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– ¡Ya les dije que esas estrofas no tenían nada que ver!

Farag bajó de nuevo los ojos al libro:

– La estrofa novena del mismo Canto dice:

¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,

y de nosotros hablas como si

aún midieses el tiempo por calendas?

– Las almas se sorprenden de encontrar a alguien vivo en su cornisa -deduje-. Nada interesante.

– No, desde luego -estimó Farag, revisando las estrofas.

Glauser-Róist soltó un bufido de impaciencia.

– ¡Ya lo dije! Aquí, lo único importante es el humo y el humo es esta maldita plegaria que no nos deja ver nada.

– ¿Qué otras opciones mencionaste, Farag?

– ¿Qué opciones?

– Cuando dijiste que la séptima y la novena podían ser estrofas del Canto XVI, también señalaste otras posibilidades.

– ¡Ah, sí! Comenté que podían ser las pruebas que estamos realizando, pero, como sólo son siete, esta alternativa queda eliminada. Tampoco creo que se trate de las sinfonías de Beethoven, ¿no? ¡Y bueno, también dije que podían ser la séptima y la novena palabra de la plegaria del padre Stephanos!

– Eso suena bien -declaré, poniéndome en pie y acercándome a la fotografía del panel que reproducía el texto a tamaño natural. Después de cuatro días de trabajar intensamente sobre aquella oración, la había memorizado y no necesitaba mirarla para saber lo que decía: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén.» Suspiré… De una cosa no cabía la menor duda: como había dicho Glauser-Róist, era una auténtica cortina de humo.

– Coge el rotulador, Ottavia -me pidió Farag desde su asiento-. Se me está ocurriendo algo.

Le obedecí prestamente porque, cuando Farag tenía una idea, siempre era una buena idea. De modo que, enarbolando el grueso rotulador negro en la mano derecha, me quedé inmóvil como una alumna diligente, a la espera de que el profesor empezara a compartir su sabiduría.

– Bien, supongamos que las dos frases que están escritas a dos tintas tienen, por sí mismas, un significado especial.

– Eso ya lo hemos estudiado varias veces durante esta semana -desaprobó hoscamente la Roca.

– «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia.» No cabe duda de que este primer enunciado es una llamada de atención. El aspirante a staurofílax llega hasta la cripta del Santo Sepulcro y, cuando se encuentra frente a los relicarios, descubre la tabla con esa frase que le avisa de que lo que viene a continuación es parte de la prueba que debe superar.

– Lo que no entiendo -murmuré- es cómo los staurofílakes que llegan a Jerusalén pueden averiguar la existencia de esa bóveda secreta y cómo consiguen entrar en ella.

– ¿Cuánto tiempo hace que empezamos con las pruebas? -preguntó de pronto la Roca, deteniendo su paseo y apoyándose en el respaldo de su sillón.

– Hace exactamente dos semanas -le respondí-. El domingo, 14 de mayo. Ese día yo estaba en Palermo en el funeral de mi padre y de mi hermano cuando Farag y usted me llamaron por teléfono. Hoy es 28 de mayo, y domingo, de modo que han pasado dos semanas justas.

– Dos semanas, ¿eh? Bueno, pues suponga que, en lugar de desplazarnos de una ciudad a otra en helicóptero o avión, en lugar de disponer de ordenadores y de Internet, de contar con la inestimable ayuda de sus amplios conocimientos y de los conocimientos de otros que, en sus respectivas ciudades, nos están ayudando, suponga, digo, que uno sólo de nosotros hubiera tenido que hacer todos los desplazamientos a pie o a caballo y averiguar lo de Santa Lucía o lo de Pitágoras. ¿Cuánto cree que hubiera tardado?

– No es lo mismo, Kaspar -protestó el profesor-. Piense que lo que para nosotros son conocimientos históricos desfasados, para alguien de los siglos XII a XVIII eran los contenidos normales de sus estudios. La educación estaba encaminada a conseguir la plenitud, a lograr que una persona fuera, a la vez, pintor, escultor, poeta, arquitecto, astrónomo, músico, matemático, atleta, juglar… ¡Todo al mismo tiempo! Ciencia y arte no estaban separados como lo están ahora. Recuerde a Hildegarda de Bingen, a León Batista Alberti, a Trótula Ruggiero o a Leonardo da Vinci. Cualquier aspirante medieval o renacentista a staurofílax, como Dante Alighieri, estudiaba desde pequeño todas estas cosas que nosotros tenemos que rescatar del baúl de los recuerdos. Dante también era médico, ¿lo sabía?

– Bueno, pero Abi-Ruj Iyasus -objeté-, por mencionar el único caso actual que conocemos, no recibió esa educación clásica de la que hablas. En realidad, no creo que recibiera ningún tipo de educación.

– ¿Y cómo estás tan segura?

– Bueno, no lo estoy, pero, siendo de Etiopía, un país en el que la gente se muere de hambre y en el que más de la mitad de la población vive en campos de refugiados…

– No te equivoques, Ottavia -me contradijo Farag-. Etiopía es uno de los paises con una historia, una tradición y una cultura que ya las quisieran para sí Europa y América. Antes de atravesar esta catastrófica situación que vive ahora, Etiopía, o Abisinia, fue rica, fuerte, poderosa y, sobre todo, culta, muy culta. Lo que pasa es que las imágenes que nos ofrece hoy día la televisión nos hacen pensar en un país miserable que se pierde en algún lugar remoto de África, pero piensa que la reina de Saba era etíope y que la casa real de ese país se consideraba descendiente del rey Salomón.

– ¡Por favor, profesor! -atajó la Roca, de malos modos-. ¡No nos desviemos del asunto! Yo les hice una simple pregunta y ustedes no me han contestado. ¿Cuánto tiempo tardaría en realizar estas pruebas uno sólo de nosotros sin contar con ayuda?

– Meses probablemente -respondí-. Años incluso.

– ¡Pues a eso me refiero! Los aspirantes a staurofílakes no tienen prisa. Van de una ciudad a otra, de una prueba a otra disponiendo de todo el tiempo del mundo. Estudian, preguntan, utilizan el cerebro… Si llegan a Jerusalén, lo lógico es que vivan varios meses en esta ciudad hasta…

– Hasta perder la paciencia, que es de lo que se trata -apuntó Farag, con una sonrisa.

– ¡Exacto! Pero nosotros no tenemos ese tiempo. En dos semanas hemos completado el Antepurgatorio y los dos primeros círculos.

– Y, con un poco de suerte, Kaspar, si esta noche seguimos trabajando, en unos pocos días habremos resuelto la primera parte del tercer círculo.

Las palabras de Farag sonaron como una llamada de atención, así que yo sujeté de nuevo con fuerza el rotulador y él continuó:

– Estaba diciendo, antes de esta agradable charla, que cuando el aspirante a staurofílax llega hasta la cripta de la Vera Cruz, se encuentra con esa tabla que luce el Crismón constantineano y un par de frases en rojo que llaman su atención, indicándole, la primera de ellas, que se halla, por fin, en la prueba del pecado de la ira y que debe ser paciente para resolverla, muy paciente, ya que la paciencia es la virtud teologal opuesta al pecado capital de la ira. Y la última frase, la que dice «Que tu paciencia se vea colmada por esta oración», le advierte que debe buscar la solución en la propia plegaria, pues ella colmará su búsqueda. De modo que, eliminando las dos frases en rojo, nos queda el cuerpo en negro, y creo que es ahí donde debemos buscar «La séptima y la novena».

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