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– Esta es la otra Biblia.

Era, cómo no, el Ulises de James Joyce, que leí a pedazos y tropezones hasta que la paciencia no me dio para más. Fue una temeridad prematura. Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no sólo fue el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros.

Uno de mis compañeros de cuarto era Domingo Manuel Vega, un estudiante de medicina que ya era mi amigo desde Sucre y compartía conmigo la voracidad de la lectura. Otro era mi primo Nicolás Ricardo, el hijo mayor de mi tío Juan de Dios, que me mantenía vivas las virtudes de la familia. Vega llegó una noche con tres libros que acababa de comprar, y me prestó uno al azar, como lo hacía a menudo para ayudarme a dormir. Pero esa vez logró todo lo contrario: nunca más volví a dormir con la placidez de antes. El libro era La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea, y que hoy es una de las divisas grandes de la literatura universal: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Eran libros misteriosos, cuyos desfiladeros no eran sólo distintos sino muchas veces contrarios a todo lo que conocía hasta entonces. No era necesario demostrar los hechos: bastaba con que el autor lo hubiera escrito para que fuera verdad, sin más pruebas que el poder de su talento y la autoridad de su voz. Era de nuevo Scherezada, pero no en su mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el que ya todo se había perdido.

Al terminar la lectura de La metamorfosis me quedaron las ansias irresistibles de vivir en aquel paraíso ajeno. El nuevo día me sorprendió en la máquina viajera que me prestaba el mismo Domingo Manuel Vega, para intentar algo que se pareciera al pobre burócrata de Kafka convertido en un escarabajo enorme. En los días sucesivos no fui a la universidad por el temor de que se rompiera el hechizo, y seguí sudando gotas de envidia hasta que Eduardo Zalamea Borda publicó en sus páginas una nota desconsolada, en la cual lamentaba que la nueva generación de escritores colombianos careciera de nombres para recordar, y que nada se vislumbraba en el porvenir que pudiera enmendarlo. No sé con qué derecho me sentí aludido en nombre de mi generación por el desafío de aquella nota, y retomé el cuento abandonado para intentar un desagravio. Elaboré la idea argumental del cadáver consciente de La metamorfosis pero aliviado de sus falsos misterios y sus prejuicios ontológicos.

De todos modos me sentía tan inseguro que no me atreví a consultarlo con ninguno de mis compañeros de mesa. Ni siquiera con Gonzalo Mallarino, mi condiscípulo de la facultad de derecho, que era el lector único de las prosas líricas que yo escribía para sobrellevar el tedio de las clases. Releí y corregí mi cuento hasta el cansancio, y por último escribí una nota personal para Eduardo Zalamea -a quien nunca había visto- y de la cual no recuerdo ni una letra. Puse todo dentro de un sobre y lo llevé en persona a la recepción de El Espectador. El portero me autorizó a subir al segundo piso para que le entregara la carta al propio Zalamea en cuerpo y alma, pero la sola idea me paralizó. Dejé el sobre en la mesa del portero y me di a la fuga.

Esto había sido un martes y no me inquietaba ningún palpito sobre la suerte de mi cuento, pero estaba seguro de que en caso de publicarse no sería muy pronto. Mientras tanto vagué y divagué de café en café durante dos semanas para entretener la ansiedad los sábados en la tarde, hasta el 13 de septiembre, cuando entré en El Molino y me di de bruces con el título de mi cuento a todo lo ancho de El Espectador acabado de salir: «La tercera resignación».

Mi primera reacción fue la certidumbre arrasadora de que no tenía los cinco centavos para comprar el periódico. Este era el símbolo más explícito de la pobreza, porque muchas cosas básicas de la vida cotidiana, además del periódico, costaban cinco centavos: el tranvía, el teléfono público, la taza de café, el lustre de los zapatos. Me lancé a la calle sin protección contra la llovizna imperturbable, pero no encontré en los cafés cercanos a ningún conocido que me diera una moneda de caridad. Tampoco encontré a nadie en la pensión a la hora muerta del sábado, salvo a la dueña, que era lo mismo que nadie, porque le estaba debiendo setecientas veinte veces cinco centavos por dos meses de cama y asistencia. Cuando volví a la calle, dispuesto para lo que fuera, encontré a un hombre de la Divina Providencia que se bajó de un taxi con El Espectador en la mano, y le pedí de frente que me lo regalara.

Así pude leer mi primer cuento en letras de molde, con una ilustración de Hernán Merino, el dibujante oficial del periódico. Lo leí escondido en mi cuarto, con el corazón desaforado y con un solo aliento. En cada línea iba descubriendo el poder demoledor de la letra impresa, pues lo que había construido con tanto amor y dolor como una parodia sumisa de un genio universal, se me reveló entonces como un monólogo enrevesado y deleznable, sostenido a duras penas por tres o cuatro frases consoladoras. Tuvieron que pasar casi veinte años para que me atreviera a leerlo por segunda vez, y mi juicio de entonces -apenas moderado por la compasión- fue mucho menos complaciente.

Lo más difícil fue la avalancha de amigos radiantes que me invadieron el cuarto con ejemplares del periódico y elogios desmesurados sobre un cuento que con seguridad no habían entendido. Entre mis compañeros de universidad, unos lo apreciaron, otros lo comprendieron menos, otros con más razones no pasaron de la cuarta línea, pero Gonzalo Mallarino, cuyo juicio literario no me era fácil poner en duda, lo aprobó sin reservas.

Mi ansiedad mayor era por el veredicto de Jorge Álvaro Espinosa, cuya navaja crítica era la más temible, aun más allá de nuestro círculo. Me sentía en un ánimo contradictorio: quería verlo de inmediato para resolver de una vez la incertidumbre, pero al mismo tiempo me aterraba la idea de afrontarlo. Desapareció hasta el martes, lo cual no era raro en un lector insaciable, y cuando reapareció en El Molino no empezó por hablarme del cuento sino de mi audacia.

– Supongo que te das cuenta de la vaina en que te has metido -me dijo, fijos en mis ojos sus verdes ojos de cobra real-. Ahora estás en la vitrina de los escritores reconocidos, y tienes mucho que hacer para merecerlo.

Me quedé petrificado por el único juicio que podía impresionarme tanto como el de Ulises. Pero antes de que terminara, yo había decidido adelantarme con la que consideraba y seguí considerando siempre como la verdad:

– Ese cuento es una mierda.

El me replicó con un dominio inalterable que aún no podía decir nada porque apenas había tenido tiempo para una lectura en diagonal. Pero me explicó que aun si fuera tan malo como yo decía, no lo sería tanto como para sacrificar la oportunidad de oro que me estaba brindando la vida.

– En todo caso, ese cuento ya pertenece al pasado -concluyó-. Lo importante ahora es el próximo.

Me dejó abrumado. Cometí el desatino de buscar argumentos en contra, hasta convencerme de que no iba a oír un consejo más inteligente que el suyo. Se extendió en su idea fija de que primero había que concebir el cuento y después el estilo, pero que el uno dependía del otro en una servidumbre recíproca que era la varita mágica de los clásicos. Me entretuvo un poco con su opinión tantas veces repetida de que me hacía falta una lectura a fondo y desprevenida de los griegos, y no sólo de Homero, el único que yo había leído por obligación en el bachillerato. Se lo prometí, y quise oír otros nombres, pero él me cambió el tema por el de Los monederos falsos de André Gide, que había leído aquel fin de semana. Nunca me animé a decirle que quizás nuestra conversación me había resuelto la vida. Pasé la noche en vela tomando notas para un próximo cuento sin los meandros del primero.

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