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En Barrancas no encontraron el menor rastro de inquina contra la familia. Al contrario, entre los allegados de Medardo Pacheco prevalecía un ánimo cristiano de perdón y olvido diecisiete años después de la desgracia. La recepción de la parentela fue tan entrañable que entonces fue Luisa Santiaga quien pensó en la posibilidad de que la familia regresara a aquel remanso de la sierra distinto del calor y el polvo, y los sábados sangrientos y los fantasmas decapitados de Aracataca. Alcanzó a insinuárselo a Gabriel Eligio, siempre que éste lograra su traslado a Riohacha, y él estuvo de acuerdo. Sin embargo, por esos días se supo por fin que la versión de la mudanza no sólo carecía de fundamento sino que nadie la quería menos que Mina. Así quedó establecido en una carta de respuesta que ella le mandó a su hijo Juan de Dios, cuando éste le escribió atemorizado de que volvieran a Barrancas cuando aún no se habían cumplido veinte años de la muerte de Medardo Pacheco. Pues siempre estuvo tan convencido del fatalismo de la ley guajira, que se opuso a que su hijo Eduardo hiciera el servicio de medicina social en Barrancas medio siglo después.

Contra todos los temores, fue allí donde se desataron en tres días todos los nudos de la situación. El mismo martes en que Luisa Santiaga le confirmó a Gabriel Eligio que Mina no pensaba en mudarse para Barrancas, le anunciaron a él que estaba a su disposición la telegrafía de Riohacha por muerte repentina del titular. El día siguiente, Mina vació las gavetas de la despensa buscando unas tijeras de destazar y destapó sin necesidad la caja de galletas inglesas donde la hija escondía sus telegramas de amor.

Fue tanta su rabia que sólo acertó a decirle uno de los improperios célebres que solía improvisar en sus malos momentos: «Dios lo perdona todo menos la desobediencia». Ese fin de semana viajaron a Riohacha para alcanzar el domingo la goleta de Santa Marta. Ninguna de las dos fue consciente de la noche terrible vapuleada por el ventarrón de febrero: la madre aniquilada por la derrota y la hija asustada pero feliz.

La tierra firme le devolvió a Mina el aplomo perdido por el hallazgo de las cartas. Siguió sola para Aracataca al día siguiente, y dejó a Luisa Santiaga en Santa Marta bajo el amparo de su hijo Juan de Dios, segura de ponerla a salvo de los diablos del amor. Fue al contrario: Gabriel Eligió viajaba entonces de Aracataca a Santa Marta para verla cada vez que podía. El tío Juanito, que sufrió la misma intransigencia de sus padres en sus amores con Dilia Caballero, había resuelto no tomar partido en los amores de su hermana, pero a la hora de la verdad se encontró entrampado entre la adoración de Luisa Santiaga y la veneración de los padres, y se refugió en una fórmula propia de su bondad proverbial: admitió que los novios se vieran fuera de su casa, pero nunca a solas y sin que él se enterara. Dilia Caballero, su esposa, que perdonaba pero no olvidaba, urdió para su cuñada las mismas casualidades infalibles y las martingalas maestras con que ella burlaba la vigilancia de sus suegros. Gabriel y Luisa empezaron por verse en casas de amigos, pero poco a poco fueron arriesgándose a lugares públicos poco concurridos. Al final se atrevieron a conversar por la ventana cuando el tío Juanito no estaba, la novia en la sala y el novio en la calle, fieles al compromiso de no verse dentro de la casa. La ventana parecía hecha aposta para amores contrariados, a través de una reja andaluza de cuerpo entero y con un marco de enredaderas, en las que no faltó alguna vez un vapor de jazmines en el sopor de la noche. Dilia lo había previsto todo, incluso la complicidad de algunos vecinos con silbidos cifrados para alertar a los novios de un peligro inminente. Sin embargo, una noche fallaron todos los seguros, y Juan de Dios se rindió ante la verdad. Dilia aprovechó la ocasión para invitar a los novios a que se sentaran en la sala con las ventanas abiertas para que compartieran su amor con el mundo. Mi madre no olvidó nunca el suspiro del hermano: «¡Qué alivio!».

Por esos días recibió Gabriel Eligió el nombramiento formal para la telegrafía de Riohacha. Inquieta por nueva separación, mi madre apeló entonces a monseñor Pedro Espejo, actual vicario de la diócesis, con la esperanza de que la casara sin el permiso de sus padres. La respetabilidad de Monseñor había alcanzado tanta fuerza que muchos feligreses la confundían con la santidad, y algunos acudían a sus misas sólo para comprobar si era cierto que se alzaba varios centímetros sobre el nivel del suelo en el momento de la Elevación. Cuando Luisa Santiaga solicitó su ayuda, él dio una muestra más de que la inteligencia es uno de los privilegios de la santidad. Se negó a intervenir en el fuero interno de una familia tan celosa de su intimidad, pero optó por la alternativa secreta de informarse sobre la de mi padre a través de la curia. El párroco de Sincé pasó por alto las liberalidades de Argemira García, y respondió con una fórmula benévola: «Se trata de una familia respetable, aunque poco devota». Monseñor conversó entonces con los novios, juntos y por separado, y escribió una carta a Nicolás y Tranquilina en la cual les expresó su certidumbre emocionada de que no había poder humano capaz de derrotar aquel amor empedernido. Mis abuelos, vencidos por el poder de Dios, acordaron darle la vuelta a la doliente página y le otorgaron a Juan de Dios plenos poderes para organizar la boda en Santa Marta. Pero no asistieron, sino que mandaron de madrina a Francisca Simodosea.

Se casaron el 11 de junio de 1926 en la catedral de Santa Marta, con cuarenta minutos de retraso, porque la novia se olvidó de la fecha y tuvieron que despertarla pasadas las ocho de la mañana. Esa misma noche abordaron una vez más la goleta pavorosa para que Gabriel Eligio tomara posesión de la telegrafía de Riohacha y pasaron su primera noche en castidad derrotados por el mareo.

Mi madre añoraba tanto la casa donde pasó la luna de miel, que sus hijos mayores hubiéramos podido describirla cuarto por cuarto como si la hubiéramos vivido y todavía hoy sigue siendo uno de mis falsos recuerdos. Sin embargo, la primera vez que fui en realidad a la península de La Guajira, poco antes de mis sesenta años, me sorprendió que la casa de la telegrafía no tenía nada que ver con la de mi recuerdo. Y la Riohacha idílica que llevaba desde niño en el corazón, con sus calles de salitre que bajaban hacia un mar de lodo, no eran más que ensueños prestados por mis abuelos. Más aún: ahora que conozco Riohacha no consigo visualizarla como es, sino como la había construido piedra por piedra en mi imaginación.

Dos meses después de la boda, Juan de Dios recibió un telegrama de mi papá con el anuncio de que Luisa Santiaga estaba encinta. La noticia estremeció hasta los cimientos la casa de Aracataca, donde Mina no se reponía aún de su amargura, y tanto ella como el coronel depusieron sus armas para que los recién casados volvieran con ellos. No fue fácil. Al cabo de una resistencia digna y razonada de varios meses, Gabriel Eligio aceptó que la esposa diera a luz en casa de sus padres.

Poco después lo recibió mi abuelo en la estación del tren con una frase que quedó con un marco de oro en el prontuario histórico de la familia: «Estoy dispuesto a darle todas las satisfacciones que sean necesarias». La abuela renovó la alcoba que hasta entonces había sido suya, y allí instaló a mis padres. En el curso del año, Gabriel Eligio renunció a su buen oficio de telegrafista y consagró su talento de autodidacta a una ciencia venida a menos: la homeopatía. El abuelo, por gratitud o por remordimiento, gestionó ante las autoridades que la calle donde vivíamos en Aracataca llevara el nombre que aun lleva: avenida Monseñor Espejo.

Fue así y allí donde nació el primero de siete varones y cuatro mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927, a las nueve de la mañana y con un aguacero torrencial fuera de estación, mientras el cielo de Tauro se alzaba en el horizonte. Estaba a punto de ser estrangulado por el cordón umbilical, pues la partera de la familia, Santos Villero, perdió el dominio de su arte en el peor momento. Pero más aún lo perdió la tía Francisca, que corrió hasta la puerta de la calle dando alaridos de incendio:

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