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El Neway había virado en dirección al muelle de Antioch, donde la gente del pueblo, unas cien personas vestidas de blanco de los pies a la cabeza -túnicas, velos, pañuelos y taparrabos-, lanzaban gritos de bienvenida y daban saltos o agitaban los brazos en el aire. Parecía que el regreso de Mulugeta Maríam y sus marineros era motivo de una gran alegría. La aldea estaba formada por treinta o cuarenta casas de adobe apiñadas alrededor del embarcadero, con los muros pintados de vivos colores y techumbres de caña. Es cierto que todas lucían tubos negros que, a modo de chimenea, atravesaban los carrizos, pero las grandes humaredas que yo había visto cuando aún estábamos a bastante distancia nacían en algún lugar situado detrás de la propia aldea, entre esta y el bosque, y ahora parecían realmente enormes, semejantes a brazos de titanes que pugnaran por tocar el cielo.

Estábamos a punto de atracar, pero Glauser-Róist no parecía dispuesto a dejar el libro.

– Capitán, ya hemos llegado -le avisé, aprovechando una de sus cortas inhalaciones de aire.

– ¿Sabe usted a qué va a tener que enfrentarse exactamente en este pueblo, doctora? -me preguntó desafiante.

Los gritos de los niños, las mujeres y los hombres de Antioch se oían justo al otro lado del casco de la nave.

– No, no exactamente.

– Muy bien, pues sigamos leyendo. No deberíamos salir de este barco sin tener todos los datos.

Pero ya no había más datos. Habíamos terminado de verdad. A modo de conclusión, Dante Alighieri cuenta, no sin cierta melancólica belleza en sus palabras, cómo se despierta al amanecer del día siguiente y ve a Virgilio y a Estacio ya levantados, esperándole para terminar de subir las escaleras que le conducirán al Paraíso Terrenal. Su maestro le dice:

El dulce fruto que por tantas ramas

buscando va el afán de los mortales,

hoy logrará saciar toda tu hambre.

Dante se precipita hacia arriba, impaciente, y, cuando, por fin, llega al último peldaño y contempla el sol, los arbustos y las flores del Paraíso Terrenal, su querido maestro se despide de él para siempre:

El fuego temporal, el fuego eterno

has visto, hijo; y has llegado a un sitio

en el que yo, por mí mismo, ya no veo.

Te he conducido con ingenio y arte;

tu voluntad es ahora tu guía: fuera estás

de los caminos escarpados y estrechos.

No esperes ya mis palabras, ni consejos;

libre, sano y recto es tu albedrío,

y sería una falta no obrar como él te dicte.

Así pues, ensalzándote, yo te corono y te mitro.

– Se acabó -anunció la Roca, cerrando el libro. Parecía un poco menos Roca de lo normal, como si acabara de despedirse para siempre de un viejo amigo. Durante los últimos meses, Dante, el mejor poeta italiano de todos los tiempos, había formado parte esencial de nuestras vidas y aquel verso último y huidizo nos dejaba, bruscamente, un poco más solos.

– Creo que aquí muere la vía de este tren… -musitó Farag-. Tengo la sensación de que Dante nos abandona y me siento como huérfano.

– Bueno, él llegó al Paraíso Terrenal. Logró su objetivo, alcanzó la gloria y la corona de laurel. Nosotros -dije olfateando el intenso olor a humo- todavía tenemos que pasar la última prueba.

– Tiene razón, doctora. ¡Vámonos! -ordenó Glauser-Róist, poniéndose en pie de un salto. Pero le vi acariciar a escondidas la cubierta de su manoseado ejemplar de la Divina Comedia antes de dejarlo caer en el interior de la mochila.

La aldea de Antioch nos recibió con una gran algarabía. Nada más vernos aparecer en cubierta, los gritos de alegría, las palmas y los vítores se volvieron ensordecedores.

– ¿No será un pueblo de caníbales que ve llegar su cena?

– ¡Farag, no me pongas nerviosa!

El capitán Mulugeta Maríam, como anfitrión de la fiesta y responsable de la buena travesía, franqueaba, igual que una estrella de Hollywood, el estrecho pasillo abierto por la multitud entre aclamaciones, besos, empujones y abrazos. Detrás, caminaba el capitán Glauser-Róist, a quien los niños anuak miraban desde abajo con sonrisas temerosas y ojos de admiración. Era tan rubio y tan alto que difícilmente habrían tenido ocasión de ver en sus cortas vidas un ejemplar masculino tan impresionante. Las mujeres se fijaban más en mí, muertas de curiosidad. No debíamos ser muchas las santas que llegabamos por el Atbara dispuestas a pasar la última prueba del Purgatorio y eso les confería un cierto orgullo de género que también se reflejaba en sus miradas. Los ojos azul oscuro de Farag no dejaron de causar estragos. Una jovencita de no más de catorce o quince años, empujada por sus amigas de la misma edad que la rodeaban muertas de risa, se acercó hasta él y le tironeó de la barba. Casanova soltó una carcajada, absolutamente encantado.

– ¿Ves lo que te pasa por no afeitarte? -le dije en voz baja.

– ¡Creo que no volveré a afeitarme nunca!

Con el codo derecho le propiné un ligero golpe en las costillas que no hizo otra cosa que aumentar su regocijo… ¡Qué castigo!

El jefe de la aldea, Berehanu Bekela, un hombre de enormes orejas colgantes y dientes gigantescos, nos dio la bienvenida con todos los honores. Formaba parte de ellos colocarnos ceremoniosamente varios pañuelos blancos alrededor del cuello hasta formar una gruesa y cálida estola, muy apropiada para aquella temperatura. Después, siguiendo la recta que dibujaba el muelle, nos llevaron hasta el centro mismo de la explanada de tierra en torno a la cual se agrupaban las casas, profusamente iluminadas por antorchas atadas a largos palos clavados en el suelo. Una vez allí, Berehanu gritó algunas palabras incomprensibles y la gente estalló en aclamaciones desenfrenadas que sólo terminaron cuando el jefe levantó las manos en el aire.

En pocos segundos, la explanada pasó a estar llena de taburetes, alfombrillas y cojines y todos ocuparon sus lugares dispuestos a atacar las montañas de comida que salían en bandejas de madera de las casas cercanas. Dejaron de prestarnos atención para concentrarse en aquellos montoncitos de carne que se servían sobre grandes hojas verdes, a modo de platos vegetales.

Berehanu Bekela y su familia tuvieron la deferencia de servirnos con sus propias manos lo que fuera que teníamos que comer -a mí aquello sólo me parecía un revoltijo de carne cruda-, y nos miraban espectantes para ver qué hacíamos.

– ¡Injera, injera! -decía una preciosa niña de unos tres años de edad que se había sentado a mi lado.

Mulugeta habló con Farag y éste nos miró al capitán y a mi con gesto serio.

– Debemos comernos esto aunque nos muramos de asco. Si no lo hacemos, insultaríamos gravemente al jefe y a todo el pueblo.

– ¡Mira, no digas sandeces! -estallé-. ¡No pienso comer carne cruda!

– No discutas, Basileia, y come.

– ¿Pero cómo voy a comer estos pedazos de no sé qué? -proferí con aprensión, cogiendo entre los dedos algo que parecía un tubo de plástico de color negro.

– ¡Coma! -masculló entre dientes Glauser-Róist, metiéndose un puñado de aquello en la boca.

La fiesta subía de tono conforme la cerveza embotellada corría como el Atbara entre la gente del pueblo. La niñita seguía mirándome fijamente y fueron sus grandes ojos negros los que me animaron a separar los labios temblorosos y a llevar hasta ellos, muy despacio, una pizca de carne cruda. Aguantándome las arcadas, mastiqué como pude y tragué casi entero un pedazo de riñón de antílope. Después engullí un trozo de estómago, que me pareció elástico y de sabor más suave que el riñón. Para terminar, engullí de una pieza una tajada pequeña de hígado aún caliente que me manchó de sangre la barbilla y las comisuras de los labios. A los etíopes, por lo visto, les encantaban aquellas delicias; para mí fue la peor experiencia de mi vida, uno de esos momentos que jamás consigues olvidar por muchos años que pasen. Me bebí de un trago una de aquellas botellas de cerveza y hubiera agotado la siguiente si Farag no me lo hubiera impedido sujetándome la muñeca. La fiesta continuó todavía mucho más tiempo. Cuando acabó la comida, un grupo de jovencitas, entre las que se encontraba aquella que había tirado de la barba a Farag, entró en el circulo y comenzó una danza muy curiosa en la que no paraban de mover los hombros. ¡Era increíble! Jamás hubiera imaginado que podían moverse así, a esa rabiosa velocidad y de aquella prodigiosa manera, como si estuvieran descoyuntados. La música era un simple ritmo marcado por un tambor, al que luego se le añadió otro, y después otro y otro más hasta que la cadencia se volvió hipnótica, y entre eso y la cerveza, yo ya no tenía la cabeza en su sitio. La niña, que, al parecer, había decidido adoptarme, se levantó del suelo y se sentó entre mis piernas cruzadas como si yo fuera un cómodo asiento y ella una pequeña reina. Me hacía gracia verla sujetarse y arreglarse cuidadosamente el velo que le cubría la cabeza, tan largo que le llegaba hasta la cintura, de modo que, al final, era yo quien, una y otra vez, se lo volvía a colocar en el sitio porque no había manera de que aquel lino blanco se quedara quieto sobre su pelo negro y rizado. Al final, cuando las bailarinas desaparecieron, apoyó la espalda en mi estómago y se acomodó como si, de verdad, me hubiera convertido en un trono. Y entonces, el recuerdo de mi sobrina Isabella se me clavó como un dardo en el corazón. ¡Cuánto hubiera deseado tenerla conmigo como tenía a aquella niña! En mitad de una aldea perdida de Etiopía, bajo la luz de la luna creciente y de las antorchas, mi mente voló hasta Palermo y supe que volvería a casa, que tendría que volver antes o después para tratar de cambiar las cosas, y, aunque no lo iba a conseguir, mi conciencia me pedía que les diera una última oportunidad antes de marcharme para siempre. Este arraigado sentido de pertenencia al clan que mi madre me había inculcado, tan tribal como el de los anuak, me impedía soltar amarras por las bravas a pesar de saber, como sabía, qué tipo de lamentable familia me había tocado en suerte.

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