Mi modelo, por supuesto, fue el reportaje de Germán Vargas. Me reforcé con otros, y me sentí aliviado por una larga conversación con Berascochea, un hombre inteligente y amable, y con muy buen sentido de la imagen que deseaba dar a su público. Lo malo fue que lo identifiqué y describí como un vasco ejemplar, sólo por su apellido, sin parar mientes en el detalle de que era un negro retinto de la mejor estirpe africana. Fue la gran pifia de mi vida y en el peor momento para la revista. Tanto, que me identifiqué hasta el alma con la carta de un lector que me definió como un periodista deportivo incapaz de distinguir la diferencia entre un balón y un tranvía. El mismo Germán Vargas, tan meticuloso en sus juicios, afirmó años después en un libro de conmemoraciones que el reportaje de Berascochea era lo peor de todo lo que yo he escrito. Creo que exageraba, pero no demasiado, porque nadie conocía el oficio como él, con crónicas y reportajes escritos en un tono tan fluido que parecían dictados de viva voz al linotipista.
No renunciamos al futbol o al béisbol porque ambos eran populares en la costa caribe, pero aumentamos los temas de actualidad y las novedades literarias. Todo fue inútil: nunca logramos superar el equívoco de que Crónica fuera una revista deportiva, pero en cambio los fanáticos del estadio superaron el suyo y nos abandonaron a nuestra suerte. Así que seguimos haciéndola como nos habíamos propuesto, aunque desde la tercera semana se quedó flotando en el limbo de su ambigüedad.
No me amilané. El viaje a Caraca con mi madre, la conversación histórica con don Ramón Vinyes y mi vínculo entrañable con el grupo de Barranquilla me habían infundido un aliento nuevo que me duró para siempre. Desde entonces no me gané un centavo que no fuera con la máquina de escribir, y esto me parece más meritorio de lo que podría pensarse, pues los primeros derechos de autor que me permitieron vivir de mis cuentos y novelas me los pagaron a los cuarenta y tantos años, después de haber publicado cuatro libros con beneficios ínfimos. Antes de eso mi vida estuvo siempre perturbada por una maraña de trampas, gambetas e ilusiones para burlar los incontables señuelos que trataban de convertirme en cualquier cosa que no fuera escritor.
3
Consumado el desastre de Aracataca, muerto el abuelo y extinguido lo que pudo quedar de sus poderes inciertos, quienes vivíamos de ellos estábamos a merced de las añoranzas. La casa se quedó sin alma desde que no volvió nadie en el tren. Mina y Francisca Simodosea permanecieron al amparo de Elvira Carrillo, que se hizo cargo de ellas con una devoción de sierva. Cuando la abuela acabó de perder la vista y la razón mis padres se la llevaron con ellos para que al menos tuviera mejor vida para morir. La tía Francisca, virgen y mártir, siguió siendo la misma de los desparpajos insólitos y los refranes ríspidos, que se negó a entregar las llaves del cementerio y la fábrica de hostias para consagrar, con la razón de que Dios la habría llamado si ésa fuera su voluntad. Un día cualquiera se sentó en la puerta de su cuarto con varias de sus sábanas inmaculadas y cosió su propia mortaja cortada a su medida, y con tanto primor que la muerte esperó más de dos semanas hasta que la tuvo terminada. Esa noche se acostó sin despedirse de nadie, sin enfermedad ni dolor algunos, y se echó a morir en su mejor estado de salud. Sólo después se dieron cuenta de que la noche anterior había llenado los formularios de defunción y cumplido los trámites de su propio entierro. Elvira Carrillo, que tampoco conoció varón por voluntad propia, se quedó sola en la soledad inmensa de la casa. A medianoche la despertaba el espanto de la tos eterna en los dormitorios vecinos, pero nunca le importó, porque estaba acostumbrada a compartir también las angustias de la vida sobrenatural.
Por el contrario, su hermano gemelo, Esteban Carrillo, se mantuvo lúcido y dinámico hasta muy viejo. En cierta ocasión en que desayunaba con él me acordé con todos los detalles visuales que a su padre habían tratado de tirarlo por la borda en la lancha de Ciénaga, levantado en hombros de la muchedumbre y manteado como Sancho Panza por los arrieros. Para entonces Papalelo había muerto, y le conté el recuerdo al tío Esteban porque me pareció divertido. Pero él se levantó de un salto, furioso porque no se lo hubiera contado a nadie tan pronto como ocurrió, y ansioso de que lograra identificar en la memoria al hombre que conversaba con el abuelo en aquella ocasión, para que le dijera quiénes eran los que trataron de ahogarlo. Tampoco entendía que Papalelo no se hubiera defendido, si era un buen tirador que durante dos guerras civiles había estado muchas veces en la línea de fuego, que dormía con el revólver debajo de la almohada, y que ya en tiempos de paz había matado en duelo a un enemigo. En todo caso, me dijo Esteban, nunca sería tarde para que él y sus hermanos castigaran la afrenta. Era la ley guajira: el agravio a un miembro de la familia tenían que pagarlo todos los varones de la familia del agresor. Tan decidido estaba mi tío Esteban, que se sacó el revólver del cinto y lo puso en la mesa para no perder tiempo mientras acababa de interrogarme. Desde entonces, cada vez que nos encontrábamos en nuestras errancias le volvía la esperanza de que me hubiera acordado. Una noche se presentó en mi cubículo del periódico, por la época en que yo andaba escudriñando el pasado de la familia para una primera novela que no terminé, y me propuso que hiciéramos juntos una investigación del atentado. Nunca se rindió. La última vez que lo vi en Cartagena de Indias, ya viejo y con el corazón agrietado, se despidió de mí con una sonrisa triste:
– No sé cómo has podido ser escritor con tan mala memoria.
Cuando no hubo nada más que hacer en Aracataca, mi padre nos llevó a vivir en Barranquilla una vez más, para instalar otra farmacia sin un centavo de capital, pero con un buen crédito de los mayoristas que habían sido socios suyos en negocios anteriores. No era la quinta botica, como decíamos en familia, sino la única de siempre que llevábamos de una ciudad a otra según los pálpitos comerciales de papá: dos veces en Barranquilla, dos en Aracataca y una en Sincé. En todas había tenido beneficios precarios y deudas salvables. La familia sin abuelos ni tíos ni criados se redujo entonces a los padres y los hijos, que ya éramos seis -tres varones y tres mujeres- en nueve años de matrimonio.
Me sentí muy inquieto por esa novedad en mi vida. Había estado en Barranquilla varias veces para visitar a mis padres, de niño y siempre de paso, y mis recuerdos de entonces son muy fragmentarios. La primera visita fue a los tres años, cuando me llevaron para el nacimiento de mi hermana Margot. Recuerdo el tufo de fango del puerto al amanecer, el coche de un caballo cuyo auriga espantaba con su látigo a los maleteros que trataban de subirse en el pescante en las calles desoladas y polvorientas. Recuerdo las paredes ocres y las maderas verdes de puertas y ventanas de la casa de maternidad donde nació la niña, y el fuerte aire de medicina que se respiraba en el cuarto. La recién nacida estaba en una cama de hierro muy sencilla al fondo de una habitación desolada, con una mujer que sin duda era mi madre, y de la que sólo consigo recordar una presencia sin rostro que me tendió una mano lánguida, y suspiró:
– Ya no te acuerdas de mí.
Nada más. Pues la primera imagen concreta que tengo de ella es de varios años después, nítida e indudable, pero no he logrado situarla en el tiempo. Debió ser en alguna visita que hizo a Aracataca después del nacimiento de Aída Rosa, mi segunda hermana. Yo estaba en el patio, jugando con un cordero recién nacido que Santos Villero me había llevado en brazos desde Fonseca, cuando llegó corriendo la tía Mama y me avisó con un grito que me pareció de espanto:
– ¡Vino tu mamá!