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La institución distintiva de Bogotá eran los cafés del centro, en los que tarde o temprano confluía la vida de todo el país. Cada uno disfrutó en su momento de una especialidad -política, literaria, financiera-, de modo que gran parte de la historia de Colombia en aquellos años tuvo alguna relación con ellos. Cada quien tenía su favorito como una señal infalible de su identidad.

Escritores y políticos de la primera mitad del siglo -incluido algún presidente de la República- habían estudiado en los cafés de la calle Catorce, frente al colegio del Rosario. El Windsor, que hizo su época de políticos famosos, era uno de los más perdurables y fue refugio del gran caricaturista Ricardo Rendón, que hizo allí su obra grande, y años después se perforó el cráneo genial con un plomo de revólver en la trastienda de la Gran Vía.

El revés de mis tantas tardes de tedio fue el descubrimiento casual de una sala de música abierta al público en la Biblioteca Nacional. La convertí en mi refugio preferido para leer al amparo de los grandes compositores, cuyas obras solicitábamos por escrito a una empleada encantadora. Entre los visitantes habituales descubríamos afinidades de toda índole por la clase de música que preferíamos. Así conocí a la mayoría de mis autores preferidos a través de los gustos ajenos, por lo abundantes y variados, y aborrecí a Chopin durante muchos años por culpa de un melómano implacable que lo solicitaba casi a diario y sin misericordia.

Una tarde encontré la sala desierta porque el7sistema estaba descompuesto, pero la directora me permitió sentarme a leer en el silencio. Al principio me sentí en un remanso de paz, pero antes de dos horas no había logrado concentrarme por unas ráfagas de ansiedad que me estorbaban la lectura y me hacían sentir ajeno a mi propio pellejo. Tardé varios días en darme cuenta de que el remedio de mi ansiedad no era el silencio de la sala sino el ámbito de la música, que desde entonces se me convirtió en una pasión casi secreta y para siempre.

Las tardes de los domingos, cuando cerraban la sala de música, mi diversión más fructífera era viajar en los tranvías de vidrios azules, que por cinco centavos giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida Chile, y pasar en ellos aquellas tardes de adolescencia que parecían arrastrar una cola interminable de otros muchos domingos perdidos. Lo único que hacía durante aquel viaje de círculos viciosos era leer libros de versos, quizás una cuadra de la ciudad por cada cuadra de versos, hasta que se encendían las primeras luces en la llovizna perpetua. Entonces recorría los cafés taciturnos de los barrios viejos en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los poemas que acababa de leer. A veces lo encontraba -siempre un hombre- y nos quedábamos hasta pasada la medianoche en algún cuchitril de mala muerte, rematando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos nos habíamos fumado y hablando de poesía mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.

En aquel tiempo todo el mundo era joven, pero siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que nosotros. Las generaciones se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales, y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor. A veces encuentro entre papeles viejos algunas de las fotos que nos tomaban los fotógrafos callejeros en el atrio de la iglesia

de San Francisco, y no puedo reprimir un frémito de compasión, porque no parecen fotos nuestras sino de los hijos de nosotros mismos, en una ciudad de puertas cerradas donde nada era fácil, y mucho menos sobrevivir sin amor a las tardes de los domingos. Allí conocí por casualidad a mi tío José María Valdeblánquez, cuando creí ver a mi abuelo abriéndose paso con el paraguas entre la muchedumbre dominical que salía de misa. Su atuendo no enmascaraba un ápice de su identidad: vestido entero de paño negro, camisa blanca con cuello de celuloide y corbata de rayas diagonales, chaleco con leontina, sombrero duro y espejuelos dorados. Fue tal mi impresión que le cerré el paso sin darme cuenta. Él levantó el paraguas amenazante y me enfrentó a una cuarta de los ojos:

– ¿Puedo pasar?

– Perdóneme -le dije avergonzado-. Es que lo confundí con mi abuelo.

Él siguió escrutándome con su mirada de astrónomo, y me preguntó con una mala ironía:

– ¿Y se puede saber quién es ese abuelo tan famoso?

Confundido por mi propia impertinencia le dije el nombre completo. El bajó entonces el paraguas y sonrió de muy buen talante.

– Pues con razón nos parecemos -dijo-. Soy su primogénito.

La vida diaria era más llevadera en la Universidad Nacional. Sin embargo, no logro encontrar en la memoria la realidad de aquel tiempo, porque no creo haber sido estudiante de derecho ni un solo día, a pesar de que mis calificaciones del primer año -el único que terminé en Bogotá- permitan creer lo contrario. Allí no había tiempo ni ocasión de establecer las relaciones personales que se lograban en el liceo, y los compañeros de curso se dispersaban en la ciudad al terminar las clases. Mi sorpresa más grata fue encontrar como secretario general de la facultad de derecho al escritor Pedro Gómez Valderrama, del cual tenía noticia por sus colaboraciones tempranas en las páginas literarias, y que fue uno de mis amigos grandes hasta su muerte prematura.

Mi condiscípulo más asiduo desde el primer año fue Gonzalo Mallarino Botero, el único acostumbrado a creer en algunos prodigios de la vida que eran verdad aunque no fueran ciertos. Él fue quien me enseñó que la facultad de derecho no era tan estéril como yo pensaba, pues desde el primer día me sacó de la clase de estadística y demografía, a las siete de la madrugada, y me desafió a un duelo personal de poesía en el café de la ciudad universitaria. En las horas muertas de la mañana recitaba de memoria los poemas de los clásicos españoles, y yo le correspondía con poemas de los jóvenes colombianos que habían abierto fuego contra los coletazos retóricos del siglo anterior.

Un domingo me invitó a su casa, donde vivía con su madre y sus hermanas y hermanos, en un ambiente de tensiones fraternales como las de mi casa paterna. Víctor, el mayor, era ya un hombre de teatro de tiempo completo, y un declamador reconocido en el ámbito de la lengua española. Desde que escapé a la tutela de mis padres no volví a sentirme nunca como en mi casa, hasta que conocí a Pepa Botero, la madre de los Mallarino, una antioqueña sin desbravar en la médula hermética de la aristocracia bogotana. Con su inteligencia natural y su habla prodigiosa tenía la facultad inigualable de conocer el sitio justo en que las malas palabras recobran su estirpe cervantina. Eran tardes inolvidables, viendo atardecer sobre la esmeralda sin límites de la sabana, al calor del chocolate perfumado y las almojábanas calientes. Lo que aprendí de Pepa Botero, con su jerga destapada, con su modo de decir las cosas de la vida común, me fue invaluable para una nueva retórica de la vida real.

Otros condiscípulos afines eran Guillermo López Guerra y Álvaro Vidal Varón, que ya habían sido mis cómplices en el liceo de Zipaquirá. Sin embargo, en la universidad estuve más cerca de Luis Villar Borda y Camilo Torres Restrepo, que hacían con las uñas y por amor al arte el suplemento literario de La Razón, un diario casi secreto que dirigía el poeta y periodista Juan Lozano y Lozano. Los días de cierre me iba con ellos a la redacción y les daba una mano en las emergencias de última hora. Algunas veces coincidí con el director, cuyos sonetos admiraba y más aún las semblanzas de personajes nacionales que publicaba en la revista Sábado. Él recordaba con cierta vaguedad la nota de Ulises sobre mí, pero no había leído ningún cuento, y me escabullí del tema porque estaba seguro de que no le gustarían. Desde el primer día me dijo al despedirse que las páginas de su periódico estaban abiertas para mí, pero lo tomé sólo como un cumplido bogotano.

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