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– Bueno… Eso pensábamos -repuse yo, tan perpleja como él-. Pero no se trata de la antigua Antioquía, en Turquía, sino de una aldea etíope llamada Antioch.

– Por si no lo saben -suspiró Farag, más resignado que nosotros a este giro inesperado de los acontecimientos-, Antioquía y Antioch es lo mismo. Son las dos formas correctas del nombre. Y hay varias ciudades llamadas Antioquía o Antioch en el mundo. Lo que yo no sabía era que una de ellas se encontraba en Abisinia.

– Ya me parecía raro -comenté, pasándome la mano por el pelo áspero-, que nos hicieran viajar desde Turquía a Egipto y, luego, volver otra vez a Turquía. Era un tirabuzón muy extraño para un peregrino medieval que debía hacer el camino a pie o a caballo.

– Pues ya tienes la explicación, Basileia -declaró Farag, estrechando la mano del capitán Mulugeta, que se despedía de nosotros para seguir encargándose de la navegación-. Y ahora, ¿qué tal si salimos de aquí, respiramos aire puro y nos refrescamos en el río?

– Me parece una idea excelente -convine, poniéndome en pie-. ¡Huelo fatal!

– A ver… -quiso comprobar Farag, acercándose a mí.

– ¡Vade retro, Satanás! -grité, escapándome por la cortinilla de lino hacia el exterior.

La Roca murmuró algo relativo al círculo de la lujuria que, en mi precipitación, no llegué a entender. Maríam nos aseguró que no correríamos peligro si nos zambullíamos en las aguas azules del Atbara, así que nos lanzamos desde la cubierta y yo sentí renacer todos mis músculos y también mi pobre y aturdido cerebro. El agua estaba fresca y parecía limpia, pero la Roca nos recomendó que no bebiéramos ni un sorbo, porque la malaria, el cólera y el tifus eran enfermedades endémicas en la mayoría de los paises africanos. Nadie lo hubiera dicho contemplando aquel curso suave y transparente, pero, por si acaso, le obedecimos al pie de la letra. El aire era tan puro que parecía que nos saneaba por dentro y el cielo tenía un color azul tan increiblemente perfecto que, mirándolo, entraban ganas de volar. Las dos riberas, separadas por una buena distancia, aparecían cubiertas hasta la misma orilla por una verde espesura de la que sobresalían muchos árboles altos y frondosos llenos de pájaros que volaban en bandadas de una copa a otra. Por todo sonido, sólo se oían sus graznidos y sus trinos, y, sobrando, el eco de nuestros chapoteos y voces en el río. Era todo tan hermoso que hubiera jurado que podía oir, en el viento, un grandioso coro de voces cantando al ritmo del aire y de la corriente del río, combinando notas musicales según la armonía del cielo y del agua.

Aunque no me quité la dalmática blanca para echarme al agua, la prenda flotaba a mi alrededor y tanto me hubiera dado no llevarla. De todos modos, como Farag y la Roca sí que se habían quitado las suyas, preferí dejármela puesta aunque no cumpliera su cometido. Si los hombres del barco, que en aquel momento arriaban y sujetaban al doble mástil el velamen triangular de la nave, me veían desde su altura como Dios me trajo al mundo, me daba igual, pues no debía ser la primera vez y, además, tampoco parecían muy interesados. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!», me dije condescendiente, nadando como una sirena de un lado a otro. Yo, una monja que me había pasado toda la vida encerrada, estudiando o trabajando bajo tierra en los sótanos del Archivo Secreto Vaticano, entre pergaminos, papiros y códices antiguos, ahora flotaba, braceaba y me sumergía en las aguas de un río de vida en medio de una naturaleza salvaje, y, lo mejor de todo: a pocos metros de mí, podía ver la cabeza del hombre al que amaba con toda mi alma y que me devoraba con los ojos sin osar acercarse. «¡Cómo has cambiado, Ottavia!»

Para que mi felicidad hubiera sido completa, sólo me hubiese hecho falta un poco de gel y de champú; tuve que conformarme, sin embargo, con una pastilla de jabón de glicerina que la Roca había sacado de su impagable mochila de salvamento y que tanto los staurofílakes como los anuak habían respetado. Cuando, después del chapuzón, subimos a bordo, nuestras ropas nos esperaban limpias y plegadas -aunque no planchadas- en el interior del infecto camarote. Me sentí como una reina cuando, ya vestida y limpia, los hombres pusieron en mis manos un plato con un sabroso y enorme pescado que acababa de salir del río y de pasar por el fuego.

Aquella tarde nos sentamos en cubierta con el capitán Mulugeta Maríam, quien nos informó de que llegaríamos a Antioch esa misma noche. No era hombre de muchas palabras, pero las pocas que decía tenían la virtud de ponerme nerviosa:

– Nos pide que recemos mucho antes de empezar la prueba -tradujo Farag-, porque su pueblo sufre cada vez que un santo o una santa tienen que ser incinerados.

– ¿Qué santo? -preguntó la Roca, que no lo había pillado.

– Nosotros, Kaspar, nosotros somos los santos. Los aspirantes a staurofílakes.

– Mire a ver si puede sonsacarle información sobre esos ladrones de reliquias.

– Ya lo he intentado -objetó Farag-, pero este hombre piensa que está cumpliendo una misión sagrada y antes se dejaría matar que traicionar a los staurofílakes.

– Starofilas -pronunció con reverencia el capitán Maríam. Luego nos miró y le preguntó algo a Farag, que soltó una carcajada.

– Quiere saber cosas sobre usted, Kaspar.

– ¿Sobre mí? -se extrañó la Roca.

Mulugeta continuó hablando. No hubiera podido precisar su edad ni siquiera por esa mancha canosa que tenía en la barba. Su rostro parecía joven y su piel negra brillaba, tersa como el metal, bajo la luz del sol, pero había un no sé qué de anciano en su mirada que se acusaba con esa delgadez extrema de su cuerpo.

– Dice que usted es dos veces santo.

No pude evitar que se me escapara una carcajada.

– ¡Está loco! -gruñó la Roca con un bufido.

– Y quiere saber qué hacía usted antes de ser santo.

Farag y yo intentábamos, sin éxito, contener las agonías de la risa.

– ¡Dígale que soy soldado y que de santo no tengo ni un pelo! -tronó.

Mulugeta protestó airadamente cuando Farag, haciendo un esfuerzo, le tradujo las palabras de Glauser-Róist. Al oir lo que decía, Farag se quedó inmóvil de golpe.

– Quítese la camisa, Kaspar.

– ¿Pero es que también usted se ha vuelto loco, profesor? -bramó indignado. Yo estaba sorprendida por el cambio de actitud de Farag-. ¡Quítesela usted, hombre!

– ¡Por favor, Kaspar! ¡Hágame caso!

La Roca, tan sorprendido como yo, empezó a desabrocharse los botones. Farag se inclinó hacia él de una manera muy extraña y, apoyando su mano izquierda en el hombro del capitán, le dobló hacia el suelo para mirarle la espalda.

– Fíjate en esto, Ottavia. Maríam dice que Glauser-Róist es dos veces santo porque los staurofílakes lo han marcado con… esto -y puso el dedo índice sobre las vértebras dorsales del capitán, que parecía un toro a punto de embestir.

– ¿Qué tonterías está diciendo, profesor?

En el centro exacto de la espalda de la Roca, podía verse con total claridad una escarificación en forma de pluma, en lugar de la cruz habitual.

– ¿Qué te han grabado a ti, Farag? -pregunté incorporándome para levantarle la camisa. Al contrario que la Roca, Farag tenía, bajo los troncos de la cruz ebrancada que nos habían escarificado en Constantinopla, la esperada cruz ansata egipcia sobre las dorsales. Igual que en el cuerpo de Abi-Ruj Iyasus.

– ¡Abi-Ruj Iyasus era etíope! -dejé escapar fascinada por mi súbito descubrimiento.

– Cierto -dijo la Roca, más calmado después de volver a cubrirse-. Y estamos en Etiopía.

– ¿Estará aquí el Paraíso Terrenal? -aduje, pensativa-. ¿Será Etiopía el origen y el final del misterio?

– Ya no falta mucho para que lo averigüemos -comentó Farag, arrugándome la blusa en la nuca-. Tú también tienes una cruz ansata. En realidad, esta cruz es el símbolo anj del lenguaje jeroglífico egipcio, el símbolo que representa la vida.

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