Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Me llevó casi a rastras hasta la sala, donde todas las mujeres de la casa y algunas vecinas estaban sentadas como en un velorio en sillas alineadas contra las paredes. La conversación se interrumpió por mi entrada repentina. Permanecí petrificado en la puerta, sin saber cuál de todas era mi madre, hasta que ella me abrió los brazos con la voz más cariñosa de que tengo memoria:

– ¡Pero si ya eres un hombre!

Tenía una bella nariz romana, y era digna y pálida, y más distinguida que nunca por la moda del año: vestido de seda color de marfil con el talle en las caderas, collar de perlas de varias vueltas, zapatos plateados de trabilla y tacón alto, y un sombrero de paja fina con forma de campana como los del cine mudo. Su abrazo me envolvió con el olor propio que le sentí siempre, y una ráfaga de culpa me estremeció de cuerpo y alma, porque sabía que mi deber era quererla pero sentí que no era cierto.

En cambio, el recuerdo más antiguo que conservo de mi padre es comprobado y nítido del 1 de diciembre de 1934, día en que cumplió treinta y tres años. Lo vi entrar caminando a zancadas rápidas y alegres en la casa de los abuelos en Cataca, con un vestido entero de lino blanco y el sombrero canotié. Alguien que lo felicitó con un abrazo le preguntó cuántos años cumplía. Su respuesta no la olvidé nunca porque en el momento no la entendí:

– La edad de Cristo.

Siempre me he preguntado por qué aquel recuerdo me parece tan antiguo, si es indudable que para entonces debía haber estado con mi padre muchas veces.

Nunca habíamos vivido en una misma casa, pero después del nacimiento de Margot adoptaron mis abuelos la costumbre de llevarme a Barranquilla, de modo que cuando nació Aida Rosa ya era menos extraño. Creo que fue una casa feliz. Allí tuvieron una farmacia, y más adelante abrieron otra en el centro comercial. Volvimos a ver a la abuela Argemira -la mamá Gime- y a dos de sus hijos, Julio y Ena, que era muy bella, pero famosa en la familia por su mala suerte. Murió a los veinticinco años, no se sabe de qué, y todavía se dice que fue por el maleficio de un novio contrariado. A medida que crecíamos, la mamá Gime seguía pareciéndome más simpática y deslenguada.

En esa misma época mis padres me causaron un percance emocional que me dejó una cicatriz difícil de borrar. Fue un día en que mi madre sufrió una ráfaga de nostalgia y se sentó a teclear en el piano «Cuando el baile se acabó», el valse histórico de sus amores secretos, y a papá se le ocurrió la travesura romántica de desempolvar el violín para acompañarla, aunque le faltaba una cuerda. Ella se acopló fácil a su estilo de madrugada romántica, y tocó mejor que nunca, hasta que lo miró complacida por encima del hombro y se dio cuenta de que él tenía los ojos húmedos de lágrimas. «¿De quién te estás acordando?», le preguntó mi madre con una inocencia feroz. «De la primera vez que lo tocamos juntos», contestó él, inspirado por el valse. Entonces mi madre dio un golpe de rabia con ambos puños en el teclado.

– ¡No fue conmigo, jesuita! -gritó a toda voz-.Tú sabes muy bien con quién lo tocaste y estás llorando por ella.

No dijo el nombre, ni entonces ni nunca más, pero el grito nos petrificó de pánico a todos en distintos sitios de la casa. Luis Enrique y yo, que siempre tuvimos razones ocultas para temer, nos escondimos debajo de las camas. Aida huyó a la casa vecina y Margot contrajo una fiebre súbita que la mantuvo en delirio por tres días. Aun los hermanos menores estaban acostumbrados a aquellas explosiones de celos de mi madre, con los ojos en llamas y la nariz romana afilada como un cuchillo. La habíamos visto descolgar con una rara serenidad los cuadros de la sala y estrellarlos uno tras otro contra el piso en una estrepitosa granizada de vidrio. La habíamos sorprendido olfateando las ropas de papá pieza por pieza antes de echarlas en el canasto de lavar. Nada más sucedió después de la noche del dueto trágico, pero el afinador florentino se llevó el piano para venderlo, y el violín -con el revólver- acabó de pudrirse en el ropero.

Barranquilla era entonces una adelantada del progreso civil, el liberalismo manso y la convivencia política. Factores decisivos de su crecimiento y su prosperidad fueron el término de más de un siglo de guerras civiles que asolaron el país desde la independencia de España, y más tarde el derrumbe de la zona bananera malherida por la represión feroz que se ensañó contra ella después de la huelga grande.

Sin embargo, hasta entonces nada podía contra el espíritu emprendedor de sus gentes. En 1919, el joven industrial Mario Santodomingo -el padre de Julio Mario- se había ganado la gloria cívica de inaugurar el correo aéreo nacional con cincuenta y siete cartas en un saco de lona que tiró en la playa de Puerto Colombia, a cinco leguas de Barranquilla, desde un avión elemental piloteado por el norteamericano William Knox Martin. Al término de la primera guerra mundial llegó un grupo de aviadores alemanes -entre ellos Helmuth von Krohn- que establecieron las rutas aéreas con Junkers F-13, los primeros anfibios que recorrían el río Magdalena como saltamontes providenciales con seis pasajeros intrépidos y las sacas del correo. Ese fue el embrión de la Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos -SCADTA-, una de las más antiguas del mundo.

Nuestra última mudanza para Barranquilla no fue para mí un simple cambio de ciudad y de casa, sino un cambio de papá a los once años. El nuevo era un gran hombre, pero con un sentido de la autoridad paterna muy distinto del que nos había hecho felices a Margarita y a mí en la casa de los abuelos. Acostumbrados a ser dueños y señores de nosotros mismos, nos costó mucho trabajo adaptarnos a un régimen ajeno. Por su lado más admirable y conmovedor, papá fue un autodidacta absoluto, y el lector más voraz que he conocido, aunque también el menos sistemático. Desde que renunció a la escuela de medicina se consagró a estudiar a solas la homeopatía, que en aquel tiempo no requería formación académica, y obtuvo su licencia con honores. Pero en cambio no tenía el temple de mi madre para sobrellevar las crisis. Las peores las pasó en la hamaca de su cuarto leyendo cuanto papel impreso le cayera en las manos y resolviendo crucigramas. Pero su problema con la realidad era insoluble. Tenía una devoción casi mítica por los ricos, pero no por los inexplicables sino por los que habían hecho su dinero a fuerza de talento y honradez. Desvelado en su hamaca aun a pleno día, acumulaba fortunas colosales en la imaginación con empresas tan fáciles que no entendía cómo no se le habían ocurrido antes. Le gustaba citar como ejemplo la riqueza más rara de que tuvo noticia en el Darién: doscientas leguas de puercas paridas. Sin embargo, esos emporios insólitos no se encontraban en los lugares donde vivíamos, sino en paraísos extraviados de los que había oído hablar en sus errancias de telegrafista. Su irrealismo fatal nos mantuvo en vilo entre descalabros y reincidencias, pero también con largas épocas en que no nos cayeron del cielo ni las migajas del pan de cada día. En todo caso, tanto en las buenas como en las malas, nuestros padres nos enseñaron a que celebráramos las unas o soportáramos las otras con una sumisión y una dignidad de católicos a la antigua.

La única prueba que me faltaba era viajar solo con mi papá, y la tuve completa cuando me llevó a Barranquilla para que lo ayudara a instalar la farmacia y a preparar el desembarco de la familia. Me sorprendió que a solas me tratara como a una persona mayor, con cariño y respeto, hasta el punto de encomendarme tareas que no parecían fáciles para mis años, pero las hice bien y encantado, aunque él no estuvo siempre de acuerdo. Tenía la costumbre de contarnos historias de la niñez en su pueblo natal, pero las repetía año con año para los nuevos nacidos, de modo que iban perdiendo gracia para los que ya las conocíamos. Hasta el punto de que los mayores nos levantábamos cuando empezaba a contarlas de sobremesa. Luis Enrique, en uno más de sus ataques de franqueza, lo ofendió cuando dijo al retirarse:

32
{"b":"125373","o":1}