Alfonso, especialista en todos los géneros, puso el peso de su fe en los cuentos policíacos, por los cuales tenía una pasión sedienta. Los traducía o seleccionaba, y yo los sometía a un proceso de simplificación formal que habría de servirme para mi oficio. Consistía en ahorrar espacio por la eliminación no sólo de las palabras inútiles sino también de los hechos superfluos, hasta dejarlos en la pura esencia sin afectar su poder de convicción. Es decir, borrar todo lo que pudiera sobrar en un género drástico en el que cada palabra debería responder por toda la estructura. Este fue un ejercicio de los más útiles en mis investigaciones sesgadas para aprender la técnica de contar un cuento.
Algunos de los mejores de José Félix Fuenmayor nos salvaron varios sábados, pero la circulación permanecía impávida. Sin embargo, la eterna tabla de salvación fue el temple de Alfonso Fuenmayor, a quien nunca se le reconocieron méritos de hombre de empresa, y se empeñó en la nuestra con una tenacidad superior a sus fuerzas, que él mismo trataba de desbaratar a cada paso con su terrible sentido del humor. Lo hacía todo, desde escribir los editoriales más lúcidos hasta las notas más inútiles, con el mismo tesón con que conseguía anuncios, créditos impensables y obras exclusivas de colaboradores difíciles. Pero fueron milagros estériles. Cuando los voceadores regresaban con la misma cantidad de ejemplares que se habían llevado para vender, intentábamos la distribución personal en las cantinas favoritas, desde El Tercer Hombre hasta las taciturnas del puerto fluvial, donde los escasos beneficios teníamos que cobrarlos en especies etílicas.
Uno de los colaboradores más puntuales, y sin duda el más leído, resultó ser el Vate Osío. Desde el primer número de Crónica fue uno de los infalibles, y su «Diario de una mecanógrafa», con el seudónimo de Dolly Meló, terminó por conquistar el corazón de los lectores. Nadie podía creer que tantos oficios dispersos fueran hechos con tanta gentileza por un mismo hombre.
Bob Prieto podía impedir el naufragio de Crónica con cualquier hallazgo médico o artístico de la Edad Media. Pero en materia de trabajo tenía una norma diáfana: si no pagan no hay producto. Muy pronto, por supuesto, y con el dolor en nuestras almas, no lo hubo.
De Julio Mario Santodomingo alcanzamos a publicar cuatro cuentos enigmáticos escritos en inglés, que Alfonso traducía con la ansiedad de un cazador de libélulas en las frondas de sus diccionarios raros, y que Alejandro Obregón ilustraba con un refinamiento de artista grande. Pero Julio Mario viajaba tanto, y con tantos destinos opuestos, que se volvió un socio invisible. Sólo Alfonso Fuenmayor supo dónde encontrarlo, y nos lo reveló con una frase inquietante:
– Cada vez que veo pasar un avión pienso que allí va Julio Mario Santodomingo.
El resto eran colaboradores ocasionales que en los últimos minutos del cierre -o del pago- nos mantenían con el alma en un hilo.
Bogotá se acercó a nosotros como iguales, pero ninguno de los amigos útiles hizo esfuerzos de ninguna clase para mantener a flote el semanario. Salvo Jorge Zalamea, que entendió las afinidades entre su revista y la nuestra, y nos propuso un pacto de intercambio de materiales que dio buenos resultados. Pero creo que en realidad nadie apreció lo que Crónica tenía ya de milagro. El consejo editorial eran dieciséis miembros escogidos por nosotros de acuerdo con los méritos reconocidos de cada uno, y todos eran seres de carne y hueso, pero tan poderosos y ocupados que bien podía dudarse de su existencia.
Crónica tuvo para mí la importancia lateral de obligarme a improvisar cuentos de emergencia para llenar espacios imprevistos en la angustia del cierre. Me sentaba a la máquina mientras linotipistas y armadores hacían lo suyo, e inventaba de la nada un relato del tamaño del hueco. Así escribí «De cómo Natanael hace una visita», que me resolvió un problema de urgencia al amanecer, y «Ojos de perro azul» cinco semanas después.
El primero de esos dos cuentos fue el origen de una serie con un mismo personaje, cuyo nombre tomé sin permiso de André Gide. Más tarde escribí «El final de Natanael» para resolver otro drama de última hora. Ambos formaron parte de una secuencia de seis, que archivé sin dolor cuando me di cuenta de que no tenían nada que ver conmigo. De los que me quedaron a medias recuerdo uno sin la menor idea de su argumento: «De cómo Natanael se viste de novia». El personaje no se me parece hoy a nadie que haya conocido, ni estaba fundado en vivencias propias o ajenas, ni puedo imaginarme siquiera cómo podía ser un cuento mío con un tema tan equívoco. Natanael, en definitiva, era un riesgo literario sin ningún interés humano. Es bueno recordar estos desastres para no olvidar que un personaje no se inventa de cero, como quise hacerlo con Natanael. Por fortuna la imaginación no me dio para llegar tan lejos de mí mismo y, por desgracia, también era un convencido de que el trabajo literario tenía que pagarse tan bien como pegar ladrillos, y si pagábamos bien y puntuales a los tipógrafos, con más razón había que pagarles a los escritores.
La mejor resonancia que teníamos de nuestro trabajo en Crónica nos llegaba en las cartas de don Ramón a Germán Vargas. Se interesaba por las noticias menos pensadas y por los amigos y hechos de Colombia, y Germán le mandaba recortes de prensa y le contaba en cartas interminables las noticias que prohibía la censura. Es decir, para él había dos Crónicas: la que hacíamos nosotros y la que le resumía Germán los fines de semana. Los comentarios entusiastas o severos de don Ramón sobre nuestros artículos eran nuestra avidez mayor.
Entre las varias causas con que quisieron explicarse los tropiezos de Crónica, y aun las incertidumbres del grupo, supe por casualidad que algunos los atribuían a mi mala suerte congénita y contagiosa. Como una prueba mortal se citaba mi reportaje sobre Berascochea, el futbolista brasileño, con el cual quisimos conciliar deporte y literatura en un género nuevo y fue el descalabro definitivo. Cuando me enteré de mi fama indigna ya estaba muy extendida entre los clientes del Japy. Desmoralizado hasta el tuétano la comenté con Germán Vargas, que ya la conocía, como el resto del grupo.
– Tranquilo, maestro -me dijo sin la menor duda-. Escribir como usted escribe sólo se explica por una buena suerte que no la derrota nadie.
No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un aullido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de agarrar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder.
– ¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!
Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónica y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo creyó. Tenía sólo cuatro cuartillas de tamaño oficio a doble espacio, y estaba contado en primera persona del plural por una voz sin nombre. Es de un realismo transparente y sin embargo el más enigmático de mis cuentos, que además me enfiló por un rumbo que estaba a punto de abandonar por no poder. Había empezado a escribir a las cuatro de la madrugada del viernes y terminé a las ocho de la mañana atormentado por un deslumbramiento de adivino. Con la complicidad infalible de Porfirio Mendoza, el armador histórico de El Heraldo, reformé el diagrama previsto para la edición de Crónica que circulaba el día siguiente. En el último minuto, desesperado por la guillotina del cierre, le dicté a Porfirio el título definitivo que acababa por fin de encontrar, y él lo escribió en directo en el plomo fundido: «La noche de los alcaravanes».