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Sospechaba que quienes me hablaban de él no estaban tan impresionados por el cuento -que tal vez no habían leído y con seguridad no lo habían entendido sino porque lo hubieran publicado con un despliegue inusitado en una página tan importante. Para empezar, me di cuenta de que mis dos grandes defectos eran los dos más grandes: la torpeza de la escritura y el desconocimiento del corazón humano. Y eso era más que evidente en mi primer cuento, que fue una confusa meditación abstracta, agravada por el abuso de sentimientos inventados.

Buscando en mi memoria situaciones de la vida real para el segundo, recordé que una de las mujeres más bellas que conocí de niño me dijo que quería estar dentro del gato de una rara hermosura que acariciaba en su regazo. Le pregunté por qué, y me contestó: «Porque es más bello que yo». Entonces tuve un punto de apoyo para el segundo cuento, y un título atractivo: «Eva está dentro de su gato». El resto, como en el cuento anterior, fue inventado de la nada, y por lo mismo -como nos gustaba decir entonces- ambos llevaban dentro el germen de su propia destrucción.

Este cuento se publicó con el mismo despliegue del primero, el sábado 25 de octubre de 1947, ilustrado por una estrella ascendente en el cielo del Caribe: el pintor Enrique Grau. Me llamó la atención que mis amigos lo recibieron como algo de rutina en un escritor consagrado. Yo, en cambio, sufrí con los errores y dudé de los aciertos, pero logré sostener el alma en vilo. El golpe grande vino unos días más tarde, con una nota que publicó Eduardo Zalamea, con el seudónimo habitual de Ulises, en su columna diaria de El Espectador. Fue derecho a lo que iba: «Los lectores de «Fin de Semana», suplemento literario de este periódico, habrán advertido la aparición de un ingenio nuevo, original, de vigorosa personalidad». Y más adelante: «Dentro de la imaginación puede pasar todo, pero saber mostrar con naturalidad, con sencillez y sin aspavientos la perla que logra arrancársele, no es cosa que puedan hacer todos los muchachos de veinte años que inician sus relaciones con las letras». Y terminaba sin reticencias: «Con García Márquez nace un nuevo y notable escritor».

La nota -¡y cómo no!- fue un impacto de felicidad, pero al mismo tiempo me consternó que Zalamea no se hubiera dejado a sí mismo ningún camino de regreso. Ya todo estaba consumado y yo debía interpretar su generosidad como un llamado a mi conciencia, y por el resto de mi vida. La nota reveló también que Ulises había descubierto mi identidad por uno de sus compañeros de redacción. Esa noche supe que había sido por Gonzalo González, un primo cercano de mis primos más cercanos, que escribió durante quince años en el mismo diario, con el seudónimo de Gog y con una pasión sostenida, una columna para contestar preguntas de los lectores, a cinco metros del escritorio de Eduardo Zalamea. Por fortuna, éste no me buscó, ni yo lo busqué a él. Lo vi una vez en la mesa del poeta De Greiff y conocí su voz y su tos áspera de fumador irredimible, y lo vi de cerca en varios actos culturales, pero nadie nos presentó. Unos porque no nos conocían y otros porque no les parecía posible que no nos conociéramos.

Es difícil imaginar hasta qué punto se vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro modo de ser, una bola de candela que andaba de su cuenta por todas partes. Abríamos el periódico, aun en la sección económica o en la página judicial, o leíamos el asiento del café en el fondo de la taza, y allí estaba esperándonos la poesía para hacerse cargo de nuestros sueños. De modo que para nosotros, los aborígenes de todas las provincias, Bogotá era la capital del país y la sede del gobierno, pero sobre todo era la ciudad donde vivían los poetas. No sólo creíamos en la poesía, y nos moríamos por ella, sino que sabíamos con certeza -como lo escribió Luis Cardoza y Aragón- que

«la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre».

El mundo era de los poetas. Sus novedades eran más importantes para mi generación que las noticias políticas cada vez más deprimentes. La poesía colombiana había salido del siglo XIX iluminada por la estrella solitaria de José Asunción Silva, el romántico sublime que a los treinta y un años se disparó un tiro de pistola en el círculo que su médico le había pintado con un hisopo de yodo en el sitio del corazón. No nací a tiempo para conocer a Rafael Pombo o a Eduardo Castillo -el gran lírico-, cuyos amigos lo describían como un fantasma escapado de la tumba al atardecer, con una capa de dos vueltas, una piel verdecida por la morfina y un perfil de gallinazo: la representación física de los poetas malditos. Una tarde pasé en tranvía frente a una gran mansión de la carrera Séptima y vi en el portón al hombre más impresionante que había visto en mi vida, con un traje impecable, un sombrero inglés, unos espejuelos negros para sus ojos sin luz y una ruana sabanera. Era el poeta Alberto Ángel Montoya, un romántico un poco aparatoso que publicó algunos de los buenos poemas de su tiempo. Para mi generación eran ya fantasmas del pasado, salvo el maestro León de Greiff, a quien espié durante años en el café El Molino.

Ninguno de ellos logró rozar siquiera la gloria de Guillermo Valencia, un aristócrata de Popayán que antes de sus treinta años se había impuesto como el sumo pontífice de la generación del Centenario, así llamada por haber coincidido en 1910 con el primer siglo de la independencia nacional. Sus contemporáneos Eduardo Castillo y Porfirio Barba Jacob, dos poetas grandes de estirpe romántica, no obtuvieron la justicia crítica que merecían de sobra en un país encandilado por la retórica de mármol de Valencia, cuya sombra mítica les cerró el paso a tres generaciones. La inmediata, surgida en 1925 con el nombre y los ímpetus de Los Nuevos, contaba con ejemplares magníficos como Rafael Maya y otra vez León de Greiff, que no fueron reconocidos en toda su magnitud mientras Valencia estuvo en su trono. Este había disfrutado hasta entonces de una gloria peculiar que lo llevó en vilo a las puertas mismas de la presidencia de la República.

Los únicos que se atrevieron a salirle al paso en medio siglo fueron los del grupo Piedra y Cielo con sus cuadernos juveniles, que en última instancia sólo tenían en común la virtud de no ser valencistas: Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Aurelio Arturo y el mismo Jorge Rojas, que había financiado la publicación de sus poemas. No todos eran iguales en forma ni inspiración, pero en conjunto estremecieron las ruinas arqueológicas de los parnasianos y despertaron para la vida una nueva poesía del corazón, con resonancias múltiples de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, García Lorca, Pablo Neruda o Vicente Huidobro. La aceptación pública no fue inmediata ni ellos mismos parecieron conscientes de ser vistos como enviados de la Divina Providencia para barrer la casa de la poesía. Sin embargo, don Baldomero Sanín Cano, el ensayista y crítico más respetable de aquellos años, se apresuró a escribir un ensayo terminante para salir al paso de cualquier tentativa contra Valencia. Su mesura proverbial se desmandó. Entre muchas sentencias definitivas, escribió que Valencia se había «apoderado de la ciencia antigua para conocer el alma de los tiempos remotos en el pasado, y cavila sobre los textos contemporáneos para sorprender, por analogía, toda el alma del hombre». Lo consagró una vez más como un poeta sin tiempo ni fronteras, y lo colocó entre aquellos que «como Lucrecio, Dante, Goethe, conservaron el cuerpo para salvar el alma». Más de uno debió pensar entonces que con amigos como ése, Valencia no necesitaba enemigos.

Eduardo Carranza le replicó a Sanín Cano con un artículo que lo decía todo desde el título: «Un caso de bardolatría». Fue la primera y certera embestida para situar a Valencia en sus límites propios y reducir su pedestal a su lugar y a su tamaño. Lo acusó de no haber encendido en Colombia una llama del espíritu sino una ortopedia de palabras, y definió sus versos como los de un artista culterano, frígido y habilidoso, y un cincelador concienzudo. Su conclusión fue una pregunta a sí mismo que en esencia quedó como uno de sus buenos poemas: «Si la poesía no sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente ventanas sobre lo misterioso, para ayudarme a descubrir el mundo, para acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en el desamor, ¿para qué me sirve la poesía?».Y terminaba: «Para mí -¡blasfemo de mí!-, Valencia es apenas un buen poeta».

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