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Había nacido en una casa modesta, pero creció en el esplendor efímero de la compañía bananera, del cual le quedó al menos una buena educación de niña rica en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, en Santa Marta. Durante las vacaciones de Navidad bordaba en bastidor con sus amigas, tocaba el clavicordio en los bazares de caridad y asistía con una tía chaperona a los bailes más depurados de la timorata aristocracia local, pero nadie le había conocido novio alguno cuando se casó contra la voluntad de sus padres con el telegrafista del pueblo. Sus virtudes más notorias desde entonces eran el sentido del humor y la salud de hierro que las insidias de la adversidad no lograrían derrotar en su larga vida. Pero la más sorprendente, y también desde entonces la menos sospechable, era el talento exquisito con que lograba disimular la tremenda fuerza de su carácter: un Leo perfecto. Esto le había permitido establecer un poder matriarcal cuyo dominio alcanzaba hasta los parientes más remotos en los lugares menos pensados, como un sistema planetario que ella manejaba desde su cocina, con voz tenue y sin parpadear apenas, mientras hervía la marmita de los frijoles.

Viéndola sobrellevar sin inmutarse aquel viaje brutal, yo me preguntaba cómo había podido subordinar tan pronto y con tanto dominio las injusticias de la pobreza. Nada como aquella mala noche para ponerla a prueba. Los mosquitos carniceros, el calor denso y nauseabundo por el fango de los canales que la lancha iba revolviendo a su paso, el trajín de los pasajeros desvelados que no encontraban acomodo dentro del pellejo, todo parecía hecho a propósito para desquiciar la índole mejor templada. Mi madre lo soportaba inmóvil en su silla, mientras las muchachas de alquiler hacían la cosecha de carnaval en los camarotes cercanos, disfrazadas de hombres o de manolas. Una de ellas había entrado y salido del suyo varias veces, siempre con un cliente distinto, y al lado mismo del asiento de mi madre. Yo pensé que ella no la había visto. Pero a la cuarta o quinta vez que entró y salió en menos de una hora, la siguió con una mirada de lástima hasta el final del corredor.

– Pobres muchachas -suspiró-. Lo que tienen que hacer para vivir es peor que trabajar.

Así se mantuvo hasta la medianoche, cuando me cansé de leer con el temblor insoportable y las luces mezquinas del corredor, y me senté a fumar a su lado, tratando de salir a flote de las arenas movedizas del condado de Yoknapatawpha. Había desertado de la universidad el año anterior, con la ilusión temeraria de vivir del periodismo y la literatura sin necesidad de aprenderlos, animado por una frase que creo haber leído en Bernard Shaw: «Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela». No fui capaz de discutirlo con nadie, porque sentía, sin poder explicarlo, que mis razones sólo podían ser válidas para mí mismo.

Tratar de convencer a mis padres de semejante locura cuando habían fundado en mí tantas esperanzas y habían gastado tantos dineros que no tenían, era tiempo perdido. Sobre todo a mi padre, que me habría perdonado lo que fuera, menos que no colgara en la pared cualquier diploma académico que él no pudo tener. La comunicación se interrumpió. Casi un año después seguía pensando en visitarlo para darle mis razones, cuando mi madre apareció para pedirme que la acompañara a vender la casa. Sin embargo, ella no hizo ninguna mención del asunto hasta después de la medianoche, en la lancha, cuando sintió como una revelación sobrenatural que había encontrado por fin la ocasión propicia para decirme lo que sin duda era el motivo real de su viaje, y empezó con el modo y el tono y las palabras milimétricas que debió madurar en la soledad de sus insomnios desde mucho antes de emprenderlo.

– Tu papá está muy triste -dijo.

Ahí estaba, pues, el infierno tan temido. Empezaba como siempre, cuando menos se esperaba, y con una voz sedante que no había de alterarse ante nada. Sólo por cumplir con el ritual, pues conocía de sobra la respuesta, le pregunté:

– ¿Y eso por qué?

– Porque dejaste los estudios.

– No los dejé -le dije-. Sólo cambié de carrera.

La idea de una discusión a fondo le levantó el ánimo.

– Tu papá dice que es lo mismo -dijo.

A sabiendas de que era falso, le dije:

– También él dejó de estudiar para tocar el violín.

– No fue igual -replicó ella con una gran vivacidad-. El violín lo tocaba sólo en fiestas y serenatas. Si dejó sus estudios fue porque no tenía ni con qué comer. Pero en menos de un mes aprendió telegrafía, que entonces era una profesión muy buena, sobre todo en Aracataca.

– Yo también vivo de escribir en los periódicos -le dije.

– Eso lo dices para no mortificarme -dijo ella-. Pero la mala situación se te nota de lejos. Cómo será, que cuando te vi en la librería no te reconocí.

– Yo tampoco la reconocí a usted -le dije.

– Pero no por lo mismo -dijo ella-.Yo pensé que eras un limosnero -Me miró las sandalias gastadas, y agregó-: Y sin medias.

– Es más cómodo -le dije-. Dos camisas y dos calzoncillos: uno puesto y otro secándose. ¿Qué más se necesita?

– Un poquito de dignidad -dijo ella. Pero enseguida lo suavizó en otro tono-: Te lo digo por lo mucho que te queremos.

– Ya lo sé -le dije-. Pero dígame una cosa: ¿usted en mi lugar no haría lo mismo?

– No lo haría -dijo ella- si con eso contrariara a mis padres.

Acordándome de la tenacidad con que logró forzar la oposición de su familia para casarse, le dije riéndome:

– Atrévase a mirarme.

Pero ella me esquivó con seriedad, porque sabía demasiado lo que yo estaba pensando.

– No me casé mientras no tuve la bendición de mis padres -dijo-. A la fuerza, de acuerdo, pero la tuve.

Interrumpió la discusión, no porque mis argumentos la hubieran vencido, sino porque quería ir al retrete y desconfiaba de sus condiciones higiénicas. Hablé con el contramaestre por si había un lugar más saludable, pero me explicó que él mismo usaba el retrete común. Y concluyó, como si acabara de leer a Conrad: «En el mar todos somos iguales». Así que mi madre se sometió a la ley de todos. Cuando salió, al contrario de lo que yo temía, apenas si lograba dominar la risa.

– Imagínate -me dijo-, ¿qué va a pensar tu papá si regreso con una enfermedad de la mala vida?

Pasada la medianoche tuvimos un retraso de tres horas, pues los tapones de anémonas del caño embotaron las hélices, la lancha encalló en un manglar y muchos pasajeros tuvieron que jalarla desde las orillas con las cabuyas de las hamacas. El calor y los zancudos se hicieron insoportables, pero mi madre los sorteó con unas ráfagas de sueños instantáneos e intermitentes, ya célebres en la familia, que le permitían descansar sin perder el hilo de la conversación. Cuando se reanudó el viaje y entró la brisa fresca, se despabiló por completo.

– De todos modos -suspiró-, alguna respuesta tengo que llevarle a tu papá.

– Mejor no se preocupe -le dije con la misma inocencia-. En diciembre iré, y entonces le explicaré todo.

– Faltan diez meses -dijo ella.

– A fin de cuentas, este año ya no se puede arreglar nada en la universidad -le dije.

– ¿Prometes en serio que irás?

– Lo prometo -le dije. Y por primera vez vislumbré una cierta ansiedad en su voz:

– ¿Puedo decirle a tu papá que vas a decirle que sí?

– No -le repliqué de un tajo-. Eso no.

Era evidente que buscaba otra salida. Pero no se la di.

– Entonces es mejor que le diga de una vez toda la verdad -dijo ella-. Así no parecerá un engaño.

– Bueno -le dije aliviado-. Dígasela.

Quedamos en eso, y alguien que no la conociera bien habría pensado que ahí terminaba todo, pero yo sabía que era una tregua para recobrar alientos. Poco después se durmió a fondo. Una brisa tenue espantó los zancudos y saturó el aire nuevo con un olor de flores. La lancha adquirió entonces la esbeltez de un velero.

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