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– ¡Varón! ¡Varón! -Y enseguida, como tocando a rebato-: ¡Ron, que se ahoga!

La familia supone que el ron no era para celebrar sino para reanimar con fricciones al recién nacido. Misia Juana de Freytes, que hizo su entrada providencial en la alcoba, me contó muchas veces que el riesgo más grave no era el cordón umbilical, sino una mala posición de mi madre en la cama. Ella se la corrigió a tiempo, pero no fue fácil reanimarme, de modo que la tía Francisca me echó el agua bautismal de emergencia. Debí de llamarme Olegario, que era el santo del día, pero nadie tuvo a la mano el santoral, así que me pusieron de urgencia el primer nombre de mi padre seguido por el de José, el carpintero, por ser el patrono de Aracataca y por estar en su mes de marzo. Misia Juana de Freytes propuso un tercer nombre en memoria de la reconciliación general que se lograba entre familias y amigos con mi venida al mundo, pero en el acta del bautismo formal que me hicieron tres años después olvidaron ponerlo: Gabriel José de la Concordia.

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El día en que fui con mi madre a vender la casa recordaba todo lo que había impresionado mi infancia, pero no estaba seguro de qué era antes y qué era después, ni qué significaba nada de eso en mi vida. Apenas si era consciente de que en medio del falso esplendor de la compañía bananera, el matrimonio de mis padres estaba ya inscrito dentro del proceso que había de rematar la decadencia de Aracataca. Desde que empecé a recordar, oí repetirse -primero con mucho sigilo y después en voz alta y con alarma- la frase fatídica: «Dicen que la compañía se va». Sin embargo, o nadie lo creía o nadie se atrevió a pensar en sus estragos.

La versión de mi madre tenía cifras tan exiguas y el escenario era tan pobre para un drama tan grandioso como el que yo había imaginado, que me causó un sentimiento de frustración. Más tarde hablé con sobrevivientes y testigos y escarbé en colecciones de prensa y documentos oficiales, y me di cuenta de que la verdad no estaba de ningún lado. Los conformistas decían, en efecto, que no hubo muertos. Los del extremo contrario afirmaban sin un temblor en la voz que fueron más de cien, que los habían visto desangrándose en la plaza y que se los llevaron en un tren de carga para echarlos en el mar como el banano de rechazo. Así que mi verdad quedó extraviada para siempre en algún punto improbable de los dos extremos. Sin embargo, fue tan persistente que en una de mis novelas referí la matanza con la precisión y el horror con que la había incubado durante años en mi imaginación. Fue así como la cifra de muertos la mantuve en tres mil, para conservar las proporciones épicas del drama, y la vida real terminó por hacerme justicia: hace poco, en uno de los aniversarios de la tragedia, el orador de turno en el Senado pidió un minuto de silencio en memoria de los tres mil mártires anónimos sacrificados por la fuerza pública.

La matanza de las bananeras fue la culminación de otras anteriores, pero con el argumento adicional de que los líderes fueron señalados como comunistas, y tal vez lo eran. Al más destacado y perseguido, Eduardo Mahecha, lo conocí por azar en la cárcel Modelo de Barranquilla por los días en que fui con mi madre a vender la casa, y tuve con él una buena amistad desde que me presenté como el nieto de Nicolás Márquez. Fue él quien me reveló que el abuelo no había sido neutral sino mediador en la huelga de 1928, y lo consideraba un hombre justo. De modo que me completó la idea que siempre tuve de la masacre y me formé una concepción más objetiva del conflicto social. La única discrepancia entre los recuerdos de todos fue sobre el número de muertos, que de todos modos no será la única incógnita de nuestra historia.

Tantas versiones encontradas han sido la causa de mis recuerdos falsos. Entre ellos, el más persistente es el de mí mismo en la puerta de la casa con un casco prusiano y una escopetita de juguete, viendo desfilar bajo los almendros el batallón de cachacos sudorosos. Uno de los oficiales que los comandaba en uniforme de parada me saludó al pasar:

– Adiós, capitán Gabi.

El recuerdo es nítido, pero no hay ninguna posibilidad de que sea cierto. El uniforme, el casco y la escopeta coexistieron, pero unos dos años después de la huelga cuando ya no había tropas de guerra en Cataca. Múltiples casos como ése me crearon en casa la mala reputación de que tenía recuerdos intrauterinos y sueños premonitorios.

Ése era el estado del mundo cuando empecé a tomar conciencia de mi ámbito familiar y no logro evocarlo de otro modo: pesares, añoranzas, incertidumbres, en la soledad de una casa inmensa. Durante años me pareció que aquella época se me había convertido en una pesadilla recurrente de casi todas las noches, porque amanecía con el mismo terror que en el cuarto de los santos. Durante la adolescencia, interno en un colegio helado de los Andes, despertaba llorando en medio de la noche. Necesité esta vejez sin remordimientos para entender que la desdicha de los abuelos en la casa de Cataca fue que siempre estuvieron encallados en sus nostalgias, y tanto más cuanto más se empeñaban en conjurarlas. Más simple aun: estaban en Cataca pero seguían viviendo en la provincia de Padilla, que todavía llamamos la Provincia, sin más datos, como si no hubiera otra en el mundo. Tal vez sin pensarlo siquiera, habían construido la casa de Cataca como una réplica ceremonial de la casa de Barrancas, desde cuyas ventanas se veía, al otro lado de la calle, el cementerio triste donde yacía Medardo Pacheco.

En Cataca eran amados y complacidos, pero sus vidas estaban sometidas a la servidumbre de la tierra en que nacieron. Se atrincheraron en sus gustos, sus creencias, sus prejuicios, y cerraron filas contra todo lo que fuera distinto.

Sus amistades más próximas eran antes que nadie las que llegaban de la Provincia. La lengua doméstica era la que sus abuelos habían traído de España a través de Venezuela en el siglo anterior, revitalizada con localismos caribes, africanismos de esclavos y retazos de la lengua guajira, que iban filtrándose gota a gota en la nuestra. La abuela se servía de ella para despistarme sin saber que yo la entendía mejor por mis tratos directos con la servidumbre. Aún recuerdo muchos: atunkeshi, tengo sueño; jamusaitshi taya, tengo hambre; ipuwots, la mujer encinta; arijuna, el forastero, que mi abuela usaba en cierto modo para referirse al español, al hombre blanco y en fin de cuentas al enemigo. Los guajiros, por su lado, hablaron siempre una especie de castellano sin huesos con destellos radiantes, como el dialecto propio de Chon, con una precisión viciosa que mi abuela le prohibió porque remitía sin remedio a un equívoco: «Los labios de la boca».

El día estaba incompleto mientras no llegaran las noticias de quién nació en Barrancas, a cuántos mató el toro en la corraleja de Fonseca, quién se casó en Manaure o murió en Riohacha, cómo amaneció el general Socarras que estaba grave en San Juan del César. En el comisariato de la compañía bananera se vendían a precios de ocasión las manzanas de California envueltas en papel de seda, los pargos petrificados en hielo, los jamones de Galicia, las aceitunas griegas. Sin embargo, nada se comía en casa que no estuviera sazonado en el caldo de las añoranzas: la malanga para la sopa tenía que ser de Riohacha, el maíz para las arepas del desayuno debía ser de Fonseca, los chivos eran criados con la sal de La Guajira y las tortugas y las langostas las llevaban vivas de Dibuya.

De modo que la mayoría de los visitantes que llegaban a diario en el tren iban de la Provincia o mandados por alguien de allá. Siempre los mismos apellidos: los Riasco, los Noguera, los Ovalle, cruzados a menudo con las tribus sacramentales de los Cotes y los Iguarán. Iban de paso, sin nada más que la mochila al hombro, y aunque no anunciaran la visita estaba previsto que se quedaban a almorzar. Nunca he olvidado la frase casi ritual de la abuela al entrar en la cocina: «Hay que hacer de todo, porque no se sabe qué les gustará a los que vengan».

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