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– ¿Una mujer?

– ¿Acaso soy la primera?

– No -articuló, después de pensar un poco-. Hubo otras, pero no conmigo.

– Entonces ¿podemos hablar?

– Por supuesto -dijo, pellizcándose el bigote-. Espéreme aquí mismo dentro de media hora. Si no le importa, ahora debo terminar.

Dejé que continuara su trabajo y volví con Pierantonio, que me esperaba impaciente.

– ¿Era él?

– Sí. Me ha citado aquí dentro de media hora. Supongo que quiere verme sin gente alrededor.

– Bueno, pues demos un paseo.

Media hora no era mucho tiempo, pero si lo que mi hermano pretendía era volver sobre el tema de Farag, podía convertirse en una eternidad. Así que, para gastar minutos, le pedí el teléfono móvil y llamé al capitán. La Roca se mostró satisfecho por la noticia del «Guardián de las Llaves», pero también alarmado porque ni Farag ni él podrían llegar a la cita aunque salieran corriendo de la delegación. De manera que empezó a enumerar una larga lista de preguntas para hacerle al Guardián y terminó repitiéndose lamentablemente como un disco rayado, recordándome que hiciera o dijera aquello que acababa de decirme que hiciera o dijera. La verdad es que, después de cuatro días de retraso sobre nuestros planes, haber encontrado una pista tan importante era una luz en medio de la oscuridad. Ahora ya podríamos llevar a cabo la prueba de Jerusalén, fuera la que fuera, y salir hacia Atenas cuanto antes.

De este modo, hablando extensamente con el capitán, conseguí que transcurriera el plazo de tiempo sin que mi hermano tuviera ocasión de hacerme ninguna pregunta comprometida. Cuando, por fin, le devolví el móvil, Pierantonio sonrió. Estábamos delante de su iglesia, la franciscana.

– Supongo que piensas que ya no podemos hablar sobre tu amigo Farag -me dijo, sujetándome por el codo y dirigiéndome hacia la callejuela empedrada que iba a dar a la Vía Dolorosa.

– Exactamente.

– Sólo quiero ayudarte, pequeña Ottavia. Si lo estás pasando mal, puedes contar conmigo.

– Lo estoy pasando muy mal, Pierantonio -admití, cabizbaja-, pero supongo que todos los religiosos atravesamos alguna vez una crisis de este tipo. No somos seres especiales, ni estamos a salvo de los sentimientos humanos. ¿Acaso a ti no te ha pasado nunca?

– Bueno… -murmuró, mirando en la dirección contraria a mí-. Lo cierto es que sí. Pero hace mucho tiempo de aquello y, al final, a Dios gracias, triunfó mi vocación.

– En eso confío yo, Pierantonio -hubiera querido abrazarle, pero no estábamos en Palermo-. Confío en Dios, y si Él quiere que siga Su llamada, me ayudará.

– Rezaré por ti, hermanita.

Habíamos llegado a la plaza del Santo Sepulcro y el Guardián de las Llaves me esperaba delante de la puerta, tal y como me había dicho. Me acerqué despacito y me planté a pocos pasos de él.

– Repítame la frase, por favor -me pidió amablemente.

– Me dijeron: «Pregunta al que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre.»

– Muy bien, señora. Ahora escuche con atención. El mensaje que tengo para usted es el siguiente: «La séptima y la novena.»

– ¿«La séptima y la novena»? -repetí, desorientada-. ¿Qué séptima y qué novena? ¿De qué está hablando?

– No lo sé, señora.

– ¿No lo sabe?

El hombrecillo se encogió de hombros. Hacía calor aquella noche.

– No, no señora. Yo no sé lo que significa.

– ¿Y, entonces, qué tiene usted que ver con… con los staurofílakes?

– ¿Con quién? -Arqueó las cejas y se peinó el flequillo negro con la palma de la mano-. No sé nada de todo eso, discúlpeme. Verá, mi nombre es Jacob Nusseiba. Muji Jacob Nusseiba. Nosotros, los Nusseiba, hemos sido los encargados de abrir y cerrar todos los días las puertas de la basílica del Santo Sepulcro desde el año 637, cuando el califa Omar nos las entregó. Cuando el califa entró en Jerusalén, mi familia formaba parte de su ejército. Para evitar conflictos entre los cristianos, que estaban muy enfrentados unos con otros, nos entregó las llaves a nosotros. Desde entonces, y durante trece siglos, el hijo mayor de cada generación Nusseiba ha sido el Guardián de las Llaves. En algún momento de la historia, a esta larga tradición se unió otra de carácter secreto. Cada padre le dice a su hijo en el momento de pasarle las llaves: «Cuando te pregunten si tú eres el que tiene las llaves, el que abre y nadie cierra y el que cierra y nadie abre, deberás contestar: «La séptima y la novena.» Lo memorizamos y lo decimos desde hace muchos siglos cuando alguien nos pregunta, como ha hecho usted hoy.

La séptima y la novena, de nuevo el siete y el nueve, los números de Dante, pero ¿a qué podían referirse esta vez?

– ¿Desea alguna otra cosa, señora? Es tarde…

Agité suavemente la cabeza para salir de mi ensueño y miré al Mují Nusseiba. Aquel hombrecito tenía un árbol genealógico más antiguo que el de muchas casas reales europeas y, sin embargo, por su aspecto, nadie diría que no era el insignificante camarero de un café.

– ¿Ha venido mucha gente como yo, preguntándole? Quiero decir…

– La entiendo, la entiendo -se apresuró a responder, haciendo un ademán con la mano para que me callara-. Mi padre me entregó las llaves hace diez años y, desde entonces, he repetido la respuesta diecinueve veces. Con usted, veinte.

– ¡Veinte!

– Mi padre la repitió sesenta y siete veces. Creo que se la dijo a cinco mujeres.

La Roca me había dicho que preguntara también por Abi-Ruj Iyasus, pero el Guardián de las Llaves no me dio oportunidad de hacerlo.

– De verdad que lo siento, señora, pero tengo que irme. Me esperan en casa y es muy tarde. Espero haberle sido de ayuda. Qué Alá la proteja.

Y, diciendo esto, desapareció con paso rápido, dejándome con bastantes más interrogantes de los que tenía antes de empezar a hablar con él.

Un brazo sin cuerpo y con un móvil en la mano apareció de pronto frente a mi cara.

– ¿Quieres llamar a tus compinches? -me preguntó Pierantonio.

– ¿«La séptima y la novena»? -exclamó el capitán dando pasos de gigante de un lado a otro del despacho. Parecía un león enjaulado; llevaba cuatro días encerrado tecleando frases de la plegaria en el ordenador para ver si encontraba correspondencias en algún documento del mundo, y lo único que había conseguido era perderse el encuentro con el Guardián de las Llaves y perder también la poca paciencia que le quedaba escuchando la enigmática indicación que este me había dado-. ¿Está segura de que dijo «La séptima y la novena»?

– Estoy totalmente segura, capitán.

– «La séptima y la novena» -repitió Farag, pensativo-. ¿La séptima prueba y la novena, que no existe? ¿La séptima palabra y la novena de la oración? ¿La séptima y la novena estrofas del círculo de los iracundos? ¿La séptima y la novena sinfonías de Beethoven? ¿La séptima y la novena de algo que desconocemos?

– ¿Cuáles son la séptima y la novena estrofas de esta cornisa en Dante?

– ¿Pero no le dije que el cuarto círculo no tenía nada interesante aparte del humo? -bramó Glauser-Róist, sin detener su desesperado paseo.

Farag cogió de la mesa el ejemplar de la Divina Comedia y empezó a buscar el Canto XVI del Purgatorio. El capitán le observó con desprecio.

– ¿Es que nadie me hace caso? -se lamentó.

– La séptima estrofa del decimosexto Canto -dijo Farag-, del verso 19 al 21, dice así:

Agnus Dei, era, pues, como empezaban

todos a un tiempo, y en un tono tan igual

que en completa concordia parecían.

– ¿De qué habla Dante? -quise saber.

– De las almas que se acercan a Virgilio y a él. Como no las pueden ver venir porque están cegados por el humo, saben que se aproximan porque las escuchan cantar el Agnus Dei.

– ¿El Agnus Dei? -voceó la Roca.

– Lo que rezamos durante la Misa mientras el sacerdote parte el Pan: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.»

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