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La puerta de la habitación se abrió despacito y la barba de Farag apareció por el resquicio.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó-. Hemos oído en el otro teléfono que habías colgado.

– No te lo vas a creer -repuse enarcando las cejas-. Soy libre.

Farag abrió la boca de par en par y así la dejó, solidificándose en ese gesto como una estatua de sal. Yo me puse en pie y avancé hacia él.

– Vamos a cenar. Luego te lo contaré con detalle.

– Pero, pero… ¿ya no eres monja? -balbució.

– Técnicamente, no -le expliqué, empujándole hacia el pasillo-. Moralmente, sí. Por lo menos hasta que envíe mi renuncia por escrito. Pero vamos a cenar, por favor, que la comida estará fría y me siento culpable por tu padre y por el capitán.

– ¡Ya no es monja! -gritó cuando entramos en el salón-comedor. Butros sonrió, bajando la cabeza, expresando así una íntima alegría que debía estar muy relacionada con la de su hijo, y la Roca, con los ojos entornados, se quedó mirándome fijamente durante un buen rato.

La cena transcurrió en un ambiente muy agradable. Mi nueva vida no podía haber empezado mejor y comprendí, al margen de toda duda, por qué los staurofílakes habían elegido Alejandría para purgar el pecado de la gula. Hubiera sido difícil encontrar platos más suculentos ni mejor condimentados que aquellos típicamente alejandrinos. Antes del baba ghannoug, el puré de berenjenas hecho con tahine [53] y zumo de limón, y del hummus bi tahine, puré de garbanzos con el mismo aliño, probamos un surtido de ensaladas a cual más sabrosa y elaborada, acompañadas por una buena cantidad de queso y de fuul (unas enormes judías de color marrón). Según nos explicó Butros, los alejandrinos eran herederos directos de las cocinas romana y bizantina, pero habían sabido añadir, además, lo mejor de la comida árabe. No había guiso sin especias, y el aceite de oliva, la miel, el laurel, el yogur, los ajos, el tomillo, la pimienta negra, el sésamo y la canela no faltaban nunca en sus platos.

Tuve ocasión de comprobarlo. Desde el pan, esas sabrosas aish u hogazas preparadas con distintas harinas que acompañaban a los purés, hasta el gambari, unas deliciosas gambas gigantes con salsa de ajo que me dejaron con las frustradas ganas de chuparme los dedos, todo lo que comimos aquella noche estaba francamente delicioso. Hasta Glauser-Róist parecía más que encantado con la cena que nos estaba ofreciendo Farag y ni por un momento se tragó el cuento de que nosotros hubiéramos preparado aquellas maravillas culinarias. Butros siguió contándonos que, para él, los platos más sabrosos eran los de carne, aunque, salvo el delicioso hamam -pichones rellenos de trigo verde y asados a fuego lento-, no había ninguno más sobre la mesa. Sin embargo, nos dijo, los guisos de cordero eran los más apreciados por los propios egipcios y por los extranjeros, y los pescados, siempre frescos y bien condimentados, no se quedaban atrás.

Glauser-Róist se bebió un par de botellas medianas de cerveza de la marca egipcia Stella y el padre de Farag le superó en una más.

– ¿Sabían que la cerveza se inventó en el Antiguo Egipto? -dijo-. No hay nada mejor que tomar un buen vaso de cerveza antes de irse a la cama. Ayuda a conciliar el sueño y es un relajante natural.

A pesar de ello, Farag y yo sólo bebimos agua mineral y karkadé frío, un refresco de color rojo intenso y sabor ácido hecho con la flor del hibisco y que los egipcios en general toman abusivamente durante todo el día junto con el shaj nana, el té negro de fuerte sabor que acompañan con hojas de menta.

Lo peor, sin embargo, fueron los postres. Y digo lo peor porque no había manera de parar. Los alejandrinos, fieles a su tradición bizantina, eran, como los griegos, grandes amantes del dulce, y Farag, alejandrino de pro, había hecho un pedido de pasteles, hojaldres y pastas más adecuado a las necesidades de un ejército hambriento que a las de cuatro personas ya saciadas por una buena comida: om ali [54], konafa [55], baklaoua [56] y ashura [57], un postre típico que los musulmanes consumían especialmente el décimo día del mes de moharram, pero que Farag y su padre degustaban con glotonería a la primera ocasión que se les presentaba. Glauser-Róist y yo intercambiamos discretas miradas de sorpresa ante la inaudita capacidad de la familia Boswell para consumir dulces sin orden, número ni medida.

– No parece que te asuste la diabetes, Farag -bromeé.

– Ni la diabetes, ni el sobrepeso, ni la hipertensión arterial -articuló con dificultad, engullendo un gran pedazo de konafa-. ¡Echaba de menos la buena comida!

– Alejandría ostenta el terrible privilegio… -empezó a recitar tétricamente la Roca, y el padre de Farag, escuchándole, se quedó con los ojos muy abiertos y el bocado a medio masticar-… de ser conocida por practicar perversamente el pecado de la gula.

– ¿Qué ha dicho usted, capitán Glauser-Róist? -preguntó, incrédulo, después de tragar su baklaoua con la ayuda de un rápido sorbo de cerveza.

– Tranquilo, papá -sonrió Farag-. Kaspar no está loco. Sólo ha gastado una broma de las suyas.

Pero no, no era una broma. También a mí, no sé por qué, me habían venido a la cabeza las palabras del mensaje de los Catones sobre aquella ciudad y su culpa.

– Tengo entendido -dijo de pronto la Roca, cambiando de tema-, que en los paises árabes, el acceso a Internet está restringido. ¿En Egipto también?

Butros plegó meticulosamente su servilleta y la dejó sobre la mesa antes de responder (Farag seguía comiendo konafa).

– Ese es un tema muy serio, capitán -anunció, con la frente fruncida por profundas arrugas de preocupación-. Que sepamos, aquí en Egipto no padecemos restricciones como en Arabia Saudí e Irán, paises que filtran y restringen los accesos de sus ciudadanos a miles de páginas de la red. Arabia Saudí, por ejemplo, tiene un centro de alta tecnología en las afueras de Riad desde donde controla todas las páginas visitadas por sus ciudadanos [58] y, diariamente, bloquea cientos de nuevas direcciones que, según el gobierno, van contra la religión, contra la moral y contra la familia real saudí. Aunque peor es el caso de Irak y Siria, donde Internet está completameiite prohibido.

– Pero tú, ¿por qué te preocupas, papá? Apenas sabes manejar el ordenador y en Egipto no tenemos esos problemas.

Butros miró a su hijo como si no lo conociera.

– Un gobierno no puede espiar a su propio pueblo, hijo, ni actuar como carcelero o censor de la opinión y la libertad de su gente. Y mucho menos puede hacerlo una religión, sea la que sea. El infierno del que hablan los libros no está en la otra vida, Farag; está aquí, a este lado, y lo forjan tanto los hombres que se dicen intérpretes de la palabra de Dios, como los gobiernos que restringen las libertades de sus ciudadanos. Piensa en lo que fue nuestra ciudad y piensa en lo que es ahora, y recuerda a tu hermano Juhanna, a Zoe y al pequeño Simón.

– No me olvido de ellos, papá.

– Busca un país donde puedas ser libre, hijo mío -siguió diciendo Butros, dirigiéndose a Farag como si ni el capitán ni yo estuviéramos delante-. Busca ese país y vete de Alejandría.

– ¡Pero qué estás diciendo, papá! -Farag había puesto las dos manos sobre la mesa y tenía los nudillos blancos por la fuerza que hacía contra la madera.

– ¡Vete de Alejandría, Farag! Si te quedases aquí yo no podría vivir tranquilo. ¡Márchate! Deja tu trabajo en el museo y cierra esta casa. Y no te preocupes por mí -se apresuró a decir, mirándome a mí y sonriendo con divertida malicia-. En cuanto encontréis ese lugar, venderé esta casa y compraré otra allá donde estéis.

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[53] Salsa o pasta blanca hecha de sésamo

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[54] Mezcla de pasta de leche, nueces, pasas y coco

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[55] Hojaldre con miel

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[56] Gulash (hojaldre) con azúcar, pistacho y coco

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[57] Pastas de trigo machacado, leche, frutos secos, pasas y agua de rosas

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[58] Artículo de Douglas Jehí publicado en The New York Times y reproducido por El País, sección Sociedad, en su edición del lunes, 22 de marzo de 1999

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