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Apelé a mi viejo truco de desviar el tema con recursos retóricos. Me di cuenta de que el maestro era consciente de mi astucia, pero tal vez la apreciaba como un recreo literario. El único tropiezo fue que en la agonía del examen usé la palabra prescripción y él se apresuró a pedirme que la definiera para asegurarse de que yo sabía de qué estaba hablando.

– Prescribir es adquirir una propiedad por el transcurso del tiempo -le dije.

Él me preguntó de inmediato:

– ¿Adquirirla o perderla?

Era lo mismo, pero no le discutí por mi inseguridad congénita, y creo que fue una de sus célebres bromas de sobremesa, porque en la calificación no me cobró la duda. Años después le comenté el incidente y no lo recordaba, por supuesto, pero entonces ni él ni yo estábamos seguros siquiera de que el episodio fuera cierto.

Ambos encontramos en la literatura un buen remanso para olvidarnos de la política y los misterios de la prescripción, y en cambio descubríamos libros sorprendentes y escritores olvidados en conversaciones infinitas que a veces terminaron por desbaratar visitas y exasperar a nuestras esposas. Mi madre me había convencido de que éramos parientes, y así era. Sin embargo, mejor que cualquier vínculo extraviado nos identificaba nuestra pasión común por los cantos vallenatos.

Otro pariente casual, por parte de padre, era Carlos H. Pareja, profesor de economía política y dueño de la librería Grancolombia, favorita de los estudiantes por la buena costumbre de exhibir las novedades de grandes autores en mesas descubiertas y sin vigilancia. Hasta sus mismos alumnos invadíamos el local en los descuidos del atardecer y escamoteábamos los libros por artes digitales, de acuerdo con el código escolar de que robar libros es delito pero no pecado. No por virtud sino por miedo físico, mi papel en los asaltos se limitaba a proteger las espaldas de los más diestros, con la condición de que además de los libros para ellos se llevaran algunos indicados por mí. Una tarde, uno de mis cómplices acababa de robarse La ciudad sin Laura, de Francisco Luis Bernárdez, cuando sentí una garra feroz en mi hombro, y una voz de sargento:

– ¡Al fin, carajo!

Me volví aterrado, y me enfrenté al maestro Carlos H. Pareja, mientras tres de mis cómplices escapaban en estampida. Por fortuna, antes de que alcanzara a disculparme me di cuenta de que el maestro no me había sorprendido por ladrón, sino por no haberme visto en su clase durante más de un mes. Después de un regaño más bien convencional, me preguntó:

– ¿Es verdad que eres hijo de Gabriel Eligio?

Era verdad, pero le contesté que no, porque sabía que su padre y el mío eran en realidad parientes distanciados por un incidente personal que nunca entendí. Pero más tarde se enteró de la verdad y desde aquel día me distinguió en la librería y en las clases como sobrino suyo, y mantuvimos una relación más política que literaria, a pesar de que él había escrito y publicado varios libros de versos desiguales con el seudónimo de Simón Latino. La conciencia del parentesco, sin embargo, sólo le sirvió a él para que no me prestara más como pantalla para robarle libros.

Otro maestro excelente, Diego Montaña Cuéllar, era el reverso de López Michelsen, con quien parecía mantener una rivalidad secreta. López como un liberal travieso y Montaña Cuéllar como un radical de izquierda. Sostuve con éste una buena relación fuera de la cátedra, Y siempre me pareció que López Michelsen me veía como a un pichón de poeta, y en cambio Montaña Cuéllar me veía como un buen prospecto para su proselitismo revolucionario.

Mi simpatía con Montaña Cuéllar empezó por un tropiezo que él sufrió con tres jóvenes oficiales de la escuela militar que asistían a sus clases en uniforme de parada. Eran de una puntualidad cuartelaria, se sentaban juntos en las mismas sillas apartadas, tomaban notas implacables y obtenían calificaciones merecidas en exámenes rígidos. Diego Montaña Cuéllar les aconsejó en privado desde los primeros días que no fueran a las clases en uniformes de guerra. Ellos le contestaron con sus mejores modos que cumplían órdenes superiores, y no pasaron por alto ninguna oportunidad de hacérselo sentir. En todo caso, al margen de sus rarezas, para alumnos y maestros fue siempre claro que los tres oficiales eran estudiantes notables.

Llegaban con sus uniformes idénticos, impecables, siempre juntos y puntuales. Se sentaban aparte, y eran los alumnos más serios y metódicos, pero siempre me pareció que estaban en un mundo distinto del nuestro. Si uno les dirigía la palabra, eran atentos y amables, pero de un formalismo invencible: no decían más de lo que se les preguntaba. En tiempos de exámenes, los civiles nos dividíamos en grupos de cuatro para estudiar en los cafés, nos encontrábamos en los bailes de los sábados, en las pedreas estudiantiles, en las cantinas mansas y los burdeles lúgubres de la época, pero nunca nos encontramos ni por casualidad con nuestros condiscípulos militares.

Apenas si me crucé con ellos algún saludo durante el año largo en que coincidimos en la universidad. No había tiempo, además, porque llegaban en punto a las clases y se iban con la última palabra del maestro, sin alternar con nadie, salvo con otros militares jóvenes del segundo año, con los que se juntaban en los descansos. Nunca supe sus nombres ni volví a tener noticias de ellos. Hoy me doy cuenta de que las mayores reticencias no eran tan suyas como mías, que nunca pude superar la amargura con que mis abuelos evocaban sus guerras frustradas y las matanzas atroces de las bananeras.

Jorge Soto del Corral, el maestro de derecho constitucional, tenía fama de saber de memoria todas las constituciones del mundo, y en las clases nos mantenía deslumbrados con el resplandor de su inteligencia y su erudición jurídica, sólo entorpecida por su escaso sentido del humor. Creo que era uno de los maestros que hacían lo posible para que no afloraran en la cátedra sus diferencias políticas, pero se les notaban más de lo que ellos mismos creían. Hasta por los gestos de las manos y el énfasis de sus ideas, pues era en la universidad donde más se sentía el pulso profundo de un país que estaba al borde de una nueva guerra civil al cabo de cuarenta y tantos años de paz armada.

A pesar de mi ausentismo crónico y mi negligencia jurídica, aprobé las materias fáciles del primer año de derecho con recalentamientos de última hora, y las más difíciles con mi viejo truco de escamotear el tema con recursos de ingenio. La verdad es que no estaba a gusto dentro de mi pellejo y no sabía cómo seguir caminando a tientas en aquel callejón sin salida. El derecho lo entendía menos y me interesaba mucho menos que cualquiera de las materias del liceo, y ya me sentía bastante adulto como para tomar mis propias decisiones. Al final, después de dieciséis meses de supervivencia milagrosa, sólo me quedó un buen grupo de amigos para el resto de la vida.

Mi escaso interés en los estudios fue más escaso aún después de la nota de Ulises, sobre todo en la universidad, donde algunos de mis condiscípulos empezaron a darme el título de maestro y me presentaban como escritor. Esto coincidía con mi determinación de aprender a construir una estructura al mismo tiempo verosímil y fantástica, pero sin resquicios. Con modelos perfectos y esquivos, como Edipo rey, de Sófocles, cuyo protagonista investiga el asesinato de su padre y termina por descubrir que él mismo es el asesino; como «La pata de mono», de W. W. Jacob, que es el cuento perfecto, donde todo cuanto sucede es casual; como Bola de sebo, de Maupassant, y tantos otros pecadores grandes a quienes Dios tenga en su santo reino. En ésas andaba una noche de domingo en que por fin me sucedió algo que merecía contarse. Había pasado casi todo el día ventilando mis frustraciones de escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la avenida Chile, y cuando regresaba a la pensión en el último tranvía subió un fauno de carne y hueso en la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno. Noté que ninguno de los escasos pasajeros de medianoche se sorprendió de verlo, y eso me hizo pensar que era uno más de los disfrazados que los domingos vendían de todo en los parques de niños. Pero la realidad me convenció de que no podía dudar, porque su cornamenta y sus barbas eran tan montaraces como las de un chivo, hasta el punto que percibí al pasar el tufo de su pelambre. Antes de la calle 26, que era la del cementerio, descendió con unos modos de buen padre de familia y desapareció entre las arboledas del parque.

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