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Esa noche tuve unas horribles pesadillas en las que un hombre maltrecho y descabezado, que era la reencarnación del demonio, se me aparecía en todas las esquinas de una larga calle por la que yo avanzaba a trompicones, como borracha, tentándome con el poder y la gloria de todos los reinos del mundo.

A las ocho en punto de la mañana, el timbre de la puerta de la calle empezó a sonar con insistencia. Margherita, que fue quien contestó, entró poco después en la cocina con cara de circunstancias:

– Ottavia, un tal Kaspar Glauser te espera abajo.

Me quedé petrificada.

– ¿El capitán Glauser-Róist? -mascullé, con la boca llena de bizcocho.

– Si es capitán, no lo ha dicho -puntualizó Margherita-, pero el nombre coincide.

Engullí el bizcocho, sin masticar, y me bebí de un trago el café con leche.

– Cosas de trabajo… -me disculpé, abandonando precipitadamente la cocina bajo la mirada sorprendida de mis hermanas.

El piso de la Piazza delle Vaschette era tan pequeño, que en un suspiro me dio tiempo a ordenar mi habitación y a pasar por la capilla para despedirme del Santísimo. Al vuelo, descolgué de la percha de la entrada el abrigo y el bolso, y salí, cerrando la puerta tras de mí sumida en la confusión. ¿Qué hacía el capitán Glauser-Róist esperándome abajo? ¿Habría pasado algo?

Escondido detrás de unas impenetrables gafas negras, el robusto soldadito de juguete se apoyaba, inexpresivo, contra la portezuela de un ostentoso Alfa Romeo de color azul oscuro. Es costumbre romana estacionar el coche en la misma puerta del sitio al que se va, tanto si molesta al tráfico como si no. Cualquier buen romano explicará cachazudamente que, de ese modo, se pierde menos tiempo. El capitán Glauser-Róist, a pesar de su nacionalidad suiza -obligatoria para todos los miembros del pequeño ejército vaticano-, debía llevar muchos años viviendo en la ciudad, porque había adoptado sus peores costumbres con absoluta placidez. Ajeno a la expectación que estaba despertando entre los vecinos del Borgo, el capitán no movió ni un músculo de la cara cuando, por fin, abrí la puerta del zaguán y salí a la calle. Me alegró mucho comprobar que, bajo los inmoderados rayos del sol, la aparente lozanía del enorme militar suizo quedaba un poco malograda, distinguiéndose en su cara -engañosamente juvenil- los signos del paso del tiempo y unas pequeñas arrugas junto a los ojos.

– Buenos días -dije, abrochándome el abrigo-. ¿Ocurre algo, capitán?

– Buenos días, doctora -pronunció en un correctísimo italiano que, sin embargo, no ocultaba una cierta entonación germana en la pronunciación de las erres-. La he estado esperando en la puerta del Archivo desde las seis de la mañana.

– ¿Y por qué tan pronto, capitán?

– Creía que era su hora de empezar a trabajar.

– Mi hora de empezar a trabajar es a las ocho -mascullé con un tono desagradable.

El capitán echó una mirada indiferente a su reloj de pulsera.

– Ya son las ocho y diez -anunció, frío como una piedra e igual de simpático.

– ¿Sí…? Bueno, pues vamos.

¡Qué hombre tan irritante! ¿Acaso no sabía que los jefes siempre llegamos tarde? Forma parte de los privilegios del cargo.

El Alfa Romeo atravesó las callejuelas del Borgo a toda velocidad, porque el capitán también había adoptado la forma suicida de conducción romana y, antes de poder decir amén, estábamos cruzando la Porta Santa Anna y dejando atrás los barracones de la Guardia Suiza. Si no grité, ni quise abrir la portezuela y tirarme durante el trayecto, fue gracias a mi origen siciliano y a que, de joven, me saqué el carnet de conducir en Palermo, donde las señales de tráfico sirven de adorno y todo se basa en la relación de fuerzas, el uso del claxon y el vulgar sentido común. El capitán detuvo bruscamente el vehículo en un aparcamiento que ostentaba una placa con su nombre y apagó el motor con expresión satisfecha. Aquel fue el primer rasgo humano que pude observar en él y me llamó mucho la atención; sin duda, conducir le encantaba. Mientras caminábamos hacia el Archivo por parajes del Vaticano desconocidos hasta ese momento para mí -atravesamos un moderno gimnasio, lleno de aparatos, y un polígono de tiro que yo ni sabía que existía-, todos los guardias con los que nos íbamos cruzando se cuadraban ante nosotros y saludaban marcialmente a Glauser-Róist.

Uno de los asuntos que más había acuciado mi curiosidad a través de los años era el origen de los llamativos uniformes multicolores de la Guardia Suiza. Por desgracia, en los documentos catalogados del Archivo Secreto no existía ninguna prueba que confirmara o desmintiera que el diseño había sido realizado por Miguel Ángel, como se rumoreaba por ahí, pero yo confiaba que dicha prueba apareciera el día menos pensado entre la ingente cantidad de documentación todavía por estudiar. En cualquier caso, Glauser-Róist, al contrario que sus compañeros, parecía no utilizar nunca el uniforme, pues en las dos ocasiones en que le había visto vestía de paisano y, por cierto, con una ropa indudablemente muy cara, demasiado para el magro sueldo de un pobre guardia suizo.

Cruzamos en silencio el vestíbulo del Archivo Secreto, pasando por delante del despacho cerrado del Reverendo Padre Ramondino y entramos simultáneamente en el ascensor. Glauser-Róist introdujo su flamante llave en el panel.

– ¿Lleva usted las fotografías encima, capitán? -pregunté con curiosidad mientras descendíamos hacia el Hipogeo.

– Así es, doctora -cada vez le encontraba un parecido mayor con una afilada roca de acantilado. ¿De dónde habrían sacado a un tipo así?

– Entonces supongo que empezaremos a trabajar ahora mismo, ¿no es cierto?

– Ahora mismo.

Mis adjuntos se quedaron boquiabiertos cuando vieron pasar a Glauser-Róist por el corredor en dirección al laboratorio. La mesa de Guido Buzzonetti estaba dolorosamente vacía aquella mañana.

– Buenos días -exclamé en voz alta.

– Buenos días, doctora -murmuró alguien por no dejarme sin respuesta.

Pero si el silencio más cerrado nos acompañó hasta la puerta de mi despacho, el grito que yo dejé escapar al abrirla se escuchó hasta en el Foro Romano.

– ¡Jesús! ¿Qué ha pasado aquí?

Mi viejo escritorio había sido desplazado sin misericordia hasta uno de los rincones y, en su lugar, una mesa metálica con un gigantesco ordenador ocupaba el centro del cuarto. Otros armatostes informáticos habían sido colocados sobre pequeñas mesillas de metacrilato sacadas de algún despacho en desuso y decenas de cables y enchufes recorrían el suelo y colgaban de las baldas de mis viejas librerías.

Me tapé la boca con las manos, horrorizada, y entré pisando con tanta precaución como si estuviera caminando entre nidos de serpientes.

– Vamos a necesitar este equipo para trabajar -anunció la Roca a mi espalda.

– ¡Espero que sea cierto, capitán! ¿Quién le ha dado permiso para entrar en mi laboratorio y organizar este lío?

– El Prefecto Ramondino.

– ¡Pues podían haberme consultado!

– Montamos el equipo anoche, cuando usted ya se había ido -en su voz no había ni una pequeña nota de aflicción o sentimiento; se limitaba a informarme y punto, como si todo cuanto él hiciera estuviera por encima de cualquier discusión.

– ¡Espléndido! ¡Realmente espléndido! -silabeé cargada de rencor.

– ¿Desea usted empezar a trabajar o no?

Me giré como si me hubiera abofeteado y le miré con todo el desprecio del que fui capaz.

– Terminemos cuanto antes con todo esto.

– Como usted quiera -murmuró arrastrando mucho las erres. Se desabrochó la chaqueta y, de algún lugar incomprensible, sacó el abultado dossier de tapas negras que Monseñor Tournier me había mostrado el día anterior-. Es todo suyo -dijo, ofreciéndomelo.

– ¿Y usted qué va a hacer mientras yo trabajo?

– Usaré el ordenador.

– ¿Con qué objeto? -pregunté, extrañada. Mi analfabetismo informático era una asignatura pendiente que sabía que algún día tendría que afrontar, pero, por el momento, como buena erudita, me encontraba muy a gusto despreciando esos diabólicos chismes.

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