Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Farag se puso en pie y los tres intercambiamos significativas miradas de inteligencia; y para que no faltara de nada en aquella escena, a renglón seguido, los tres miramos al padre Stephanos… ¿Padre Stephanos o Stephanos, el staurofílax?

– ¿Les interesa? -quiso saber el anciano-. Si les interesa puedo darles un folleto que se imprimió poco después de la visita de los expertos ingleses. Incluye una fotografía completa de la tabla y varias más pequeñas con detalles concretos. Lo malo es que se trata de una publicación un poco antigua y las imágenes son en blanco y negro. Pero la oración viene traducida, aunque -añadió muy sonriente y orgulloso- debo avisarles de que el traductor fui yo -y poniendo cara de emoción, empezó a recitar de memoria-: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén.» ¿A que es hermosa?

– Es… bellísima, padre Stephanos -murmuré.

– ¡Oh, veo que les ha emocionado! -exclamó, feliz-. ¡Voy a buscar esos folletos y les daré uno a cada uno!

Y con su paso vacilante y lento, salió de la cripta y desapareció. La tabla era, indiscutiblemente, muy antigua. La madera estaba oscurecida por el humo de los cirios que, durante siglos, habían brillado frente a ella, aunque ahora no tuviera ninguno. Mediría aproximadamente un metro de alto por metro y medio de largo y las letras eran unciales griegas. El texto estaba escrito con tinta negra, aunque en la primera y la última frase las letras aparecían pintadas con un borde rojo. Encima, como un escudo o una seña de identidad, el Crismón del emperador con el travesaño horizontal.

Mi hermano percibió rápidamente que habíamos dado con algo importante. Así que se enzarzó en una conversación banal con el padre Murphy y con el padre Chrisostomos para que Farag, la Roca y yo pudiéramos hablar.

– Esta tabla -observó el capitán- es lo que hemos venido a buscar a Jerusalén.

– El mensaje no puede ser más claro -asintió Farag-. Tendremos que estudiarlo cuidadosamente. El contenido es muy extraño.

– ¿Extraño? -exclamé-. ¡Rarísimo! Vamos a quemarnos los ojos intentando comprenderlo.

– ¿Y qué me dicen del padre Stephanos? -preguntó la Roca.

– Staurofílax -respondimos Farag y yo a la vez.

– Sí, está claro.

El mencionado padre reapareció con sus folletos en las manos, bien sujetos para que no se le cayeran.

– Recen esta oración todos los días -nos pidió mientras nos los entregaba-, y descubrirán cuánta belleza puede esconderse en sus palabras. No se imaginarían la devoción que puede llegar a inspirar si se recita con paciencia.

Sentí crecer una ira absurda en mi interior contra aquel cínico staurofílax. Arrinconé la idea de que era un anciano, de que podía no ser miembro de la hermandad, y deseé ardientemente agarrarlo por la sotana y gritarle que dejara de reírse de nosotros porque habíamos estado a punto de morir varias veces por culpa de su extraño fanatismo. Entonces recordé que aquella nueva prueba era, no por casualidad, la de la ira, e intenté sofocar la furia que -estaba segura- el cansancio físico y mental alentaban. Sentí ganas de llorar al darme cuenta de que aquella ruta iniciática estaba meticulosamente calculada por esos endiablados diáconos milenaristas.

Sonámbulos, salimos de aquel recinto llevando con nosotros el cariño del viejo sacerdote y la simpatía y el agradecimiento del padre Chrisostomos, al que habíamos prometido enviar toda la documentación histórica sobre la construcción de la cripta. A esas horas de la tarde, todavía estaban entrando oleadas de turistas en la basílica del Santo Sepulcro.

Nos cedieron un modesto despacho en la delegación para que pudiéramos trabajar sobre el texto de la plegaria. El capitán exigió un equipo informático con acceso a la red y Farag y yo pedimos varios diccionarios de griego clásico y griego bizantino que nos fueron traídos desde la biblioteca de la Escuela Bíblica de Jerusalén. Después de cenar frugalmente, Glauser-Róist se colocó frente al ordenador y empezo a trastearlo. Los ordenadores eran para él como instrumentos musicales que debían estar perfectamente afinados o como potentes motores cuyas piezas debían girar siempre bien engrasadas. Mientras se entretenía en estos quehaceres informáticos, Farag y yo extendimos los folletos sobre la mesa y empezamos a trabajar en la oración.

La traducción del padre Stephanos podía calificarse de meritoria. Su interpretación del texto griego era irreprochable desde el punto de vista del estilo, aunque, gramaticalmente, dejaba algo que desear. Sin embargo, reconocimos que el anciano no hubiera podido hacer otra cosa con un material tan deficitario como el que proporcionaba la plegaria. Resultaba evidente que su autor no dominaba bien la lengua griega: algunos tiempos verbales, aún admitiendo que manejar los verbos griegos es sumamente complicado, estaban mal escritos y algunas palabras estaban mal colocadas en las frases. Lo lógico hubiera sido pensar que, quien redactó aquella oración, había puesto toda su buena voluntad en trasladar sus pensamientos a una lengua que no conocía lo suficiente, impulsado por alguna necesidad social o religiosa, pero sabiendo como sabíamos que se trataba en realidad de un mensaje staurofílax, no podíamos pasar por alto aquellas irregularidades. Lo primero que nos llamó la atención fueron las frases que contenían numerales, en parte porque resultaban absurdas en el contexto y en parte porque estábamos casi seguros de que podía tratarse de algún tipo de clave: «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos», y también: «Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes.» El número siete no podía ser casual -a esas alturas lo teníamos bastante claro-, pero ¿y el número cien, el cincuenta, el noventa y el dos?

Aquella noche no pudimos adelantar mucho. Estábamos tan cansados que apenas podíamos mantener los ojos abiertos. Así que nos fuimos a la cama, convencidos de que, unas cuantas horas de sueño, obrarían maravillas sobre nuestras capacidades intelectuales.

Pero el día siguiente tampoco obtuvimos buenos resultados. Volvimos el texto del revés, lo analizamos palabra por palabra, y, a excepción de las frases primera y última, las que venían remarcadas por un borde de color rojo, nada en el cuerpo de la plegaria aludía directamente a las pruebas de los staurofílakes. A última hora de la tarde, sin embargo, averiguamos un dato que sólo entenebreció más las pocas ideas que se nos habían ocurrido: la frase «Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos» no tenía otro sentido que la referencia al pasaje evangélico de la multiplicación de los panes y los peces, en el cual el evangelista Marcos decía textualmente que la multitud «se acomodó en grupos de cien y de cincuenta» [32]. O sea, que nos habíamos quedado otra vez con las manos vacías.

77
{"b":"125401","o":1}