Su mano acariciaba mi escarificación (innecesaria y agradablemente, debo añadir), mientras yo…
– ¡Pues claro! -exclamó de pronto-. ¡La pluma de avestruz! ¡Eso es lo que lleva usted en las dorsales, Kaspar! Nosotros, en Alejandría, hemos sido marcados con una cruz ansata que es, en origen, un jeroglífico egipcio. Usted ha sido marcado con otro, la pluma de avestruz, la pluma de Maat, cuyo significado es la justicia.
– ¿Maat…? ¿La justicia? -vaciló la Roca.
– Maat es la regla eterna que rige el universo -explicó Farag, exaltado-. Es la precisión, la verdad, el orden y la rectitud. La principal obligación de los faraones egipcios era hacer que Maat se cumpliera para que no reinara el desorden y la iniquidad. Su símbolo jeroglífico era la pluma de avestruz. Esa pluma se ponía en uno de los platillos de la balanza de Osiris durante el juicio del alma. En el otro, se ponía el corazón del muerto, que debía ser tan ligero como la pluma de Maat para poder tener derecho a la inmortalidad.
– ¿Y me han tatuado todo eso en la espalda? -articuló, estupefacto, la Roca.
– No, Kaspar. Sólo el jeroglífico de la pluma de Maat -le tranquilizó Farag, quien sin embargo, frunció el ceño para añadir-: El capitán Maríam asegura que por eso es usted dos veces santo. O sea, más santo que nosotros, que no la llevamos.
– Todo esto es muy raro -dije, preocupada. Farag, sin embargo, se rió.
– ¿Más raro que todo lo que nos ha pasado hasta ahora? ¡Vamos, Basileia!
Pero la pluma de Maat no estaba tampoco en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus y yo sabía que el capitán -militar de carrera, policía y mano negra del Vaticano-, era el único de nosotros que, efectivamente, entrañaba un peligro real para los staurofílakes. ¿No era inquietante que, precisamente él, hubiera sido marcado con un jeroglífico que simbolizaba la justicia?
No conseguí librarme de esta sospecha ni siquiera mientras preparábamos el último circulo del Purgatorio con ayuda de la Divina Comedia y el barco, el Neway, se acercaba lentamente hasta el embarcadero de Antioch, un sencillo muelle de palos en la orilla derecha del Atbara.
Como nosotros tres, Dante, Virgilio y el poeta napolitano Estacio, que se les había unido en el ascenso hacia el Paraíso Terrenal, se aproximaban a su último destino. Caía la noche y debían darse prisa para llegar al séptimo circulo, el de los lujuriosos, antes de que oscureciera:
Ya habíamos llegado al último tormento
y nos dirigíamos hacia la derecha,
cuando nos llamó la atención otro cuidado.
Aquí disparaba el muro llamaradas,
y por la cornisa soplaba un viento de lo alto
que las rechazaba y alejaba de él;
y por eso convenía andar
por el lado de afuera y de uno en uno;
y yo temía el fuego o la caída.
Virgilio suplica reiteradamente a su pupilo que vigile mucho donde pone los pies al caminar porque el menor error podría resultar fatal. Dante, sin embargo, haciendo caso omiso de la recomendación, al oir unas voces que cantan un himno suplicando pureza, se vuelve y descubre un numeroso grupo de almas que avanza entre las llamas. Una de ellas, cómo no, le dirige la palabra y le pregunta como es que la luz del sol no le atraviesa:
No sólo a mí aprovechará tu respuesta;
pues mayor sed tienen estos de ella
que de agua fresca la India o la Etiopía.
– ¡Esto es demasiado! -exclamó Farag, al oir el último verso.
– La verdad es que sí -convine.
– ¿Cómo no lo vimos antes? ¿Cómo no lo sospechamos cuando leimos el Purgatorio completo en Roma?
– Cuando usted lo leyó, profesor, ¿hubiera podido imaginar ni por un momento en qué consistían las siete pruebas? -quiso saber la Roca -. Es absurdo hacerse ahora esa pregunta. ¿Y si hubiera sido la India en lugar de Etiopía? Dante contaba lo que podía, se arriesgaba porque sabía que tenía una buena historia y era ambicioso, pero no era un loco y no quería correr riesgos inútiles.
– De todas manera le mataron -repuse con sorna.
– Sí, pero él no deseaba llegar hasta ahí, por eso disimulaba los datos.
Al fondo, donde convergían las dos orillas del Atbara, empezaba a divisarse la aldea de Antioch y su embarcadero. Un tibio rayo de sol crepuscular me calentaba el hombro derecho y me dio un doloroso vuelco el estómago cuando vi las densas columnas de humo que, desde la aldea, se elevaban hasta el cielo. Hubiera deseado que el Neway diera la vuelta, pero ya era demasiado tarde.
Mientras el alma de aquel lujurioso (que luego resultaba ser el poeta Guido Guinizzelli, miembro, como el mismo Dante, de la sociedad secreta de los Fidei d’Amore), pregunta a nuestro héroe por qué interrumpe la luz del sol, otro grupo de espíritus se aproxima en dirección contraria caminando por el sendero ardiente. Escuchando lo que dicen ambos grupos, que se besan y se hacen muchas fiestas al encontrarse, Dante deduce que unos son los lujuriosos heterosexuales y otros los lujuriosos homosexuales. Contra su costumbre, les consuela muchísimo -quizá por sentirse benevolente hacia este pecado o porque resulta que la mayoría de los que allí se encuentran son literatos como él-, recordándoles que les falta muy poco para alcanzar la paz y el perdón de Dios, porque el cielo está lleno de amor.
Nada más empezar el Canto XXVII, con el día prácticamente acabado, los tres viajeros llegan a un punto en el que todo el sendero está ardiendo en llamas. Se les aparece, entonces, un ángel de Dios, muy alegre, que les anima a atravesarlas y Dante, horrorizado, se tapa la cara con los brazos y se siente «como aquel al que meten en la fosa». Virgilio, sin embargo, viéndole tan asustado, le tranquiliza:
Hacia mí se volvieron mis buenos
escoltas y me dijo Virgilio: «Hijo,
puede aquí haber tormento, mas no muerte.
Cree ciertamente que si en lo profundo
de esta llama aun mil años estuvieras,
no te podría ni quitar un pelo.»
– Eso también servirá para nosotros, ¿verdad? -interrumpí, esperanzada.
– No adelantes acontecimientos, Basileia.
La Roca, sin inmutarse, siguió leyendo cómo Dante, despavorido, permanecía reacio frente a las llamas sin atreverse a dar un paso.
Delante de mí Virgilio entró en el fuego,
pidiendo a Estacio que tras de mí viniese,
que en el camino había ido siempre en medio.
Al estar dentro, en el vidrio hirviendo
me hubiera echado para refrescarme,
pues tan desmesurado era el ardor.
Y por reconfortarme el dulce padre,
me hablaba de Beatriz mientras andaba:
«Ya me parece ver sus ojos.»
Siguiendo el sonido de una voz que canta desde fuera «Bienaventurados los limpios de corazón», y que es la del último ángel guardián -el cual, apareciéndose en forma de luz cegadora entre las llamas, borra la última «P» de la frente de Dante-, consiguen salir del fuego y se encuentran justo frente a la subida al Paraíso Terrenal. Así que, contentos y felices, inician el ascenso. Sin embargo, mientras suben, cae definitivamente la noche y tienen que tenderse en los escalones porque, como les advirtieron al principio, la montaña del Purgatorio no permite el ascenso nocturno. Tumbado allí, en aquella grada, Dante ve un cielo lleno de estrellas, «mayores y más claras de lo acostumbrado» y, contemplándolas, se queda profundamente dormido.