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La publicación de «Un caso de bardolatría» en «Lecturas Dominicales» de El Tiempo, que entonces tenía una amplia circulación, causó una conmoción social. Tuvo además el resultado prodigioso de un examen a fondo de la poesía en Colombia desde sus orígenes, que tal vez no se había hecho con seriedad desde que don Juan de Castellanos escribió los ciento cincuenta mil endecasílabos de su Elegías de varones ilustres de Indias.

La poesía fue desde entonces a cielo abierto. No sólo para Los Nuevos, que se pusieron de moda, sino para otros que surgieron después y se disputaban su lugar a codazos. La poesía llegó a ser tan popular que hoy no es posible entender hasta qué punto se vivía cada número de «Lecturas Dominicales», que dirigía Carranza, o de Sábado, que entonces dirigía Carlos Martín, nuestro antiguo rector del liceo. Además de su poesía, Carranza impuso con su gloria una manera de ser poeta a las seis de la tarde en la carrera Séptima de Bogotá, que era como pasearse en una vitrina de diez cuadras con un libro en la mano apoyada sobre el corazón. Fue un modelo de su generación, que hizo escuela en la siguiente, cada una a su manera.

A mediados de año llegó a Bogotá el poeta Pablo Neruda, convencido de que la poesía tenía que ser un arma política. En sus tertulias bogotanas se enteró de la clase de reaccionario que era Laureano Gómez, y a modo de despedida, casi al correr de la pluma escribió en su honor tres sonetos punitivos, cuyo primer cuarteto daba el tono de todos:

Adiós, Laureano nunca laureado,

sátrapa triste y rey advenedizo.

Adiós, emperador de cuarto piso,

antes de tiempo y sin cesar pagado.

A pesar de sus simpatías de derechas y su amistad personal con el mismo Laureano Gómez, Carranza destacó los sonetos en sus páginas literarias, más como una primicia periodística que como una proclama política. Pero el rechazo fue casi unánime. Sobre todo por el contrasentido de publicarlos en el periódico de un liberal de hueso colorado como el ex presidente Eduardo Santos, tan contrario al pensamiento retrógrado de Laureano Gómez como al revolucionario de Pablo Neruda. La reacción más ruidosa fue la de quienes no toleraban que un extranjero se permitiera semejante abuso. El solo hecho de que tres sonetos casuísticos y más ingeniosos que poéticos pudieran armar tal revuelo, fue un síntoma alentador del poder de la poesía en aquellos años. De todos modos, a Neruda le impidieron después la entrada a Colombia el mismo Laureano Gómez, ya como presidente de la República, y el general Gustavo Rojas Pinilla en su momento, pero estuvo en Cartagena y Buenaventura varias veces en escalas marítimas entre Chile y Europa. Para los amigos colombianos a los que anunciaba su paso, cada escala de ida y de vuelta era una fiesta de las grandes.

Cuando ingresé a la facultad de derecho, en febrero de 1947, mi identificación permanecía incólume con el grupo Piedra y Cielo. Aunque había conocido a los más notables en la casa de Carlos Martín, en Zipaquirá, no tuve la audacia de recordárselo ni siquiera a Carranza, que era el más abordable. En cierta ocasión lo encontré tan cerca y al descubierto en la librería Grancolombia, que le hice un saludo de admirador. Me correspondió muy amable, pero no me reconoció. En cambio, en otra ocasión el maestro León de Greiff se levantó de su mesa de El Molino para saludarme en la mía cuando alguien le contó que había publicado cuentos en El Espectador, y me prometió leerlos. Por desgracia, pocas semanas después ocurrió la revuelta popular del 9 de abril, y tuve que abandonar la ciudad todavía humeante. Cuando volví, al cabo de cuatro años, El Molino había desaparecido bajo sus cenizas, y el maestro se había mudado con sus bártulos y su corte de amigos al café El Automático, donde nos hicimos amigos de libros y aguardiente, y me enseñó a mover sin arte ni fortuna las piezas del ajedrez.

A mis amigos de la primera época les parecía incomprensible que me empeñara en escribir cuentos, y yo mismo no me lo explicaba en un país donde el arte mayor era la poesía. Lo supe desde muy niño, por el éxito de Miseria humana, un poema popular que se vendía en cuadernillos de papel de estraza o recitado por dos centavos en los mercados y cementerios de los pueblos del Caribe. La novela, en cambio, era escasa. Desde María, de Jorge Isaacs, se habían escrito muchas sin mayor resonancia. José María Vargas Vila había sido un fenómeno insólito con cincuenta y dos novelas directas al corazón de los pobres. Viajero incansable, su exceso de equipaje eran sus propios libros, que se exhibían y se agotaban como pan en la puerta de los hoteles de América Latina y España. Aura o las violetas, su novela estelar, rompió más corazones que muchas mejores de contemporáneos suyos.

Las únicas que sobrevivieron a su tiempo habían sido El carnero, escrita entre 1600 y 1638 en plena Colonia por el español Juan Rodríguez Freyle, un relato tan desmesurado y libre de la historia de la Nueva Granada, que terminó por ser una obra maestra de la ficción; María, de Jorge Isaacs, en 1867; La vorágine, de José Eustasio Rivera, en 1924; La marquesa de Yolombó, de Tomás Carrasquilla, en 1926, y Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea, en 1950. Ninguno de ellos había logrado vislumbrar la gloria que tantos poetas tenían con justicia o sin ella. En cambio, el cuento -con un antecedente tan insigne como el del mismo Carrasquilla, el escritor grande de Antioquia- había naufragado en una retórica escarpada y sin alma.

La prueba de que mi vocación era sólo de narrador fue el reguero de versos que dejé en el liceo, sin firma o con seudónimos, porque nunca tuve la intención de morirme por ellos. Más aún: cuando publiqué los primeros cuentos en El Espectador, muchos se disputaban el género, pero sin derechos suficientes. Hoy pienso que esto podía entenderse porque la vida en Colombia, desde muchos puntos de vista, seguía en el siglo XIX. Sobre todo en la Bogotá lúgubre de los años cuarenta, todavía nostálgica de la Colonia, cuando me matriculé sin vocación ni voluntad en la facultad de derecho de la Universidad Nacional.

Para comprobarlo bastaba con sumergirse en el centro neurálgico de la carrera Séptima y la avenida Jiménez de Quesada, bautizado por la desmesura bogotana como la mejor esquina del mundo. Cuando el reloj público de la torre de San Francisco daba las doce del día, los hombres se detenían en la calle o interrumpían la charla en el café para ajustar los relojes con la hora oficial de la iglesia. Alrededor de ese crucero, y en las cuadras adyacentes, estaban los sitios más concurridos donde se citaban dos veces al día los comerciantes, los políticos, los periodistas -y los poetas, por supuesto-, todos de negro hasta los pies vestidos, como el rey nuestro señor don Felipe IV.

En mis tiempos de estudiante todavía se leía en aquel lugar un periódico que tal vez tenía pocos antecedentes en el mundo. Era un tablero negro como el de las escuelas, que se exhibía en el balcón de El Espectador a las doce del día y a las cinco de la tarde con las últimas noticias escritas con tiza. En esos momentos el paso de los tranvías se volvía difícil, si no imposible, por el estorbo de las muchedumbres que esperaban impacientes. Aquellos lectores callejeros tenían además la posibilidad de aplaudir con una ovación cerrada las noticias que les parecían buenas y de rechiflar o tirar piedras contra el tablero cuando no les gustaban. Era una forma de participación democrática instantánea con la cual tenía El Espectador un termómetro más eficaz que cualquier otro para medirle la fiebre a la opinión pública.

Aún no existía la televisión y había noticieros de radio muy completos pero a horas fijas, de modo que antes de ir a almorzar o a cenar, uno se quedaba esperando la aparición del tablero para llegar a casa con una versión más completa del mundo. Allí se supo y se siguió con un rigor ejemplar e inolvidable el vuelo solitario del capitán Concha Venegas entre Lima y Bogotá. Cuando eran noticias como ésas, el tablero se cambiaba varias veces fuera de sus horas previstas para alimentar la voracidad del público con boletines extraordinarios. Ninguno de los lectores callejeros de aquel periódico único sabía que el inventor y esclavo de la idea se llamaba José Salgar, un redactor primíparo de El Espectador a los veinte años, que llegó a ser un periodista de los grandes sin haber ido más allá de la escuela primaria.

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