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– De modo… -prosiguió, indiferente- que seguimos sin saber por qué están esas cicatrices en el cuerpo de ese hombre -creo que fue entonces cuando me fijé, por primera vez, en que sus ojos eran de un color gris desteñido-. Otro dato curioso, aunque también irrelevante para nuestro trabajo, es que últimamente esta práctica se está poniendo de moda entre los jóvenes de muchos países. Lo llaman body art o performance art, y uno de sus mayores defensores es el cantante y actor David Bowie.

– No me lo puedo creer… -suspiré, esbozando una sonrisa-. ¿Quiere decir que se dejan hacer esos cortes por gusto?

– Bueno… -murmuró tan desconcertado como yo-, tiene algo que ver con el erotismo y la sensualidad, pero no sabría explicárselo.

– Ni lo intente, gracias -le dispensé, extenuada, poniéndome en pie y dando por terminada aquella primera y agotadora jornada de trabajo-. Vayamos a descansar, capitán. Mañana va a ser otro día muy largo.

– Permítame que la lleve a su casa. Estas no son horas para que vaya usted sola por el Borgo.

Estaba demasiado cansada para negarme, así que arriesgué de nuevo mi vida dentro de aquel cochazo tan espectacular. Al despedirnos, le di las gracias con algo de mala conciencia por mi forma de tratarle -aunque se me pasó enseguida- y rechacé educadamente su ofrecimiento de venir a buscarme a la mañana siguiente; llevaba dos días sin oír misa y no estaba dispuesta a dejar pasar ni uno más. Me levantaría temprano y, antes de reanudar el trabajo, iría a la Iglesia de Santi Michele e Magno.

Ferma, Margherita y Valeria estaban viendo una vieja película en la televisión cuando entré por la puerta. Habían tenido el detalle de guardarme la cena caliente en el microondas, de modo que tomé un poco de sopa -sin ganas; había visto demasiadas cicatrices ese día- y me encerré un rato en la capilla antes de irme a dormir. Pero aquella noche no pude concentrarme en la oración, y no sólo porque estuviera demasiado cansada (que lo estaba), sino porque a tres de mis ocho hermanos se les ocurrió llamarme por teléfono desde Sicilia para preguntarme si pensaba acudir a la fiesta que, por San Giuseppe, organizábamos todos los años para nuestro padre. Les dije a los tres que sí y me fui a la cama, desesperada.

El capitán Glauser-Róist y yo vivimos unas semanas frenéticas a partir de aquel primer día. Encerrados en mi laboratorio desde las ocho de la mañana hasta las ocho o nueve de la noche, de lunes a domingo, repasábamos los pocos datos que teníamos a la luz de las escasas informaciones que íbamos obteniendo de los archivos. Solventar los problemas de las letras griegas y del Crismón resultó relativamente sencillo en comparación con el titánico esfuerzo que nos supuso resolver el enigma de las siete cruces.

El segundo día de trabajo, nada más entrar en el laboratorio, mientras cerraba la puerta y contemplaba de reojo la silueta de papel pegada en la madera, la solución de las letras griegas me golpeó en la cara como el guante de un desafío de honor. Resultaba tan evidente que no podía creer que la noche anterior no lo hubiera visto, aunque me justifiqué recordando lo muy cansada que estaba: leyendo desde la cabeza hasta las piernas, de derecha a izquierda, las siete letras formaban la palabra griega STAUROS (STAUROS), cuyo significado era, obviamente, Cruz. A esas alturas, resultaba incuestionable que todo lo que había en aquel cuerpo cobrizo estaba relacionado con el mismo tema.

Algunos días más tarde, tras poner varias veces del derecho y del revés -sin éxito- la historia de la vieja Abisinia (Etiopía), tras consultar la más variada documentación sobre la influencia griega en la cultura y la religión de dicho país, tras permanecer largas horas examinando cuidadosamente decenas de libros de arte de todas las épocas y estilos, extensos expedientes sobre sectas remitidos por los diferentes departamentos del Archivo Secreto y exhaustivos informes sobre crismones que el capitán pudo conseguir a través del ordenador, hicimos otro descubrimiento bastante significativo: el monograma del Nombre de Cristo que el etíope llevaba sobre el pecho y el estómago, respondía a una variedad conocida como Monograma de Constantino y, en lo que a su uso en el arte cristiano se refería, había dejado de utilizarse a partir del siglo VI de nuestra era.

En los orígenes del cristianismo, y por sorprendente que pueda parecer, la Cruz no fue objeto de ninguna clase de adoración. Los primeros cristianos ignoraron completamente el instrumento del Martirio, prefiriendo otros elementos ornamentales más alegres si de representar signos e imágenes se trataba. Además, durante las persecuciones romanas -escasas, por otra parte, ya que se redujeron, poco más o menos, a la conocida actuación de Nerón tras el incendio de Roma en el año 64 y, según Eusebio [1], a los dos años de la mal llamada Gran Persecución de Diocleciano (del 303 al 305)-, durante las persecuciones romanas, como digo, la exhibición y adoración pública de la Cruz hubiera resultado, indudablemente, muy peligrosa, de modo que en las paredes de las catacumbas y de las casas, en las lápidas de los sepulcros, en los objetos personales y en los altares, aparecieron símbolos tales omo el cordero, el pez, el ancla o la paloma. La representación más importante, sin embargo, era el Crismón, el monograma formado por las primeras letras griegas del nombre de Cristo, XP -ji y rho-, que se usó profusamente para decorar los lugares sagrados.

Existían múltiples variaciones de la imagen del Crismón, en función de la interpretación religiosa que se le quisiera dar: por ejemplo, sobre las tumbas de los mártires se representaban Crismones con una rama de palma en lugar de la letra P, simbolizando la victoria de Cristo, y los monogramas con un triángulo en el centro expresaban el Misterio de la Trinidad.

En el año 312 de nuestra era, el emperador Constantino el Grande -adorador del dios Sol-, en la noche previa a la batalla decisiva contra Majencio, su principal rival por el trono del Imperio, soñó que Cristo se le aparecía y le decía que grabara esas dos letras, XP, en la parte superior de los estandartes de sus regimientos. Al día siguiente, antes de la contienda, dice la leyenda que vio aparecer dicho sello, con el añadido de una barra transversal formando la imagen de una Cruz, sobre la esfera cegadora del sol y, debajo, las palabras griegas EN-TOUTOI-NIKA, más conocidas en su traducción latina de

In hoc signo vinces, «Con este signo venceras». Como Constantino, incuestionablemente, derrotó a Majencio en la batalla del Puente Milvio, su estandarte con el Crismón, llamado más tarde Labarum, se convirtió en la bandera del Imperio. Este símbolo, pues, adquirió una importancia extraordinaria en lo que fueron los restos del Imperio Romano y, cuando la parte occidental del territorio -Europa-, cayó en poder de los bárbaros, continuó usándose en la parte oriental -Bizancio-, al menos hasta el siglo VI, momento en el que, como ya he dicho, desapareció por completo del arte cristiano.

Pues bien, el Crismón que nuestro etíope exhibía en el torso era precisamente ese que el emperador vio en el cielo antes de la batalla; ese con el travesaño horizontal y no alguna de sus variaciones, y no dejaba de ser un dato curioso -y, más que curioso, extraño-, porque había dejado de utilizarse hacía catorce siglos, como bien atestiguaba el Padre de la Iglesia san Juan Crisóstomo, quien, en sus escritos, afirmaba que, por fin, a finales del siglo V, dicho símbolo había sido sustituido por la auténtica Cruz, expuesta ahora públicamente con orgullo y prodigalidad. Es cierto que a lo largo de los períodos románico y gótico los crismones habían reaparecido como motivos ornamentales, pero con otras formas diferentes a la sencilla y concreta del Monograma de Constantino.

Bien, otro misterio aparentemente resuelto que, sin embargo, como la palabra STAUROS repartida en letras por el cuerpo, nos sumía de nuevo en la perplejidad más absoluta. Cada día que pasaba, el deseo de desenredar todo aquel embrollo, de comprender lo que aquel extraño cadáver estaba intentando indicarnos, se volvía más y más acuciante. Sin embargo, el encargo se ceñía a la explicación de los signos, independientemente de lo que todos ellos juntos quisieran decir, así que no quedaba más remedio que seguir adelante, sin salirse del camino señalado, y aclarar por fin el significado de las siete cruces.

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[1] Eusebio (260-34 1), obispo de Cesárea, Hist. Eccl.; De Mart. Palcestinae

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