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Un martes de lloviznas lúgubres me di cuenta de que no podría irme aunque lo quisiera porque no tenía más ropa que mis camisas de bailarín. A las seis de la tarde no encontré a nadie en la librería Mundo y me quedé esperando en la puerta, con una pelota de lágrimas por el crepúsculo triste que empezaba a padecer. En la acera opuesta había una vitrina de ropa formal que no había visto nunca aunque estaba allí desde siempre, y sin pensar en lo que hacía crucé la calle San Blas bajo las cenizas de la llovizna, y entré con paso firme en la tienda más cara de la ciudad. Compré un vestido clerical de paño azul de medianoche, perfecto para el espíritu de la Bogotá de aquel tiempo; dos camisas blancas de cuello duro, una corbata de rayas diagonales y un par de zapatos de los que puso de moda el actor José Mojica antes de hacerse santo. Los únicos a quienes les conté que me iba fueron Germán, Álvaro y Alfonso, que lo aprobaron como una decisión sensata con la condición de que no regresara cachaco.

Lo celebramos en El Tercer Hombre con el grupo en pleno hasta el amanecer, como la fiesta anticipada de mi próximo cumpleaños, pues Germán Vargas, que era el guardián del santoral, informó que el 6 de marzo próximo yo iba a cumplir veintisiete años. En medio de los buenos augurios de mis amigos grandes, me sentí dispuesto a comerme crudos los setenta y tres que me faltaban todavía para cumplir los primeros cien.

8

El director de El Espectador, Guillermo Cano, me llamó por teléfono cuando supo que estaba en la oficina de Álvaro Mutis, cuatro pisos arriba de la suya, en un edificio que acababan de estrenar a unas cinco cuadras de su antigua sede. Yo había llegado la víspera y me disponía a almorzar con un grupo de amigos suyos, pero Guillermo me insistió en que antes pasara a saludarlo. Así fue. Después de los abrazos efusivos de estilo en la capital del buen decir, y algún comentario sobre la noticia del día, me agarró del brazo y me apartó de sus compañeros de redacción. «Óigame una vaina, Gabriel -me dijo con una inocencia insospechable-, ¿por qué no me hace el favorzote de escribirme una notita editorial que me está faltando para cerrar el periódico?» Me indicó con el pulgar y el índice el tamaño de medio vaso de agua, y concluyó:

– Así de grande.

Más divertido que él le pregunté dónde podía sentarme, y me señaló un escritorio vacío con una máquina de escribir de otros tiempos. Me acomodé sin más preguntas, pensando un tema bueno para ellos, y allí permanecí sentado en la misma silla, con el mismo escritorio y la misma máquina, en los dieciocho meses siguientes.

Minutos después de mi llegada salió de la oficina contigua Eduardo Zalamea Borda, el subdirector, absorto en un legajo de papeles. Se espantó al reconocerme.

– ¡Hombre, don Gabo! -casi gritó, con el nombre que había inventado para mí en Barranquilla como apócope de Gabito, y que sólo él usaba. Pero esta vez se generalizó en la redacción y siguieron usándolo hasta en letras de molde: Gabo.

No recuerdo el tema de la nota que me encargó Guillermo Cano, pero conocía muy bien desde la Universidad Nacional el estilo dinástico de El Espectador. Y en especial el de la sección «Día a día» de la página editorial, que gozaba de un prestigio merecido, y decidí imitarlo con la sangre fría con que Luisa Santiaga se enfrentaba a los demonios de la adversidad. La terminé en media hora, le hice algunas correcciones a mano y se la entregué a Guillermo Cano, que la leyó de pie por encima del arco de sus lentes de miope. Su concentración no parecía sólo suya sino de toda una dinastía de antepasados de cabellos blancos, iniciada por don Fidel Cano, el fundador del periódico en 1887, continuada por su hermano don Luis, consolidada por su hijo don Gabriel, y recibida ya madura en el torrente sanguíneo por su nieto Guillermo, que acababa de asumir la dirección general a los veintitrés años. Igual que lo habrían hecho sus antepasados, hizo algunas revisiones salteadas por varias dudas menores, y terminó con el primer uso práctico y simplificado de mi nuevo nombre:

– Muy bien, Gabo.

La noche del regreso me había dado cuenta de que Bogotá no volvería a ser la misma para mí mientras sobrevivieran mis recuerdos. Como muchas catástrofes grandes del país, el 9 de abril había trabajado más para el olvido que para la historia. El hotel Granada fue arrasado en su parque centenario y ya empezaba a crecer en su lugar el edificio demasiado nuevo del Banco de la República. Las antiguas calles de nuestros años no parecían de nadie sin los tranvías iluminados, y la esquina del crimen histórico había perdido su grandeza en los espacios ganados por los incendios. «Ahora sí parece una gran ciudad», dijo asombrado alguien que nos acompañaba. Y acabó de desgarrarme con la frase ritual:

– Hay que darle gracias al nueve de abril.

En cambio, nunca había estado mejor que en la pensión sin nombre donde me instaló Álvaro Mutis. Una casa embellecida por la desgracia a un lado del parque nacional, donde la primera noche no pude soportar la envidia por mis vecinos de cuarto que hacían el amor como si fuera una guerra feliz. Al día siguiente, cuando los vi salir no podía creer que fueran ellos: una niña escuálida con un vestido de orfanato público y un señor de gran edad, platinado y con dos metros de estatura, que bien podía ser su abuelo. Pensé que me había equivocado, pero ellos mismos se encargaron de confirmármelo todas las noches siguientes con sus muertes a gritos hasta el amanecer.

El Espectador publicó mi nota en la página editorial y en el lugar de las buenas. Pasé la mañana en las grandes tiendas comprando ropa que Mutis me imponía con el fragoroso acento inglés que inventaba para divertir a los vendedores. Almorzamos con Gonzalo Mallarino y con otros escritores jóvenes invitados para presentarme en sociedad. No volví a saber nada de Guillermo Cano hasta tres días después, cuando me llamó a la oficina de Mutis.

– Oiga Gabo, ¿qué pasó con usted? -me dijo con una severidad mal imitada de director en jefe-. Ayer cerramos atrasados esperando su nota.

Bajé a la redacción para conversar con él, y todavía no sé cómo seguí escribiendo notas sin firma todas las tardes durante más de una semana, sin que nadie me hablara de empleo ni de sueldo. En las tertulias de descanso los redactores me trataban como uno de los suyos, y de hecho lo era sin imaginarme hasta qué punto. La sección «Día a día», nunca firmada, la encabezaba de rutina Guillermo Cano, con una nota política. En un orden establecido por la dirección, iba después la nota con tema libre de Gonzalo González, que además llevaba la sección más inteligente y popular del periódico.

– «Preguntas y respuestas»-, donde absolvía cualquier duda de los lectores con el seudónimo de Gog, no por Giovanni Papini sino por su propio nombre. A continuación publicaban mis notas, y en muy escasas ocasiones alguna especial de Eduardo Zalamea, que ocupaba a diario el mejor espacio de la página editorial -«La ciudad y el mundo»- con el seudónimo de Ulises, no por Hornero -como él solía precisarlo-, sino por James Joyce.

Álvaro Mutis debía hacer un viaje de trabajo a Puerto Príncipe por los primeros días del nuevo año, y me invitó a que lo acompañara. Haití era entonces el país de mis sueños después de haber leído El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Aún no le había contestado el 18 de febrero, cuando escribí una nota sobre la reina madre de Inglaterra perdida en la soledad del inmenso palacio de Buckingham. Me llamó la atención que la publicaran en el primer lugar de «Día a día» y se hubiera comentado bien en nuestras oficinas. Esa noche, en una fiesta de pocos en casa del jefe de redacción, José Salgar, Eduardo Zalamea hizo un comentario aún más entusiasta. Algún infidente benévolo me dijo más tarde que esa opinión había disipado las últimas reticencias para que la dirección me hiciera la oferta formal de un empleo fijo.

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