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El despacho que nos había proporcionado la delegación pronto se quedó pequeño. Los libros de consulta que nos traían de la Escuela Bíblica, las notas, los diccionarios, las hojas impresas de material extraído de Internet, fueron peccata minuta en comparación con los paneles que empezamos a utilizar durante el siguiente fin de semana. Farag pensó que quizá veríamos algo -o veríamos más- si trabajábamos sobre una fotografía en formato grande de la oración. El capitán procedió a escanear la imagen del folleto dotándola de la máxima definición, y luego, como hizo con la silueta en papel de Abi-Ruj Iyasus, empezó a imprimir hojas que adhirió sobre una lámina de cartón de las mismas dimensiones que la tabla original. Luego, aquella reproducción fue colocada sobre un trípode de patas largas que ya no cupo en el despacho. Así que el domingo nos trasladamos con todos nuestros enseres a otra estancia más amplia en la que, además, disponíamos de una pizarra grande sobre la que dibujar esquemas o analizar oraciones.

El domingo por la tarde, abandoné a su suerte a mis desgraciados compañeros -la desesperación empezaba a hacer mella en nuestro ánimo- y me dirigí, yo sola, hasta la iglesia de los Franciscanos en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Mi hermano Pierantonio celebraba misa todos los domingos a las seis, y yo no podía perderme algo tan especial estando allí (entre otras cosas porque mi madre me hubiera matado). Como la iglesia de los Franciscanos estaba adosada a los muros de la basílica del Santo Sepulcro, una vez que abandoné el coche de la delegación fuera de las murallas, caminé siguiendo la misma ruta del primer día. Necesitaba pasear tranquilamente, reencontrarme conmigo misma y ¿qué mejor sitio que Jerusalén? Me sentía una auténtica privilegiada por recibir codazos y empujones a lo largo de la Vía Dolorosa.

Según las indicaciones que me había dado Pierantonio por teléfono, la iglesia de los Franciscanos quedaba justo en el lado opuesto a la entrada de la basílica, de modo que no llegué hasta la plaza, sino que me desvié hacia la derecha un par de callejuelas antes. Di un extraño rodeo, completamente sola, para llegar a mi destino.

Escuché misa con devoción y recibí la comunión de manos de Pierantonio, con el que me fui de paseo al finalizar. Hablamos mucho; pude contarle detalladamente toda la historia de los robos de Ligna Grucis y los staurofílakes. Y, cuando ya anochecía, se ofreció a acompañarme hasta la delegación apostólica. Regresamos sobre nuestros pasos -vi la Cúpula de la Roca, la mezquita de Al-Aqsa, y muchas otras cosas más- y nos detuvimos en la plaza de la basílica del Santo Sepulcro, atraídos por una pequeña multitud que se congregaba junto a la puerta disparando fotografías y grabando con cámaras de video la clausura de las puertas por ese día.

– ¡Es increíble! ¡A la gente le llama la atención cualquier cosa! -ironizó mi hermano-. ¿Y tú, turista? ¿También quieres verlo?

– Eres muy amable -respondí con sarcasmo-, pero no, gracias.

Sin embargo, di un paso en aquella dirección. Supongo que no podía sustraerme al encanto de un anochecer en el corazón cristiano de Jerusalén.

– Por cierto, Ottavia, hay algo que quería comentarte y no había encontrado el momento de hacerlo.

Como en una atracción circense, un hombrecillo menudo, subido a una altísima escalera apoyada contra las puertas, estaba siendo iluminado por los focos y los destellos de las cámaras fotográficas. El hombre se afanaba con la sólida cerradura de hierro.

– Por favor, Pierantonio, no me digas que tienes más asuntos turbios que contarme.

– No, si no tiene nada que ver conmigo. Es sobre Farag.

Me giré bruscamente hacia él. El hombrecillo empezaba a descender por la escalera.

– ¿Qué pasa con Farag?

– A decir verdad -empezó mi hermano-, con Farag no pasa nada que no pueda pasar. La que parece tener problemas eres tú.

El corazón se me paró en el pecho y noté que la sangre huía de mi cara.

– No sé de qué estás hablando, Pierantonio.

Unos gritos y un murmullo de alarma salieron del grupo de espectadores. Mi hermano se volvió rápidamente a mirar, pero yo me quedé como estaba, paralizada por las palabras de Pierantonio. Había intentado mantener a raya mis sentimientos, había hecho todo lo posible para no dejar que se traslucieran y hete aquí que Pierantonio me había pillado.

– ¿Qué ha pasado, padre Longman? -oí que preguntaba mi hermano. Levanté la mirada del suelo y vi que se dirigía a otro fraile franciscano que se encontraba cerca de nosotros.

– Hola, padre Salina -le saludó el interpelado-. El Guardián de las Llaves se ha caído al bajar por la escalera. Se le ha ido el pie y se ha desplomado. Menos mal que ya estaba cerca del suelo.

Me encontraba tan entumecida por la pena y el susto que tardé unos segundos en reaccionar. Pero, gracias a Dios, mi cerebro volvió a funcionar bien, y una voz subconsciente empezó a repetirme dentro de la cabeza: «El Guardián de las Llaves, el Guardián de las Llaves.» Salí de la bruma con grandes dificultades mientras Pierantonio le daba las gracias a su hermano de Orden.

– El hombre de la escalera ha dado un traspiés… Bueno, volvamos a lo nuestro. Me había prometido a mí mismo que hoy hablaría, sin falta, de este asunto contigo. En fin, que, si no me he equivocado, tienes un problema muy serio, hermanita.

– ¿Qué te ha dicho exactamente ese fraile de tu Orden?

– No intentes cambiar de tema, Ottavia -me reconvino Pierantonio, muy serio.

– ¡Déjate de tonterías! -le increpé-. ¿Qué te ha dicho exactamente?

Mi hermano estaba más que sorprendido por mi súbito cambio de humor.

– Que el portero de la basílica, cuando estaba bajando la escalera, ha dado un traspiés y se ha caído.

– ¡No! -grité-. ¡No ha dicho portero!

Alguna luz debió hacerse de pronto en la mente de mi hermano porque el gesto de su cara cambió y vi que había comprendido.

– ¡El Guardián de las Llaves! -articuló entre titubeos-. ¡El que tiene las llaves!

– ¡Tengo que hablar con ese hombre! -exclamé mientras le dejaba con la palabra en la boca y me abría paso entre los turistas. Alguien que recibe el nombre de «Guardián de las Llaves» de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén tiene que estar bastante relacionado con aquel «que tiene las llaves: el que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre». Y si no era así, pues bueno; pero había que intentarlo.

Para cuando llegué al centro del corro, el hombrecito ya se había puesto en pie y se estaba sacudiendo la suciedad de la ropa. Como otros muchos árabes que había tenido ocasión de contemplar esos días, iba en camisa y sin corbata, con el cuello abierto y las mangas dobladas, y lucía un fino bigotito sobre el labio superior. Su gesto era de enfado y de rabia contenida.

– ¿Es usted al que llaman el «Guardián de las Llaves»? -le pregunté en inglés, un poco azorada.

El hombrecillo me miró con indiferencia.

– Creo que está claro, señora -repuso muy digno y, acto seguido, me dio la espalda y pasó a ocuparse de la escalera, que continuaba apoyada contra las puertas. Sentí que estaba perdiendo una oportunidad única, que no debía dejarlo escapar.

– ¡Escuche! -le grité para llamar su atención-. ¡Me dijeron que preguntara al que tiene las llaves!

– Me parece muy bien, señora -respondió sin volverse, dando por sentado que yo era una pobre loca. Golpeó un ventanuco disimulado en una de las hojas y este se abrió.

– No lo entiende, señor -insistí, apartando a dos o tres peregrinos que se empeñaban en filmar con sus cámaras cómo la escalera desaparecía por el postigo-. Me dijeron que preguntara al que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre.

El hombre se quedó unos segundos en suspenso y luego se volvió y me miró fijamente. Durante un instante, me observó como el entomólogo que estudia un insecto, y luego, no pudo evitar manifestar su sorpresa:

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