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Mi único problema inquietante siguió siendo el de los alaridos de las pesadillas. El prefecto de disciplina, con muy buenas relaciones con sus alumnos, era entonces el profesor Gonzalo Ocampo, y una noche del segundo semestre entró en puntillas en el dormitorio a oscuras para pedirme unas llaves suyas que había olvidado devolverle. Apenas alcanzó a ponerme la mano en el hombro cuando lancé un aullido salvaje que despertó a todos. Al día siguiente me trasladaron a un dormitorio para seis improvisado en el segundo piso.

Fue una solución para mis miedos nocturnos, pero demasiado tentadora, porque estaba sobre la despensa, y cuatro alumnos del dormitorio improvisado se deslizaron hasta las cocinas y las saquearon a gusto para una cena de medianoche. El insospechable Sergio Castro y yo, el menos audaz, nos quedamos en nuestras camas para servir de negociadores en caso de emergencia. Al cabo de una hora regresaron con media despensa lista para servir. Fue la gran comilona de nuestros largos años de internado, pero con la mala digestión de que nos descubrieron en veinticuatro horas. Pensé que allí terminaba todo, y sólo el talento negociador de Espitia nos puso a salvo de la expulsión.

Fue una buena época del liceo y la menos prometedora del país. La imparcialidad de Lleras, sin proponérselo, aumentó la tensión que empezaba a sentirse por primera vez en el colegio. Sin embargo, hoy me doy cuenta de que estaba desde antes dentro de mí, pero que sólo entonces empecé a tomar conciencia del país en que vivía. Algunos maestros que trataban de mantenerse imparciales desde el año anterior no pudieron lograrlo en las clases, y soltaban ráfagas indigestas sobre sus preferencias políticas. En especial desde que empezó la campaña dura para la sucesión presidencial.

Cada día era más evidente que con Gaitán y Turbay al mismo tiempo, el Partido Liberal perdería la presidencia de la República después de veinticinco años de gobiernos absolutos. Eran dos candidatos tan adversos como si fueran de dos partidos distintos, no sólo por sus pecados propios, sino por la determinación sangrienta del conservatismo, que lo había visto claro desde el primer día: en vez de Laureano Gómez, impuso la candidatura de Ospina Pérez, que era un ingeniero millonario con una fama bien ganada de patriarca. Con el liberalismo dividido y el conservatismo unido y armado, no había alternativa: Ospina Pérez fue elegido.

Laureano Gómez se preparó desde entonces para sucederlo con el recurso de utilizar las fuerzas oficiales con una violencia en toda la línea. Era otra vez la realidad histórica del siglo XIX, en el que no tuvimos paz sino treguas efímeras entre ocho guerras civiles generales y catorce locales, tres golpes de cuartel y por último la guerra de los Mil Días, que dejó unos ochenta mil muertos de ambos bandos en una población de cuatro millones escasos. Así de simple: era todo un programa común para retroceder cien años.

El profesor Giraldo, ya al final del curso, hizo conmigo una excepción flagrante de la cual no acabo de avergonzarme. Me preparó un cuestionario simple para rehabilitar el álgebra perdida desde el cuarto año, y me dejó solo en la oficina de los maestros con todas las trampas a mi alcance. Volvió ilusionado una hora después, vio el resultado catastrófico y anuló cada página con una cruz de arriba abajo y un gruñido feroz: «Ese cráneo está podrido». Sin embargo, en las calificaciones finales apareció el álgebra aprobada, pero tuve la decencia de no darle las gracias al maestro por haber contrariado sus principios y obligaciones en favor mío.

En víspera del último examen final de aquel año, Guillermo López Guerra y yo tuvimos un incidente desgraciado con el profesor Gonzalo Ocampo por un altercado de borrachos. José Palencia nos había invitado a estudiar en su cuarto de hotel, que era una joya colonial con una vista idílica sobre el parque florido y la catedral al fondo. Como sólo nos faltaba el último examen, seguimos de largo hasta la noche y volvimos a la escuela por entre nuestras cantinas de pobres. El profesor Ocampo, en su turno como prefecto de disciplina, nos reprendió por la hora y por nuestro mal estado, y los dos a coro lo coronamos de improperios. Su reacción enfurecida y nuestros gritos alborotaron el dormitorio.

La decisión del cuerpo de profesores fue que López Guerra y yo no podíamos presentar el único examen final que faltaba. Es decir: al menos aquel año no seríamos bachilleres. Nunca pudimos averiguar cómo fueron las negociaciones secretas entre los maestros, porque cerraron filas con una solidaridad infranqueable. El rector Espitia debió hacerse cargo del problema por su cuenta y riesgo, y consiguió que presentáramos el examen en el Ministerio de Educación, en Bogotá. Así se hizo. El mismo Espitia nos acompañó, y estuvo con nosotros mientras respondíamos el examen escrito, que fue calificado allí mismo. Y muy bien.

Debió ser una situación interna muy compleja, porque Ocampo no asistió a la sesión solemne, tal vez por la fácil solución de Espitia y nuestras calificaciones excelentes. Y al final por mis resultados personales, que me merecieron como premio especial un libro inolvidable: Vidas de filósofos ilustres, de Diógenes Laercio. No sólo era más de lo que mis padres esperaban, sino que además fui el primero de la promoción de aquel año, a pesar de que mis compañeros de clase -y yo más que nadie- sabíamos que no era el mejor.

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Nunca imaginé que nueve meses después del grado de bachiller se publicaría mi primer cuento en el suplemento literario «Fin de Semana» de El Espectador de Bogotá, el más interesante y severo de la época. Cuarenta y dos días más tarde se publicó el segundo. Sin embargo, lo más sorprendente para mí fue una nota consagratoria del subdirector del periódico y director del suplemento literario, Eduardo Zalamea Borda, Ulises, que era el crítico colombiano más lúcido de entonces y el más alerta a la aparición de nuevos valores.

Fue un proceso tan inesperado que no es fácil contarlo. Me había matriculado a principios de aquel año en la facultad de derecho de la Universidad Nacional de Bogotá, como estaba acordado con mis padres. Vivía en el puro centro de la ciudad, en una pensión de la calle Florián, ocupada en su mayoría por estudiantes de la costa atlántica. En las tardes libres, en vez de trabajar para vivir, me quedaba leyendo en mi cuarto o en los cafés que lo permitían. Eran libros de suerte y azar, y dependían más de mi suerte que de mis azares, pues los amigos que podían comprarlos me los prestaban con plazos tan restringidos que pasaba noches en vela para devolverlos a tiempo. Pero al contrario de los que leí en el liceo de Zipaquirá, que ya merecían estar en un mausoleo de autores consagrados, éstos los leíamos como pan caliente, recién traducidos e impresos en Buenos Aires después de la larga veda editorial de la segunda guerra europea. Así descubrí para mi suerte a los ya muy descubiertos Jorge Luis Borges, D. H. Lawrence y Aldous Huxley, a Graham Greene y Chesterton, a William Irish y Katherine Mansfield y a muchos más.

Estas novedades se conocían en las vitrinas inalcanzables de las librerías, pero algunos ejemplares circulaban por los cafés de estudiantes, que eran centros activos de divulgación cultural entre universitarios de provincia. Muchos tenían sus lugares reservados año tras año, y allí recibían el correo y hasta los giros postales. Algunos favores de los dueños, o de sus dependientes de confianza, fueron decisivos para salvar muchas carreras universitarias. Numerosos profesionales del país podían deberles más a ellos que a sus acudientes invisibles.

Yo prefería El Molino, el café de los poetas mayores, a sólo unos doscientos metros de mi pensión y en la esquina crucial de la avenida Jiménez de Quesada con la carrera Séptima. No permitían estudiantes de mesa fija, pero uno estaba seguro de aprender más y mejor que en los libros de texto con las conversaciones literarias que escuchábamos agazapados en las mesas cercanas. Era una casa enorme y bien puesta al estilo español, y sus paredes estaban decoradas por el pintor Santiago Martínez Delgado, con episodios de la batalla de don Quijote contra los molinos de viento. Aunque no tuviera sitio reservado, me las arreglé siempre para que los meseros me ubicaran lo más cerca posible del gran maestro León de Greif -barbudo, gruñón, encantador-, que empezaba su tertulia al atardecer con algunos de los escritores más famosos del momento, y terminaba a la medianoche ahogado en alcoholes de mala muerte con sus alumnos de ajedrez. Fueron muy pocos los nombres grandes de las artes y las letras del país que no pasaron por aquella mesa, y nosotros nos hacíamos los muertos en la nuestra para no perder ni una de sus palabras. Aunque solían hablar más de mujeres o de intrigas políticas que de sus artes y oficios, siempre decían algo nuevo que aprender. Los más asiduos éramos de la costa atlántica, no tan unidos por las conspiraciones caribes contra los cachacos como por el vicio de los libros. Jorge Álvaro Espinosa, un estudiante de derecho que me había enseñado a navegar en la Biblia y me hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job, me puso un día sobre la mesa un mamotreto sobrecogedor, y sentenció con su autoridad de obispo:

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