– Con objeto de resolver cualquier duda que usted tenga y facilitarle toda la información existente sobre cualquier tema que desee.
Y ahí quedó eso.
Empecé examinando las fotografías. Eran muchas, treinta exactamente, y venían numeradas y clasificadas por orden temporal, es decir, de principio a fin de la autopsia. Tras una ojeada inicial, seleccioné aquellas en las que se veía, tendido sobre una mesa metálica, el cuerpo entero del etíope en las posiciones de decúbito supino y decúbito prono (boca arriba y boca abajo). A primera vista, lo más destacable era la fractura de los huesos de la pelvis -por el arco poco natural que dibujaban las piernas- y una tremenda lesión en la zona parietal derecha del cráneo que había dejado al descubierto, entre astillas de hueso, la gelatina gris del cerebro. Deseché, por inútiles, el resto de las imágenes, pues, pese a que el cadáver debía presentar multitud de lesiones internas, ni sabía apreciarlas, ni creía que fueran relevantes para mi trabajo. Me fijé, eso sí, en que, probablemente a causa del impacto, se había mutilado la lengua con los dientes. Aquel hombre jamás hubiera podido hacerse pasar por otra cosa distinta de lo que era -etíope-, pues sus rasgos étnicos resultaban muy acusados. Como a la mayoría de ellos, se le veía bastante flaco y espigado, de carnes magras y fibrosas, y la coloración de su piel destacaba por demasiado oscura. Las facciones de su cara, sin embargo, constituían la prueba definitiva y delatora de su origen abisinio: pómulos altos y muy marcados, mejillas hundidas, grandes ojos negros -que aparecían abiertos en las fotografías, con un resultado impresionante-, frente amplia y huesuda, labios gruesos y nariz fina, casi de perfil griego. Antes de que le raparan la parte de la cabeza que permanecía íntegra, presentaba un pelo áspero y acaracolado, bastante sucio y manchado de sangre; después del rasurado, en el centro mismo del cráneo, podía verse con total claridad una fina cicatriz con la forma de la letra griega sigma mayúscula (S).
Aquella mañana no hice otra cosa que observar, una y otra vez, las terribles imágenes, repasando cualquier detalle que me resultara significativo. Las escarificaciones destacaban sobre la piel como líneas de carreteras en un mapa, algunas carnosas y abultadas, muy desagradables, y otras estrechas, casi imperceptibles, a modo de hilos de seda. Pero todas, sin excepción, presentaban una coloración sonrosada, incluso rojiza en algunos puntos, que les confería el repulsivo aspecto de injertos de piel blanca sobre piel negra. A media tarde, tenía el estómago acalambrado, la cabeza embotada y la mesa llena de anotaciones y esquemas de las escarificaciones del fallecido.
Encontré otras seis letras griegas repartidas por el cuerpo: en el brazo derecho, sobre el bíceps, una tau (T), en el izquierdo, una ipsilon (U), en el centro del pecho, sobre el corazón, una alfa (A), en el abdomen una rho (R), en el muslo derecho, sobre el cuadriceps, una ómicron (O) y en el izquierdo, en idéntico lugar, otra sigma (S). Justo debajo de la letra alfa y por encima de la rho, en la zona de los pulmones y el estómago, se veía un gran Crismón, el conocido monograma, tan habitual en los tímpanos y altares de las iglesias medievales, formado por las dos primeras letras griegas del nombre de Cristo, CR -ji y rho-, superpuestas.
Este Crismón, sin embargo, presentaba una curiosa peculiaridad: le habían añadido una barra transversal que ayudaba a componer la imagen de una cruz. El resto del cuerpo, exceptuando las manos, los pies, las nalgas, el cuello y la cara, estaba lleno de otras muchas cruces de la más original factura que hubiera visto en mi vida.
El capitán Glauser-Róist permanecía largos ratos sentado frente al ordenador, tecleando sin descanso misteriosas instrucciones, pero, de vez en cuando, acercaba su silla a la mía y se quedaba contemplando en silencio la evolución de mis análisis. Por eso, cuando, súbitamente, me preguntó si me sería de ayuda disponer de un dibujo del cuerpo humano a tamaño natural para ir señalando las cicatrices, me sobresalté. Antes de responderle, hice un par de exageradas afirmaciones y negativas con la cabeza para aliviar mis doloridas cervicales.
– Es una buena idea. Por cierto, capitán, ¿hasta dónde está autorizado a informarme sobre este pobre hombre? Monseñor Tournier comentó que usted había hecho estas fotografías.
Glauser-Róist se levantó de su asiento y se dirigió hacia el ordenador.
– No puedo decirle nada.
Pulsó varias teclas rápidamente y la impresora empezó a crepitar y a expulsar papel.
– Me haría falta saber algo más -protesté, frotándome el puente de la nariz por debajo de las gafas-. Quizá usted conoce detalles que podrían facilitarme el trabajo.
La Roca no se dejó conmover por mis ruegos. Con trozos de cinta adhesiva que cortaba con los dientes, fue pegando en el dorso de la puerta -el único espacio que quedaba libre en mi pequeño laboratorio- las hojas que salían de la impresora hasta formar la silueta completa de un ser humano.
– ¿Puedo ayudarla en alguna otra cosa? -preguntó al terminar, volviéndose hacia mí.
Le miré despectivamente.
– ¿Puede usted consultar las bases de datos del Archivo Secreto desde ese ordenador?
– Desde este ordenador puedo consultar cualquier base de datos del mundo. ¿Qué desea saber?
– Todo lo que pueda encontrar sobre escarificaciones.
Se puso manos a la obra sin perder un segundo y yo, por mi parte, cogí un puñado de rotuladores de colores de un cajón de mi mesa y me planté con decisión frente a la silueta de papel. Al cabo de media hora, había logrado reconstruir con bastante fidelidad el doloroso mapamundi de las heridas del cadáver. Me pregunté por qué un hombre sano y fuerte, de unos treinta y tantos años, se habría dejado torturar de aquella manera. Era muy extraño. Además de las letras griegas, encontré un total de siete bellisimas cruces, cada una completamente diferente a las demás: de forma latina, en la parte interior del antebrazo derecho, y de hechura latina inmmissa (con el travesaño corto en mitad del palo), en el izquierdo; en la espalda, una cruz ebrancada (de troncos) sobre las vértebras cervicales, otra, ansata egipcia, sobre las dorsales y una última, horquillada, sobre las lumbares. Las dos cruces restantes, hasta completar las siete, eran de las llamadas decussatas (en equis) y griegas, y estaban situadas en la parte posterior de los muslos. La variedad era admirable aunque, sin embargo, todas tenían algo en común: estaban encerradas, o protegidas, por cuadrados, círculos y rectángulos -a modo de pequeñas ventanas o troneras medievales-, con una misma pequeña corona radiada en la parte superior, en forma de dientes de sierra, que, en todos los casos, tenía siete puntas.
A las nueve de la noche estábamos muertos de cansancio. Glauser-Róist apenas había localizado algunas pobres referencias a las escarificaciones. Me explicó, someramente, que se trataba de una usanza religiosa circunscrita a una franja del Africa central en la que, por desgracia para nosotros, no estaba comprendida Etiopía. En esa zona, al parecer, las tribus primitivas acostumbraban a friccionar con cierta míxtura de hierbas las incisiones de la piel, hechas, generalmente, con unas pequeñas cañas tan afiladas como cuchillos. Los motivos ornamentales podían llegar a ser muy complejos, pero, en esencia, respondían a formas geométricas de simbología sagrada, muchas veces en relación con algún rito religioso.
– ¿Eso es todo…? -pregunté desengañada, al verle cerrar la boca tras el exiguo informe.
– Bueno, hay algo más, pero no es significativo. Los queloides, o sea, las escarificaciones más gruesas y abultadas, son un auténtico reclamo sexual para los varones cuando las exhiben las mujeres.
– ¡Ah, vaya…! -repuse con un gesto de extrañeza-. ¡Eso sí que tiene gracia! Jamás se me hubiera ocurrido.