban y me quedé con Farag y el capitán. ¡Cuántas veces habíamos jugado juntas de pequeñas, pensé viéndola marchar, y, por suerte, qué vidas tan distintas habíamos terminado teniendo!
– Dividámonos -dijo Glauser-Róist en cuanto Doria estuvo lo bastante lejos-. Que cada uno examine un tercio del patio. Usted, doctora, no se hacerque a la fuente de las abluciones. Podría provocar una revolución. Nosotros nos encargaremos.
De modo que me dejaron sola y se fueron directamente hacia el sabial, la fuente con forma de kiosco de prensa. La sección que me tocó en el reparto, en el extremo izquierdo del limitado espacio libre, no presentaba el menor interés. El suelo era de piedra, los árboles eran de tronco estilizado, y los muros que separaban el recinto de la calle no tenían nada llamativo. Merodeando perezosamente por debajo del pórtico, me entretuve observando a Doria, que estaba enzarzada en una tonta discusión con el portero de la mezquita. El anciano la miraba como si fuera idiota -que lo era- o la encarnación de diablo -que también lo era-, y parecía más que dispuesto a echarla de allí con cajas destempladas. A saber qué majadería le estaría diciendo al pobre hombre para que este pareciera tan alterado.
Sin embargo, no tuve tiempo de averiguarlo, pues la mano de Farag me sujetó por el brazo y me obligó a girarme hacia él, que, con una sonrisa encantadora en los labios, me hizo señas con los ojos para que mirara en dirección al capitán.
– Lo hemos localizado -susurró sin dejar de sonreír-. Hay que darse prisa.
Dando un tranquilo paseo, nos dirigimos hacia el lado del Sabial en el que se hallaba Glauser-Róist.
– ¿Qué habéis encontrado? -pregunté, sonriendo a mi vez, mientras nos acercábamos.
– Un Crismón constantineano.
– ¿En una fuente musulmana para las abluciones? -me pasmé-. Eso es imposible.
Antes de las cinco oraciones diarias que prescribe el Corán, los musulmanes deben realizar un complejo ritual de abluciones que consiste en lavarse la cara, las orejas, el pelo, las manos, los brazos hasta el codo, los tobillos y los pies. A tal efecto, en todas las mezquitas del mundo existe una fuente en la entrada por la que deben pasar los fieles antes de entrar en el haram, o sala de oración.
– Está perfectamente disimulado -me explicó Farag-. Es como un rompecabezas cuyas piezas hubieran sido desordenadas y colocadas en el fondo de la fuente.
– ¿El fondo de la fuente?
– Hay doce grifos y el agua cae a un desaguadero de piedra cuyo fondo son las piezas de nuestro Crismón. Eso quiere decir que la clave está en el sabial. El capitán sigue investigando. Tenemos que darnos mucha prisa porque Doria no va a poder entretener eternamente al portero, así que observa con rapidez y aléjate cuanto antes.
Seguí punto por punto las indicaciones de Farag, cruzando una mirada de inteligencia con el capitán en cuanto estuve lo bastante cerca. Tenían razón en sus apreciaciones. El centro de la fuente era un cilindro de piedra del que salían doce grifos de cobre bajo los cuales había un desaguadero de poco menos de un metro de ancho, rodeado por un pequeño pretil. Allí, al fondo, casi ocultos por el agua sucia que había quedado estancada después de las recientes y masivas abluciones, podían verse los sillares de piedra con los relieves desgastados en los que se adivinaba perfectamente -una vez que se sabía lo que había que buscar- las partes inconexas de un Crismón constantineano. Muy bien, me dije frunciendo los labios, ¿dónde estaba el truco? ¿Qué había que hacer ahora? A pesar de que estaba advertida del peligro que suponía mi presencia junto al sabial, no me di cuenta de que, con un gesto inconsciente, acababa de abrir uno de los grifos y, aunque no provoqué ningún cataclismo cósmico, ese gesto me dio una idea que, desde luego, no dudé en poner en práctica: quitándome los zapatos ante los ojos horrorizados de Farag y del capitán, me metí en el canal del desaguadero para comprobar si lo que había que hacer era pisar las piedras. Obviamente, no sirvió para nada, pero, como el fondo estaba muy resbaladizo, al dar un paso atrás para salir patiné y choqué de costado contra el grifo que tenía delante. Lo curioso fue que el grifo se dobló hacia arriba sin romperse, dejando al descubierto un muelle que delataba que habíamos dado con algo. Farag y el capitán, viendo el resorte, decidieron imitarme y se metieron, con zapatos y todo, en el canalón, propinando empellones a todos los grifos como si se hubieran vuelto locos. Por extraño que parezca, desde que yo entré en el agua hasta que los doce grifos estuvieron levantados y el suelo se abrió bajo nuestros pies, no pudo pasar más de medio minuto como máximo, y, sin embargo, sólo puedo recordar la escena como vivida a cámara lenta.