– Me avisan cuando vuelva a morirse el abuelo.
Aquellos arranques tan espontáneos exasperaban a mi padre y se sumaban a los motivos que ya estaba acumulando para mandar a Luis Enrique al reformatorio de Medellín. Pero conmigo en Barranquilla se volvió otro. Archivó el repertorio de anécdotas populares y me contaba episodios interesantes de su vida difícil con su madre, de la tacañería legendaria de su padre y de sus dificultades para estudiar. Aquellos recuerdos me permitieron soportar mejor algunos de sus caprichos y entender algunas de sus incomprensiones.
En esa época hablamos de libros leídos y por leer, e hicimos en los puestos leprosos del mercado público una buena cosecha de historietas de Tarzán y de detectives y guerras del espacio. Pero también estuve a punto de ser víctima de su sentido práctico, sobre todo cuando decidió que hiciéramos una sola comida al día. Nuestro primer tropiezo lo sufrimos cuando me sorprendió rellenando con gaseosas y panes de dulce los huecos del atardecer siete horas después del almuerzo, y no supe decirle de dónde había sacado la plata para comprarlos. No me atreví a confesarle que mi madre me había dado algunos pesos a escondidas en previsión del régimen trapense que él imponía en sus viajes. Aquella complicidad con mi madre se prolongó mientras ella dispuso de medios. Cuando fui interno a la escuela secundaria me ponía en la maleta cosas diversas de baño y tocador, y una fortuna de diez pesos dentro de una caja de jabón de Reuter con la ilusión de que la abriera en un momento de apuro. Así fue, pues mientras estudiábamos lejos de casa cualquier momento era ideal para encontrar diez pesos.
Papá se las arreglaba para no dejarme solo de noche en la farmacia de Barranquilla, pero sus soluciones no eran siempre las más divertidas para mis doce años. Las visitas nocturnas a familias amigas se me hacían agotadoras, porque las que tenían hijos de mi edad los obligaban a acostarse a las ocho y me dejaban atormentado por el aburrimiento y el sueño en el yermo de las chacharas sociales. Una noche debí quedarme dormido en la visita a la familia de un médico amigo y no supe cómo ni a qué hora desperté caminando por una calle desconocida. No tenía la menor idea de dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí, y sólo pudo entenderse como un acto de sonambulismo. No había ningún precedente familiar ni se repitió hasta hoy, pero sigue siendo la única explicación posible. Lo primero que me sorprendió al despertar fue la vitrina de una peluquería con espejos radiantes donde atendían a tres o cuatro clientes bajo un reloj a las ocho y diez, que era una hora impensable para que un niño de mi edad estuviera solo en la calle. Aturdido por el susto confundí los nombres de la familia donde estábamos de visita y recordaba mal la dirección de la casa, pero algunos transeúntes pudieron atar cabos para llevarme a la dirección correcta. Encontré el vecindario en estado de pánico por toda clase de conjeturas sobre mi desaparición. Lo único que sabían de mí era que me había levantado de la silla en medio de la conversación y pensaron que había ido al baño. La explicación del sonambulismo no convenció a nadie, y menos a mi padre, que lo entendió sin más vueltas como una travesura que me salió mal. Por fortuna logré rehabilitarme días después en otra casa donde me dejó una noche mientras asistía a una comida de negocios. La familia en pleno sólo estaba pendiente de un concurso popular de adivinanzas de la emisora Atlántico, que aquella vez parecía insoluble: «¿Cuál es el animal que al voltearse cambia de nombre?». Por un raro milagro yo había leído la respuesta aquella misma tarde en la última edición del Almanaque Bristol y me pareció un mal chiste: el único animal que cambia de nombre es el escarabajo, porque al voltearse se convierte en escararriba. Se lo dije en secreto a una de las niñas de la casa, y la mayor se precipitó al teléfono y dio la respuesta a la emisora Atlántico. Ganó el primer premio, que habría alcanzado para pagar tres meses del alquiler de la casa: cien pesos. La sala se llenó de vecinos bulliciosos que habían escuchado el programa y se precipitaron a felicitar a las ganadoras, pero lo que le interesaba a la familia, más que el dinero, era la victoria en sí misma en un concurso que hizo época en la radio de la costa caribe. Nadie se acordó de que yo estaba ahí. Cuando papá volvió a recogerme se sumó al júbilo familiar, y brindó por la victoria, pero nadie le contó quién había sido el verdadero ganador.
Otra conquista de aquella época fue el permiso de mi padre para ir solo a la matine de los domingos en el teatro Colombia. Por primera vez se pasaban seriales con un episodio cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía tener un instante de sosiego durante la semana. La invasión de Mongo fue la primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos años después con la Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Sin embargo, el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, terminó por derrotar a todos.
En menos de dos meses terminamos de armar la farmacia y conseguimos y amueblamos la residencia de la familia. La primera era una esquina muy concurrida en el puro centro comercial y a sólo cuatro cuadras del paseo Bolívar. La residencia, por el contrario, estaba en una calle marginal del degradado y alegre Barrio Abajo, pero el precio del alquiler no correspondía a lo que era sino a lo que pretendía: una quinta gótica pintada de alfajores amarillos y rojos, y con dos alminares de guerra.
El mismo día en que nos entregaron el local de la farmacia colgamos las hamacas en los horcones de la trastienda y allí dormíamos a fuego lento en una sopa de sudor. Cuando ocupamos la residencia descubrimos que no había argollas para hamacas, pero tendimos los colchones en el suelo y dormimos lo mejor posible desde que conseguimos un gato prestado para ahuyentar los ratones. Cuando llegó mi madre con el resto de la tropa, el mobiliario estaba todavía incompleto y no había útiles de cocina ni muchas otras cosas para vivir.
A pesar de sus pretensiones artísticas, la casa era ordinaria y apenas suficiente para nosotros, con sala, comedor, dos dormitorios y un patiecito empedrado. En rigor no debía valer un tercio del alquiler que pagábamos por ella. Mi madre se espantó al verla, pero el esposo la tranquilizó con el señuelo de un porvenir dorado. Así fueron siempre. Era imposible concebir dos seres tan distintos que se entendieran tan bien y se quisieran tanto.
El aspecto de mi madre me impresionó. Estaba encinta por séptima vez, y me pareció que sus párpados y sus tobillos estaban tan hinchados corno su cintura. Entonces tenía treinta y tres años y era la quinta casa que amueblaba. Me impresionó su mal estado de ánimo, que se agravó desde la primera noche, aterrada por la idea que ella misma inventó, sin fundamento alguno, de que allí había vivido la Mujer X antes de que la acuchillaran. El crimen se había cometido hacía siete años, en la estancia anterior de mis padres, y fue tan aterrador que mi madre se había propuesto no volver a vivir en Barranquilla. Tal vez lo había olvidado cuando regresó aquella vez, pero le volvió de golpe desde la primera noche en una casa sombría en la que había detectado al instante un cierto aire del castillo de Drácula.
La primera noticia de la Mujer X había sido el hallazgo del cuerpo desnudo e irreconocible por su estado de descomposición. Apenas se pudo establecer que era una mujer menor de treinta años, de cabello negro y rasgos atractivos. Se creyó que la habían enterrado viva porque tenía la mano izquierda sobre los ojos con un gesto de terror, y el brazo derecho alzado sobre la cabeza. La única pista posible de su identidad eran dos cintas azules y una peineta adornada con lo que pudo ser un peinado de trenzas. Entre las muchas hipótesis, la que pareció más probable fue la de una bailarina francesa de vida fácil que había desaparecido desde la fecha posible del crimen.