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– O hágase el palurdo y espere a que le caiga del cielo. Al fin y al cabo, la Atenas de Sófocles no fue nunca la misma de Antígona.

Pero lo que seguí para siempre al pie de la letra fue la frase con que se despidió de mí aquella tarde:

– Le agradezco su deferencia, y voy a corresponderle con un consejo: no muestre nunca a nadie el borrador de algo que esté escribiendo.

Fue mi única conversación a solas con él, pero valió por todas, porque viajó a Barcelona el 15 de abril de 1950, como estaba previsto desde hacía más de un año, enrarecido por el traje de paño negro y el sombrero de magistrado. Fue como embarcar a un niño de escuela.

Estaba bien de salud y con la lucidez intacta a los sesenta y ocho años, pero quienes lo acompañamos al aeropuerto lo despedimos como a alguien que volvía a su tierra natal para asistir a su propio entierro.

Sólo al día siguiente, cuando llegamos a nuestra mesa del Japy, nos dimos cuenta del vacío que quedó en su silla y que nadie se decidió a ocupar mientras no llegamos al acuerdo de que fuera Germán. Necesitamos algunos días para acostumbrarnos al nuevo ritmo de la conversación diaria, hasta que llegó la primera carta de don Ramón, que parecía escrita de viva voz, con su caligrafía minuciosa en tinta morada. Así se inició una correspondencia con todos a través de Germán, frecuente e intensa, en la que contaba muy poco de su vida y mucho de una España que seguiría considerando como tierra enemiga mientras viviera Franco y mantuviera el imperio español sobre Cataluña.

La idea del semanario era de Alfonso Fuenmayor, y muy anterior a aquellos días, pero tengo la impresión de que la precipitó el viaje del sabio catalán. Reunidos a propósito en el café Roma tres noches después, Alfonso nos informó que tenía todo listo para el despegue. Sería un semanario tabloide de veinte páginas, periodístico y literario, cuyo nombre -Crónica- no diría mucho a nadie. A nosotros mismos nos parecía un delirio que después de cuatro años de no obtener recursos donde los había de sobra, Alfonso Fuenmayor los hubiera conseguido entre artesanos, mecánicos de automóviles, magistrados en retiro y hasta cantineros cómplices que aceptaron pagar anuncios con ron de caña. Pero había razones para pensar que sería bien recibido en una ciudad que en medio de sus tropeles industriales y sus ínfulas cívicas mantenía viva la devoción por sus poetas.

Además de nosotros serían pocos los colaboradores regulares. El único profesional con una buena experienda era Carlos Osío Noguera -el Vate Osío- un poeta y periodista de una simpatía muy propia y un cuerpo descomunal, funcionario del gobierno y censor en El Nacional, donde había trabajado con Álvaro Cepeda y Germán Vargas. Otro sería Roberto (Bob) Prieto, un raro erudito de la alta clase social, que podía pensar en inglés o francés tan bien como en español y tocar al piano de memoria obras varias de grandes maestros. El menos comprensible de la lista que se le ocurrió a Alfonso Fuenmayor fue Julio Mario Santodomingo. Lo impuso sin reservas por sus propósitos de ser un hombre distinto, pero lo que pocos entendíamos era que figurara en la lista del consejo editorial, cuando parecía destinado a ser un Rockefeller latino, inteligente, culto y cordial, pero condenado sin remedio a las brumas del poder. Muy pocos sabían, como lo sabíamos los cuatro promotores de la revista, que el sueño secreto de sus veinticinco años era ser escritor.

El director, por derecho propio, sería Alfonso. Germán Vargas sería antes que nada el reportero grande con quien yo esperaba compartir el oficio, no cuando tuviera tiempo -que nunca tuvimos-, sino cuando se me cumpliera el sueño de aprenderlo. Álvaro Cepeda mandaría colaboraciones en sus horas libres de la Universidad de Columbia, en Nueva York. Al final de la cola, nadie estaba más libre y ansioso que yo para ser nombrado jefe de redacción de un semanario independiente e incierto, y así se hizo.

Alfonso tenía reservas de archivo desde hacía años y mucho trabajo adelantado en los últimos seis meses con notas editoriales, materiales literarios, reportajes maestros y promesas de anuncios comerciales de sus amigos ricos. El jefe de redacción, sin horario definido y con un sueldo mejor que el de cualquier periodista de mi categoría, pero condicionado a las ganancias del futuro, estaba también preparado para tener la revista bien y a tiempo. Por fin, el sábado de la semana siguiente, cuando entré en nuestro cubículo de El Heraldo a las cinco de la tarde Alfonso Fuenmayor ni siquiera levantó la vista para terminar su editorial.

– Apúrese con sus vainas, maestro -me dijo-, que la semana entrante sale Crónica.

No me asusté, porque ya había oído la frase dos veces anteriores. Sin embargo, la tercera fue la vencida. El mayor acontecimiento periodístico de la semana -con una ventaja absoluta- había sido la llegada del futbolista brasileño Heleno de Freitas para el Deportivo Junior, pero no lo trataríamos en competencia con la prensa especializada, sino como una noticia grande de interés cultural y social. Crónica no se dejaría encasillar por esa clase de distinciones, y menos tratándose de algo tan popular como el futbol. La decisión fue unánime y el trabajo eficaz.

Habíamos preparado tanto material en la espera, que lo único de última hora fue el reportaje de Heleno, escrito por Germán Vargas, maestro del género y fanático del futbol. El primer número amaneció puntual en los puestos de venta el sábado 29 de abril de 1950, día de Santa Catalina de Siena, escritora de cartas azules en la plaza más bella del mundo. Crónica se imprimió con una divisa mía de última hora debajo del nombre: «Su mejor weekend». Sabíamos que estábamos desafiando el purismo indigesto que prevalecía en la prensa colombiana de aquellos años, pero lo que queríamos decir con la divisa no tenía un equivalente con los mismos matices en lengua española. La portada era un dibujo a tinta de Heleno de Freitas hecho por Alfonso Meló, el único retratista de nuestros tres dibujantes.

La edición, a pesar de las prisas de última hora y la falta de promoción, se agotó mucho antes de que la redacción en pleno llegara al estadio municipal el día siguiente domingo 30 de abril-, donde se jugaba el partido estelar entre el Deportivo Junior y el Sporting, ambos de Barranquilla. La revista misma estaba dividida porque Germán y Álvaro eran partidarios del Sporting y Alfonso y yo lo éramos del Junior. Sin embargo, el solo nombre de Heleno y el excelente reportaje de Germán Vargas sustentaron el equívoco de que Crónica era por fin la gran revista deportiva que Colombia esperaba.

Había lleno hasta las banderas. A los seis minutos del primer tiempo, Heleno de Freitas colocó su primer gol en Colombia con un remate de izquierda desde el centro del campo. Aunque al final ganó el Sporting por 3 a 2, la tarde fue de Heleno, y después de nosotros, por el acierto de la portada premonitoria. Sin embargo, no hubo poder humano ni divino capaz de hacerle entender a ningún público que Crónica no era una revista deportiva sino un semanario cultural que honraba a Heleno de Freitas como una de las grandes noticias del año.

No era una chiripa de novatos. Tres de los nuestros solían tratar temas de fútbol en sus columnas de interés general, incluido Germán Vargas, por supuesto. Alfonso Fuenmayor era un aficionado puntual del fútbol y Álvaro Cepeda fue durante años corresponsal en Colombia del Sporting News, de Saint Louis, Missouri. Sin embargo, los lectores que anhelábamos no acogieron con los brazos abiertos los números siguientes, y los fanáticos de los estadios nos abandonaron sin dolor.

Tratando de remendar el roto decidimos en consejo editorial que yo escribiera el reportaje central con Sebastián Berascochea, otra de las estrellas brasileñas del Deportivo Junior, con la esperanza de que conciliara futbol y literatura, como tantas veces había tratado de hacerlo con otras ciencias ocultas en mi columna diaria La fiebre del balón que Luis Carmelo Correa me había contagiado en los potreros de Cataca se me había bajado casi a cero. Además, yo era de los fanáticos precoces del béisbol caribe -o el juego de pelota, como decíamos en lengua vernácula-. Sin embargo, asumí el reto.

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