– Es mejor no recordarlo -dijo, quitándome las bolsas de las manos y cerrando la puerta tras de mí-. Hay otras cosas que debemos hacer.
Y sí, las había. Es verdad. Pero entre ellas no estaba encender la luz ni abrir las celosías ni tampoco conocer la casa. Nunca hubiera sospechado que me resultaría tan difícil, tan terriblemente difícil mantener mi segundo voto. Sabía que había un límite, pero yo… yo no tenía ni idea de lo sencillo que resultaba de cruzar. No lo hice, sin embargo. Pero no lo hice porque, en el último momento, luchando atormentadamente contra mis propios instintos y sentimientos, recordé que debía cumplir una promesa. Era absurdo, era una locura, era lo más ridículo del mundo, lo sabía. Pero, por alguna razón, debía ser fiel al compromiso que aún tenía con Dios, con mi Orden y con la Iglesia. Fue espantoso separarme de los labios de Farag, del cuerpo de Farag, de la ternura y la pasión de Farag. Fue como romperme en mil pedazos.
– Me aseguraste… Me aseguraste que me ayudarías -le dije mientras, con las manos, le apartaba de mí.
– No puedo, Ottavia.
– Farag, por favor -le supliqué-. ¡Ayúdame! ¡Te quiero tanto!
Se quedó en suspenso, inmóvil como una estatua durante unos segundos. Luego se inclinó hacia mí y me besó.
– Te amo, Basileia -dijo alejándose-. Esperaré.
– Te prometo que esta misma noche llamaré a Roma -le dije, poniéndole la mano sobre la barbuda mejilla-. Hablaré con la hermana Sarolli, la subdirectora de mi Orden y le explicaré la situación.
– Hazlo, por favor -susurró, besándome de nuevo-. Por favor.
– Te lo prometo -repetí-. Esta misma noche.
Mientras yo me duchaba, me cambiaba el apósito de la escarificación de las cervicales (esta vez, una cruz ebrancada) y me ponía ropa limpia, Farag, obedeciendo mis órdenes, abrió puertas y ventanas, quitó el polvo de los muebles y preparó su casa para recibir visitas. Después, intercambiamos los lugares, y él, que ya había encargado la cena por teléfono al restaurante del cercano hotel Mercure, se metió en el cuarto de baño -no sin invitarme a acompañarle, por supuesto- y me dejó libre en aquel lugar desconocido para que curioseara a mis anchas. Hipócritamente, le pregunté si había algo que no quería que fisgara.
– La casa es tuya, Basileia. Mira lo que quieras -dijo antes de desaparecer.
Y así lo hice. Si creía que yo no tenía dotes de espía estaba muy equivocado porque en la media hora que tardó en salir no dejé títere con cabeza. La casa de Farag, de paredes lisas y blancas y suelos de terrazo claro, sólo tenía dos habitaciones pero, como en todas las casas antiguas, las dimensiones eran tremendas. Una de ellas, muy austera, con una gran cama en el centro, era la suya; la otra, situada en el otro extremo de la vivienda, tenía dos camas más pequeñas y parecía no servir para otra cosa que para almacenar libros, docenas de libros, cientos de libros y revistas de historia, arqueología y paleografía. El salón, con un gran sofá y varios sillones de tapicería color crema, ocupaba el mismo espacio que el resto de la casa -cocina y despacho incluidos-, de modo que, en uno de sus lados, se había dispuesto una gran mesa de comedor de madera oscura. El resto del mobiliario era también del mismo material y tono: camas, armarios, librerías, mesas, cómodas, vitrinas… Debían gustarle mucho los cojines, porque, en la gama que va del cobrizo al blanco, los tenía por todas partes. Otra cosa eran las fotografías, tan abundantes como en la casa de abajo: Farag con su padre, con su madre, con su hermano, con su cuñada, con su sobrino, de nuevo con su padre y volvemos a empezar. Descubrí varias en las que se le veía, de pequeño, con los compañeros de clase, otras con los compañeros y amigos de universidad, y otras más con dos amigos que se repetían bastante. Pero las fotografías de viajes por el mundo eran, unívocamente, con chicas muy atractivas que se renovaban continuamente. Es decir, las fotografías tomadas en Roma, por ejemplo, mostraban a Farag bastante joven con una chica de nariz picuda y pelo rubio; las de París, con una morena de graciosa sonrisa; las de Londres, con una mujer oriental de pelo corto y negro; las de Amsterdam, con una escultural modelo de dientes perfectos; las de… En fin, ¿para qué seguir? Terminé por darme cuenta de que me había enamorado de Casanova o, lo que es peor, de un sinvergüenza de marca mayor. Y eso que no lo parecía.
Me dejé caer, desolada, en el sofá y abracé uno de los cojines mientras miraba el cielo del anochecer por los ventanales. Dudé seriamente si hacer esa llamada a la hermana Sarolli. Todavía estaba a tiempo de echarme atrás y refugiarme en la casa de Connaught. En ese momento, sonó la musiquilla del móvil de Farag, que descansaba sobre una de las librerías pequeñas que había en el pasillo, junto a la puerta del baño.
– ¡Ottavia! -gritó Casanova-. ¡Cógelo! ¡Debe ser el capitán!
No le contesté. Me limité a pulsar el botón verde del teléfono y a saludar a la Roca, que parecía disgustado.
– ¿Ha terminado ya la reunión, capitán? ¿Cómo ha ido?
– Como siempre.
– Pues salga de allí y véngase con nosotros. La cena ya está casi preparada. -Por la cuenta que me traía, esperaba que los del restaurante se dieran prisa.
– ¿Dónde va a dormir usted esta noche, doctora? -me preguntó a bocajarro.
– Pues… -vacilé-. No lo había pensado. ¿Dónde dormirá usted?
– ¿El profesor tiene habitaciones suficientes para los tres?
– Si. Tiene dos habitaciones y tres camas.
– Aquí, en el Patriarcado, también hay sitio. Quieren saber qué vamos a hacer.
– ¿Necesitamos ordenadores o alguna otra cosa para preparar la prueba?
– ¿Es que el profesor no tiene? -preguntó Glauser-Róist, muy sorprendido, entendiendo al revés mi pregunta.
– Sí, tiene uno en su despacho, pero no sé si estará conectado a la red.
– ¡Sí lo está! -gritó Casanova, que, al parecer, seguía punto por punto nuestra conversación-. ¡Tengo conexión a Internet y acceso a la base de datos del museo!
– Dice que sí tiene, capitán -repetí.
– Pues decida usted, doctora. -Y me pareció percibir un cierto tono de desconfianza en su voz. Supongo que se sentía inseguro.
– Véngase, capitán. Aquí estaremos más cómodos. ¿Cuál es la dirección de esta casa, Farag? -pregunté a mi príncipe sin corona a través de la puerta.
– ¡El 33 de Moharrem Bey, último piso!
– Ya lo ha oído, capitán.
– Dentro de media hora estaré ahí -dijo, y colgó sin despedirse.
Afortunadamente, el repartidor del restaurante Mercure llegó antes que la Roca, así que arreglamos la mesa con rapidez para seguir haciendo creer al capitán que la habíamos preparado nosotros.
– ¿No prefieres llamar a la hermana Sarolli antes de que llegue Kaspar? -me preguntó Farag mientras sacábamos de la cocina los vasos y la copas. No se me ocurrió qué decir, así que me mantuve callada. Pero él insistió-. Ottavia, ¿no vas a llamar a la hermana Sarolli?
– ¡Pues no lo sé, Farag! ¡No lo tengo claro! -exploté.
– Pero ¿qué dices? -se sorprendió-. ¿Me he perdido algo?
Si le explicaba el motivo, seguramente se reiría de mi. No dejaba de ser ridículo sentir aquellos celos absurdos, pero es que tampoco tenía claro que fueran celos. En realidad, se trataba más de un agravio comparativo: mientras que yo no tenía a nadie en mi pasado y era como un piso a estrenar, él coleccionaba un surtido variado de ex amantes y parecía una habitación de hotel con derecho a cocina. Por muchas vueltas que le diera y por más balances que hiciera, yo salía perdiendo.
Algo debió notarme en la cara porque, dejando sobre la mesa lo que llevaba, se acercó a mí y me rodeó los hombros con sus brazos.
– ¿Qué pasa, Basileia? ¿Vamos a empezar ya a tener secretos?
– ¡De eso se trata! -clamé, extendiendo un dedo acusador hacia el grupo de fotografías de viajes-. ¿Has estado casado? Porque, si es así… -dejé la amenaza en el aire.