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– No he estado casado nunca -balbuceó-. ¿A qué viene esto?

Continué señalando acusadoramente las fotografías, pero, para mi desesperación e incredulidad, él seguía sin comprender.

– ¡Dios mío, Farag! ¿Es que no lo entiendes? ¡Ha habido demasiadas mujeres en tu vida!

– ¡Ah, bueno! -suspiró-. ¡No sabía que te referías a eso! -Entonces, reaccionó-. ¡Pero, vamos a ver, Ottavia! No esperarías en serio que me hubiera mantenido virgen hasta los treinta y nueve años. -Fue tan amable de añadir uno para igualarse conmigo.

– ¿Por qué no? ¡Yo lo he hecho!

Si esperaba unas excusas o que me rebatiera con aquello de que yo era monja, me quedé con las ganas, porque todo lo que hizo fue tirarse en el sofá, cuan largo era, riéndose a carcajadas como un loco. Cuando vi que no se le pasaba el ataque y que tenía la cara congestionada y totalmente mojada de lágrimas, cogí mi orgullo herido y me fui con él hacia la habitación donde estaba mi equipaje. Pero no pude llegar, porque, a grandes zancadas, el profesor Boswell me alcanzó por el pasillo y me acorraló contra la pared.

– No seas tonta, Basileia -dijo entre hipos, intentando todavía aguantarse la risa-. Sólo te lo diré una vez y espero que te quede claro: haz esa llamada a Italia, despídete de la hermana Sarolli y de la Venturosa Virgen María y borra de tu mente a todas las mujeres que haya podido haber en mi vida. No sentí por ninguna lo que siento por ti. Esta es la primera vez que estoy seguro de lo que siento y lo que siento es que te amo como no he amado a nadie antes. -Se inclinó despacito y me besó-. Mientras hablas con Sarolli, quitaré de en medio todas esas fotografías y las haré desaparecer, ¿vale?

– Vale.

– Entonces, vale -asintió cabeceando, rozando su nariz con la mía-. Tienes cinco segundos. Coge el maldito teléfono de una maldita vez.

– Ya hablas como Glauser-Róist.

– Creo que empiezo a comprenderle.

Continué mi camino hacia la habitación bajo la inquisitiva mirada de Farag. Prefería hablar desde allí, a solas y tranquilamente, antes que tenerle pegado a mí como una sombra, pendiente de mis palabras. Cuando escuchaba ya la señal de comunicación con la casa central de mi Orden en Roma, oí también el timbre de la puerta. El capitán acababa de llegar y Butros subió poco después.

Fue una conversación bastante difícil la que mantuve con la hermana Giulia Sarolli. Utilizó el mismo tono despectivo que cuando me anunció que había sido desterrada a Irlanda, lejos de mi comunidad y de mi familia. Por más que insistía, no conseguía que me explicara cuáles eran los pasos que tenía que dar para dejar la Orden. Se obcecaba en repetirme, una y otra vez, que la parte jurídica del asunto no era importante, que lo único que importaba era el espíritu, la donación que yo había hecho de mi vida.

– Esa donación, hermana Salina -me decía-, es una donación de amor, de un amor que trata de superar los propios egoísmos abriéndose a los demás. Para eso está la vida en comunidad, y el ideal al que todas las hermanas aspiramos es a poder decir como San Pablo «tengo libertad para hacer esto o aquello pero también tengo libertad para no hacer lo que yo quiera sino lo que los demás esperan de mí». ¿Lo comprende?

– Lo comprendo, hermana Sarolli, pero le he dado muchas vueltas y estoy segura de que no podría volver a ser feliz si continuase con la vida religiosa.

– ¡Pero esa vida consiste en seguir a Cristo! -Giulia Sarolli no podía entender que yo renunciara voluntariamente a tan alta meta y hablaba como si cualquier otra opción no fuera digna de tenerse en consideración-. Usted fue llamada por Dios, ¿cómo puede hacer oídos sordos a la voz de Nuestro Señor?

– No se trata de eso, hermana. Comprendo que sea difícil de entender, pero las cosas no son siempre tan sencillas.

– No se habrá enamorado de un hombre, ¿verdad? -preguntó con voz tétrica, después de unos segundos de silencio.

– Me temo que sí.

El silencio persistió algunos segundos más.

– Usted hizo unos votos -recalcó acusadoramente.

– No los he incumplido, hermana. Por eso quiero que usted me explique qué debo hacer exactamente para reintegrarme en la vida seglar.

Pero tampoco esta vez hubo suerte. Sarolli no entendía, o no quería entender, que cuando ciertas cosas llegan a su fin, no hay camino de retorno. Así que siguió intentando convencerme de que debía recapacitar un poco más antes de adoptar una decisión tan grave. Sabía que aquella conversación telefónica sería larga, pero no sospeché que tanto.

– Debe confiar en que Dios la sigue llamando -me repetía.

– Escuche, hermana -le dije, molesta y cansada-. Dios, seguramente, me sigue llamando, pero yo la estoy llamando a usted desde Egipto y usted tampoco me responde, así que estamos en las mismas. Por favor, ¡dígame de una vez qué debo hacer para dejar la Orden!

La subdirectora enmudeció, pero debió darse cuenta de que, puesto que no había nada que hacer, ya era hora de quitarme de en medio:

– El próximo mes de diciembre, cuando hable usted con la Superiora de su comunidad para la revisión anual, dígale que no quiere renovar los votos el siguiente Cuarto Domingo de Pascua y ya está.

– Pero ¿qué dice? -me espanté-. ¿Hasta la revisión anual? Hermana Sarolli, esa solución ya la conocía. Le estoy preguntando qué debo hacer para dejar la Orden ahora.

La oí suspirar a través del cable teléfonico. También escuché la lejana sirena de una ambulancia que debía estar pasando por debajo del despacho de la hermana Sarolli, allá en Roma.

– Necesita usted una dispensa del obispo -gruñó-. Le recuerdo que no hace ni un mes que renovó sus votos.

Una pequeña luz se encendió al final del túnel.

– No, hermana Sarolli, no renové los votos.

– ¿Qué dice? -se sobresaltó.

– El Cuarto Domingo de Pascua fue el 14 de mayo, y ese día tuve que ir a Sicilia, al funeral de mi padre y de mi hermano, que murieron en un accidente… de tráfico.

– ¿Y no los renovó tampoco al domingo siguiente? ¿No llegó a firmar el papel?

– La misión que estoy llevando a cabo para el Vaticano no me lo permitió. Hice, eso sí, una renovación in pectore.

La oí abrir y cerrar cajones y revolver papeles. Luego, tapó el micrófono con la mano y la escuché decir algo a alguien que se encontraba cerca. Yo empezaba a sufrir por lo que le iba a costar a Farag aquella larga llamada internacional. Al cabo de un tiempo, al parecer convencida por fin de la verdad de mis palabras, con voz resignada me dio la noticia:

– Legalmente, hermana, no tiene usted que hacer nada. Otra cosa es su contrición ante Dios. Eso es personal y lo asumirá en soledad. Lo correcto sería, en cualquier caso, que enviara usted una carta a la directora general comunicando su decisión y otra a la superiora de su comunidad, que es la hermana Margherita. Esas cartas quedarán archivadas en su expediente y, desde ese mismo momento, daremos por terminada su pertenencia a esta Orden.

– ¿Así de sencillo? ¿Estoy fuera? ¿Ya está? -no podía creer lo que oía.

– Lo estará en cuanto recibamos esas cartas. Si no quiere nada más, hermana… -su voz vaciló al pronunciar esta última palabra.

– ¿Y mi sueldo? ¿Empezaré a recibirlo íntegro y directamente desde el Vaticano?

– No se preocupe por eso. Lo arreglaremos todo en cuanto recibamos esas cartas. De todos modos, recuerde que su contrato con el Vaticano se fundamenta en su condición de religiosa. Me temo que tendrá que arreglar este asunto con el Prefecto del Archivo Secreto, el Reverendo Padre Guglielmo Ramondino. Y creo que es bastante probable que tenga que buscarse otro empleo.

– Ya lo sabía. Gracias por todo, hermana Sarolli. Enviaré esas cartas lo antes posible.

Colgué el teléfono y me invadió el vértigo. Tenía un precipicio frente a mí y el lado opuesto estaba demasiado lejos para dar un salto y alcanzarlo. Retroceder, sin embargo, no era posible y, desde luego, tampoco lo deseaba. Suspiré y eché una ojeada a la habitación de Farag. Cuando mi madre lo supiera no le daría un ataque al corazón, no; le darían dos o tres por lo menos y no podía ni imaginar la reacción de mis hermanos. Quizá Pierantonio fuera el único capaz de comprenderlo. Yo sólo quería estar con Farag el resto de mi vida pero el espíritu práctico de los Salina me impulsaba a sopesar cualquier eventualidad: a pesar de todos los pesares, volver a Palermo era una opción real. Allí siempre tendría un lugar en el que cobijarme. También tendría que buscar trabajo, aunque eso no me preocupaba porque, con mi historial profesional, mis premios y mis publicaciones, no resultaría muy difícil. Y ese trabajo, naturalmente, también determinaría el lugar donde tendría que vivir. Volví a suspirar. El miedo no entraba en la partida, no estaba permitido. De una manera u otra, saldría adelante y encontraría la forma de cruzar el precipicio.

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