Después de la media noche, despertado por mis tumbos en la cama, Domingo Manuel Vega me preguntó qué me pasaba. «Es que un fauno se subió en el tranvía», le dije entre sueños. El me replicó bien despierto que si era una pesadilla debía ser por la mala digestión del domingo, pero si era el tema para mi próximo cuento le parecía fantástico. La mañana siguiente ya no supe si en realidad había visto un fauno en el tranvía o si había sido una alucinación dominical. Empecé por admitir que me había dormido por el cansancio del día y tuve un sueño tan nítido que no podía separarlo de la realidad. Pero lo esencial para mí no terminó por ser si el fauno era real, sino que lo había vivido como si lo fuera. Y por lo mismo -real o soñado- no era legítimo considerarlo como un embrujo de la imaginación sino como una experiencia maravillosa de mi vida.
Así que lo escribí al día siguiente de un tirón, lo puse debajo de la almohada y lo leí y releí varias noches antes de dormir y en las mañanas al despertar. Era una transcripción descarnada y literal del episodio del tranvía, tal como ocurrió, y en un estilo tan inocente como la noticia de un bautismo en una página social. Por fin, reclamado por nuevas dudas, decidí someterlo a la prueba infalible de la letra impresa, pero no en El Espectador sino en el suplemento literario de El Tiempo. Quizás fuera el modo de conocer un criterio distinto al de Eduardo Zalamea, sin comprometerlo a él en una aventura que no tenía por qué compartir. Lo mandé con un compañero de pensión junto con una carta para don Jaime Posada, el nuevo y muy joven director del «Suplemento Literario» de El Tiempo. Sin embargo, el cuento no fue publicado ni la carta contestada.
Los cuentos de esa época, en el orden en que fueron escritos y publicados en «Fin de Semana», desaparecieron de los archivos de El Espectador en el asalto e incendio de ese periódico por las turbas oficiales el 6 de setiembre de 1952. Yo mismo no tenía copia, ni las tenían mis amigos más acuciosos, de modo que pensé con un cierto alivio que habían sido incinerados por el olvido. Sin embargo, algunos suplementos literarios de provincia los habían reproducido en su momento sin autorización, y otros se publicaron en distintas revistas, hasta que fueron recogidos en un volumen por ediciones Alfil de Montevideo, en 1972, con el título de uno de ellos: Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles.
Faltaba uno que nunca ha sido incluido en libro tal vez por falta de una versión confiable: «Tubal Caín forja una estrella», publicado por El Espectador el 17 de enero de 1948. El nombre del protagonista, como no todo el mundo sabe, es el de un herrero bíblico que inventó la música. Fueron tres cuentos. Leídos en el orden en que fueron escritos y publicados me parecieron inconsecuentes y abstractos, y algunos disparatados, y ninguno se sustentaba en sentimientos reales. Nunca logré establecer el criterio con que los leyó un crítico tan severo como Eduardo Zalamea. Sin embargo, para mí tienen una importancia que no tienen para nadie más, y es que en cada uno de ellos hay algo que responde a la rápida evolución de mi vida en aquella época.
Muchas de las novelas que entonces leía y admiraba sólo me interesaban por sus enseñanzas técnicas. Es decir: por su carpintería secreta. Desde las abstracciones metafísicas de los tres primeros cuentos hasta los tres últimos de entonces, he encontrado pistas precisas y muy útiles de la formación primaria de un escritor. No me había pasado por la mente la idea de explorar otras formas. Pensaba que cuento y novela no sólo eran dos géneros literarios diferentes sino dos organismos de naturaleza diversa que sería funesto confundir. Hoy sigo creyéndolo como entonces, y convencido más que nunca de la supremacía del cuento sobre la novela.
Las publicaciones de El Espectador, al margen del éxito literario, me crearon otros problemas más terrestres y divertidos. Amigos despistados me paraban en la calle para pedirme préstamos de salvación, pues no podían creer que un escritor con tanto despliegue no recibiera sumas enormes por sus cuentos. Muy pocos me creyeron la verdad de que nunca me pagaron un centavo por su publicación, ni yo lo esperaba, porque no era de uso en la prensa del país. Más grave aún fue la desilusión de mi papá cuando se convenció de que yo no podría asumir mis propios gastos cuando estaban estudiando tres de los once hermanos que ya habían nacido. La familia me mandaba treinta pesos al mes. La sola pensión me costaba dieciocho sin derecho a huevos en el desayuno, y siempre me veía obligado a descompletarlos para gastos imprevistos. Por fortuna, no sé de dónde había contraído el hábito de hacer dibujos inconscientes en los márgenes de los periódicos, en las servilletas de los restaurantes, en las mesas de mármol de los cafés. Me atrevo a creer que aquellos dibujos eran descendientes directos de los que pintaba de niño en las paredes de la platería del abuelo, y que tal vez eran válvulas fáciles de desahogo. Un contertulio ocasional de El Molino, que tenía influencias en un ministerio para colocarse como dibujante sin tener la menor noción de dibujo, me propuso que le hiciera el trabajo y nos dividiéramos el sueldo. En el resto de mi vida nunca estuve tan cerca de la corrupción, pero no tan cerca para arrepentirme.
Mi interés por la música se incrementó también en esa época en que los cantos populares del Caribe -con los cuales había sido amamantado- se abrían paso en Bogotá. El programa de mayor audiencia era La hora costeña, animada por don Pascual Delvecchio, una especie de cónsul musical de la costa atlántica para la capital. Se había vuelto tan popular los domingos en la mañana, que los estudiantes caribes íbamos a bailar en las oficinas de la emisora hasta muy avanzada la tarde. Aquél fue el origen de la inmensa popularidad de nuestras músicas en el interior del país y más tarde hasta en sus últimos rincones, y una promoción social de los estudiantes costeños en Bogotá.
El único inconveniente era el fantasma del matrimonio a la fuerza. Pues no sé qué malos precedentes habían hecho prosperar en la costa la creencia de que las novias de Bogotá se hacían fáciles con los costeños y nos ponían trampas de cama para casarnos a la fuerza. Y no por amor, sino por la ilusión de vivir con una ventana frente al mar. Nunca tuve esa idea. Al contrario, los recuerdos más ingratos de mi vida son de los burdeles siniestros de los extramuros de Bogotá, donde íbamos a desaguar nuestras borracheras sombrías. En el más sórdido de ellos estuve a punto de dejar la poca vida que llevaba dentro cuando una mujer con la que acababa de estar apareció desnuda en el corredor gritando que le había robado doce pesos de una gaveta del tocador. Dos atarvanes de la casa me tumbaron a golpes y no les bastó con sacarme de los bolsillos los últimos dos pesos que me quedaban después de un amor de mala muerte, sino que me desnudaron hasta los zapatos y me exploraron a dedo en busca del dinero robado. De todos modos habían resuelto no matarme sino entregarme a la policía, cuando la mujer recordó que el día anterior había cambiado el escondite de su plata y lo encontró intacto.
Entre las amistades que me quedaron de la universidad, la de Camilo Torres no sólo fue de las menos olvidables, sino la más dramática de nuestra juventud. Un día no asistió a clases por primera vez. La razón se regó como pólvora. Arregló sus cosas y decidió fugarse de su casa para el seminario de Chiquinquirá, a ciento y tantos kilómetros de Bogotá. Su madre lo alcanzó en la estación del ferrocarril y lo encerró en su biblioteca. Allí lo visité, más pálido que de costumbre, con una ruana blanca y una serenidad que por primera vez me hizo pensar en un estado de gracia. Había decidido ingresar en el seminario por una vocación que disimulaba muy bien, pero que estaba resuelto a obedecer hasta el final.
– Ya lo más difícil pasó -me dijo.
Fue su modo de decirme que se había despedido de su novia, y que ella celebraba su decisión. Después de una tarde enriquecedora me hizo un regalo indescifrable: El origen de las especies, de Darwin. Me despedí de él con la rara certidumbre de que era para siempre.