No pasó de ahí. Me dio las gracias en todos los tonos por el bolero y se despidió con un fuerte apretón de manos.
Empezaba a oscurecer cuando el tren disminuyó la marcha, pasó por un galpón atiborrado de chatarra oxidada y ancló en un muelle sombrío. Agarré el baúl por la lengüeta y lo arrastré hacia la calle antes de que me atropellara el gentío. Estaba a punto de llegar cuando alguien gritó:
– ¡Joven, joven!
Me volví a mirar, como varios jóvenes y otros menos jóvenes que corrían conmigo, cuando el lector insaciable pasó a mi lado y me dio un libro sin detenerse.
– ¡Que le aproveche! -me gritó, y se perdió en el tropel.
El libro era El doble. Estaba tan aturdido que no alcancé a darme cuenta de lo que acababa de pasarme.
Me guardé el libro en el bolsillo del sobretodo, y el viento helado del crepúsculo me golpeó cuando salí de la estación. A punto de sucumbir puse el baúl en el andén y me senté sobre él para tomar el aire que me faltaba. No había un alma en las calles. Lo poco que alcancé a ver era la esquina de una avenida siniestra y glacial bajo una llovizna tenue revuelta con hollín, a dos mil cuatrocientos metros de altura y con un aire polar que estorbaba para respirar.
Esperé muerto de frío no menos de media hora. Alguien tenía que llegar, pues mi padre había avisado con un telegrama urgente a don Eliécer Torres Arango, un pariente suyo que sería mi acudiente. Pero lo que me preocupaba entonces no era que alguien viniera o no viniera, sino el miedo de estar sentado en un baúl sepulcral sin conocer a nadie en el otro lado del mundo. De pronto bajó de un taxi un hombre distinguido, con un paraguas de seda y un abrigo de camello que le daba a los tobillos. Comprendí que era mi acudiente, aunque apenas me miró y pasó de largo, y no tuve la audacia de hacerle alguna seña. Entró corriendo en la estación, y volvió a salir minutos después sin ningún gesto de esperanza. Por fin me descubrió y me señaló con el índice:
– Tú eres Gabito, ¿verdad? Le contesté con el alma:
– Ya casi.
4
Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI. Me llamó la atención que había en la calle demasiados hombres deprisa, vestidos como yo desde mi llegada, de paño negro y sombreros duros. En cambio no se veía ni una mujer de consolación, cuya entrada estaba prohibida en los cafés sombríos del centro comercial, como la de sacerdotes con sotana y militares uniformados. En los tranvías y orinales públicos había un letrero triste: «Si no le temes a Dios, témele a la sífilis».
Me impresionaron los percherones gigantescos que tiraban de los carros de cerveza, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros de a pie bajo la lluvia. Eran los más lúgubres, con carrozas de lujo y caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, con cadáveres de buenas familias que se comportaban como los inventores de la muerte. En el atrio de la iglesia de las Nieves vi desde el taxi la primera mujer en las calles, esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable.
Fue un derrumbe moral. La casa donde pasé la noche era grande y confortable, pero me pareció fantasmal por su jardín sombrío de rosas oscuras y un frío que trituraba los huesos. Era de la familia Torres Gamboa, parientes de mi padre y conocidos míos, pero los veía como extraños en la cena arropados con mantas de dormir. Mi mayor impresión fue cuando me deslicé bajo las sábanas y lancé un grito de horror, porque las sentí empapadas en un líquido helado. Me explicaron que así era la primera vez y que poco a poco me iría acostumbrando a las rarezas del clima. Lloré largas horas en silencio antes de lograr un sueño infeliz.
Ese era el ánimo en que me sentía cuatro días después de haber llegado, mientras caminaba a toda prisa contra el frío y la llovizna hacia el Ministerio de Educación, donde iban a abrirse las inscripciones para el concurso nacional de becas. La fila empezaba en el tercer piso del ministerio, frente a la puerta misma de las oficinas de inscripción, y bajaba serpenteando por las escaleras hasta la entrada principal. El espectáculo era descorazonador. Cuando escampó, hacia las diez de la mañana, la fila se prolongaba todavía dos cuadras más sobre la avenida Jiménez de Quesada, y aún faltaban aspirantes que se habían refugiado en los portales. Me pareció imposible obtener nada en semejante rebatiña.
Poco después del mediodía sentí dos toquecitos en el hombro. Era el insaciable lector del buque, que me había reconocido entre los últimos de la fila, pero me costó trabajo identificarlo con el sombrero hongo y el atuendo fúnebre de los cachacos. También él, perplejo, me preguntó:
– ¿Pero qué carajo haces aquí? Se lo dije.
– ¡Qué cosa más divertida! -dijo él, muerto de risa-. Ven conmigo -y me llevó del brazo hacia el ministerio. Entonces supe que era el doctor Adolfo Gómez Támara, director nacional de becas del Ministerio de Educación.
Fue el azar menos posible y uno de los más afortunados de mi vida. Con una broma de pura estirpe estudiantil, Gómez Támara me presentó a sus asistentes como el cantante más inspirado de boleros románticos. Me sirvieron café y me inscribieron sin más trámites, no sin antes advertirme que no estaban burlando instancias sino rindiendo tributo a los dioses insondables de la casualidad. Me informaron que el examen general sería el lunes siguiente en el colegio de San Bartolomé. Calculaban unos mil aspirantes de todo el país para unas trescientas cincuenta becas, de modo que la batalla iba a ser larga y difícil, y quizás un golpe mortal para mis ilusiones. Los favorecidos conocerían los resultados una semana después, junto con los datos del colegio que les asignaran. Esto fue nuevo y grave para mí, pues lo mismo podían despacharme para Medellín que para el Vichada. Me explicaron que esa lotería geográfica se había acordado para estimular la movilidad cultural entre las distintas regiones. Cuando terminaron los trámites, Gómez Támara me estrechó la mano con la misma energía entusiasta con que me agradeció el bolero.
– Avíspate -me dijo-. Ahora tu vida está en tus manos.
A la salida del ministerio, un hombrecito de aspecto clerical se me ofreció para conseguirme una beca segura y sin exámenes en el colegio que yo quisiera mediante el pago de cincuenta pesos. Era una fortuna para mí, pero creo que si la hubiera tenido la habría pagado por evitarme el terror del examen. Días después reconocí al impostor en la fotografía de los periódicos como el cabecilla de una banda de estafadores que se disfrazaban de curas para gestionar negocios ilícitos en organismos oficiales.
No deshice el baúl ante la certidumbre de que me mandarían para cualquier parte. Mi pesimismo estaba tan bien servido que la víspera del examen me fui con los músicos del buque a una cantina de mala muerte en el escabroso barrio de las Cruces. Cantábamos por el trago al precio de una canción por un vaso de chicha, la bebida bárbara de maíz fermentado que los borrachos exquisitos refinaban con pólvora. Así que llegué tarde al examen, con latidos dentro de la cabeza y sin recordar siquiera dónde estuve ni quién me había llevado a casa la noche anterior, pero me recibieron por caridad en un salón inmenso y atiborrado de aspirantes. Un vistazo de pájaro sobre el cuestionario me bastó para darme cuenta de que estaba derrotado de antemano. Sólo por distraer a los vigilantes me entretuve en las ciencias sociales, cuyas preguntas me parecieron las menos crueles. De pronto me sentí poseído por un aura de inspiración que me permitió improvisar respuestas creíbles y chiripas milagrosas. Salvo en las matemáticas, que no se me rindieron ni en lo que Dios quiso. El examen de dibujo, que hice deprisa pero bien, me sirvió de alivio. «Debió ser un milagro de la chicha», me dijeron mis músicos. De todos modos terminé en un estado de rendición final, con la decisión de escribir una carta a mis padres sobre derechos y razones para no volver a casa.