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En el café Asturias, Camilo Torres Restrepo y Luis Villar Borda, condiscípulos míos en la facultad de derecho, me presentaron a Plinio Apuleyo Mendoza, que a sus dieciséis años había publicado una serie de prosas líricas, el género de moda impuesto en el país por Eduardo Carranza desde las páginas literarias de El Tiempo. Era de piel curtida, con un cabello retinto y liso, que acentuaba su buena apariencia de indio. A pesar de su edad había logrado acreditar sus notas en el semanario Sábado, fundado por su padre, Plinio Mendoza Neira, antiguo ministro de la Guerra y un gran periodista nato que tal vez no escribió una línea completa en toda su vida. Sin embargo, enseñó a muchos a escribir las suyas en periódicos que fundaba a todo bombo y abandonaba por altos cargos políticos o para fundar otras empresas enormes y catastróficas. Al hijo no lo vi más de dos o tres veces por aquella época, siempre con condiscípulo míos. Me impresionó que a su edad razonaba como un anciano, pero nunca se me hubiera ocurrido pensar que años después íbamos a compartir tantas jornadas de periodismo temerario, pues todavía no se me había ocurrido el embeleco del periodismo como oficio, y como ciencia me interesaba menos que la del derecho.

Nunca había pensado en realidad que llegara a interesarme, hasta uno de aquellos días, cuando Elvira Mendoza, hermana de Plinio, le hizo a la declamadora argentina Berta Singerman una entrevista de emergencia que me cambió por completo los prejuicios contra el oficio y me descubrió una vocación ignorada. Más que una entrevista clásica de preguntas y respuestas -que tantas dudas me dejaban y siguen dejándome- fue una de las más originales que se publicaron en Colombia. Años después, cuando Elvira Mendoza era ya una periodista internacional consagrada y una de mis buenas amigas, me contó que había sido un recurso desesperado para salvar un fracaso.

La llegada de Berta Singerman había sido el acontecimiento del día. Elvira -que dirigía la sección femenina en la revista Sábado- pidió autorización para hacerle una entrevista, y la obtuvo con algunas reticencias de su padre por su falta de práctica en el género. La redacción de Sábado era un sitio de reunión de los intelectuales más conocidos por aquellos años y Elvira les pidió unas preguntas para su cuestionario, pero estuvo al borde del pánico cuando tuvo que enfrentarse al menosprecio con que Berta Singerman la recibió en la suite presidencial del hotel Granada.

Desde la primera pregunta se complació en rechazarlas como tontas o imbéciles, sin sospechar que detrás de cada una había un buen escritor de los tantos que ella conocía y admiraba por sus varias visitas a Colombia. Elvira, que fue siempre de genio vivo, tuvo que tragarse sus lágrimas y soportar en vilo aquel desaire. La entrada imprevista del esposo de Berta Singerman le salvó el reportaje, pues fue él quien manejó la situación con un tacto exquisito y un buen sentido del humor cuando estaba a punto de convertirse en un incidente grave.

Elvira no escribió el diálogo que había previsto con las respuestas de la diva, sino que hizo el reportaje de sus dificultades con ella. Aprovechó la intervención providencial del esposo, y lo convirtió en el verdadero protagonista del encuentro. Berta Singerman hizo una de sus furias históricas cuando leyó la entrevista. Pero Sábado era ya el semanario más leído, y su circulación semanal aceleró su ascenso hasta cien mil ejemplares en una ciudad de seiscientos mil habitantes.

La sangre fría y el ingenio con que Elvira Mendoza aprovechó la necedad de Berta Singerman para revelar su personalidad verdadera, me puso a pensar por primera vez en las posibilidades del reportaje, no como medio estelar de información, sino mucho más: como género literario. No iban a pasar muchos años sin que lo comprobara en carne propia, hasta llegar a creer como creo hoy más que nunca que novela y reportaje son hijos de una misma madre.

Hasta entonces sólo me había arriesgado con la poesía: versos satíricos en la revista del colegio San José y prosas líricas o sonetos de amores imaginarios a la manera de Piedra y Cielo en el único número del periódico del Liceo Nacional. Poco antes, Cecilia González, mi cómplice de Zipaquirá, había convencido al poeta y ensayista Daniel Arango de que publicara una cancioncilla escrita por mí, con seudónimo y en tipografía de siete puntos, en el rincón más escondido del suplemento dominical de El Tiempo. La publicación no me impresionó ni me hizo sentir más poeta de lo que era. En cambio, con el reportaje de Elvira tomé conciencia del periodista que llevaba dormido en el corazón, y me hice al ánimo de despertarlo. Empecé a leer los periódicos de otro modo. Camilo Torres y Luis Villar Borda, que estuvieron de acuerdo conmigo, me reiteraron el ofrecimiento de don Juan Lozano en sus páginas de La Razón, pero sólo me atreví con un par de poemas técnicos que nunca tuve como míos. Me propusieron hablar con Plinio Apuleyo Mendoza para la revista Sábado, pero mi timidez tutelar me advirtió que me faltaba mucho para arriesgarme con las luces apagadas en un oficio nuevo. Sin embargo, mi descubrimiento tuvo una utilidad inmediata, pues por esos días estaba enredado con la mala conciencia de que todo lo que escribía, en prosa o en verso, e incluso las tareas del liceo, eran imitaciones descaradas de Piedra y Cielo, y me propuse un cambio de fondo a partir de mi cuento siguiente. La práctica terminó por convencerme de que los adverbios de modo terminados en mente son un vicio empobrecedor. Así que empecé a castigarlos donde me salían al paso, y cada vez me convencía más de que aquella obsesión me obligaba a encontrar formas más ricas y expresivas. Hace mucho tiempo que en mis libros no hay ninguno, salvo en alguna cita textual. No sé, por supuesto, si mis traductores han detectado y contraído también, por razones de su oficio, esa paranoia de estilo.

La amistad con Camilo Torres y Villar Borda rebasó muy pronto los límites de las aulas y la sala de redacción y andábamos más tiempo juntos en la calle que en la universidad. Ambos hervían a fuego lento en un inconformismo duro por la situación política y social del país. Embebido en los misterios de la literatura yo no intentaba siquiera comprender sus análisis circulares y sus premoniciones sombrías, pero las huellas de su amistad prevalecieron entre las más gratas y útiles de aquellos años.

En las clases de la universidad, en cambio, estaba encallado. Siempre lamenté mi falta de devoción por los méritos de los maestros de grandes nombres que soportaban nuestros hastíos. Entre ellos Alfonso López Michelsen, hijo del único presidente colombiano reelegido en el siglo XX, y creo que de allí venía la impresión generalizada de que también él estaba predestinado a ser presidente por nacimiento, como en efecto lo fue. Llegaba a su cátedra de introducción al derecho con una puntualidad irritante y unas espléndidas chaquetas de casimir hechas en Londres. Dictaba su clase sin mirar a nadie, con ese aire celestial de los miopes inteligentes que siempre parecen andar a través de los sueños ajenos. Sus clases me parecían monólogos de una sola cuerda como lo era para mí cualquier clase que no fuera de poesía, pero el tedio de su voz tenía la virtud hipnótica de un encantador de serpientes. Su vasta cultura literaria tenía desde entonces un sustento cierto, y sabía usarla por escrito y de viva voz, pero sólo empecé a apreciarla cuando volvimos a conocernos años después y a hacernos amigos ya lejos del sopor de la cátedra. Su prestigio de político empedernido se nutría de su encanto personal casi mágico y de una lucidez peligrosa para descubrir las segundas intenciones de la gente. Sobre todo de la que quería menos. Sin embargo, su virtud más distinguida de hombre público fue su poder asombroso para crear situaciones históricas con una sola frase.

Con el tiempo logramos una buena amistad, pero en la universidad no fui el más asiduo y aplicado, y mi timidez irredimible mantenía una distancia insalvable, en especial con la gente que admiraba. Por todo esto me sorprendió tanto que me llamara al examen final de primer año, a pesar de mis faltas de asistencia que me habían merecido una reputación de alumno invisible.

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