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El grupo, que vivía lejos del centro, no iba de noche al café Roma si no era por motivos concretos. Para mí, en cambio, era la casa que no tenía. Trabajaba por la mañana en la apacible redacción de El Heraldo, almorzaba como pudiera, cuando pudiera y donde pudiera, pero casi siempre invitado dentro del grupo por amigos buenos y políticos interesados. En la tarde escribía «La Jirafa», mi nota diaria, y cualquier otro texto de ocasión. A las doce del día y a las seis de la tarde era el más puntual en la librería Mundo. El aperitivo del almuerzo, que el grupo tomó durante años en el café Colombia, se trasladó más tarde al café Japy, en la acera de enfrente, por ser el más ventilado y alegre sobre la calle San Blas. Lo usábamos para visitas, oficina, negocios, entrevistas, y como un lugar fácil para encontrarnos.

La mesa de don Ramón en el Japy tenía unas leyes inviolables impuestas por la costumbre. Era el primero que llegaba por su horario de maestro hasta las cuatro de la tarde. No cabíamos más de seis en la mesa. Habíamos escogido nuestros sitios en relación con el suyo, y se consideraba de mal gusto arrimar otras sillas donde no cabían. Por la antigüedad y el rango de su amistad, Germán se sentó a su derecha desde el primer día. Era el encargado de sus asuntos materiales. Se los resolvía aunque no se los encomendara, porque el sabio tenía la vocación congénita de no entenderse con la vida práctica. Por aquellos días, el asunto principal era la venta de sus libros a la biblioteca departamental, y el remate de otras cosas antes de viajar a Barcelona, más que un secretario, Germán parecía un buen hijo.

Las relaciones de don Ramón con Alfonso, en cambio, se fundaban en problemas literarios y políticos más difíciles. En cuanto a Álvaro, siempre me pareció que se inhibía cuando lo encontraba solo en la mesa y necesitaba la presencia de otros para empezar a navegar. El único ser humano que tenía derecho libre de lugar en la mesa era Jose Félix. En la noche, don Ramón no iba al Japy sino al cercano café Roma, con sus amigos del exilio español.

El último que llegó a su mesa fui yo, y desde el primer día me senté sin derecho propio en la silla de Álvaro Cepeda mientras estuvo en Nueva York. Don Ramón me recibió como un discípulo más porque había leído mis cuentos en El Espectador. Sin embargo, nunca hubiera imaginado que llegaría a tener con él la confianza de pedirle prestado el dinero para mi viaje a Aracataca con mi madre. Poco después, por una casualidad inconcebible, tuvimos la primera y única conversación a solas cuando fui al Japy más temprano que los otros para pagarle sin testigos los seis pesos que me había prestado.

– Salud, genio -me saludó como siempre. Pero algo en mi cara lo alarmó-: ¿Está enfermo?

– Creo que no, señor -le dije inquieto-. ¿Por qué?

– Le noto demacrado -dijo él-, pero no me haga caso, por estos días todos andamos fotuts del cul.

Se guardó los seis pesos en la cartera con un gesto reticente como si fuera dinero mal habido por él.

– Se lo recibo -me explicó ruborizado- como recuerdo de un joven muy pobre que fue capaz de pagar una deuda sin que se la cobraran.

No supe qué decir, sumergido en un silencio que soporté como un pozo de plomo en la algarabía del salón. Nunca soñé con la fortuna de aquel encuentro. Tenía la impresión de que en las charlas de grupo cada quien ponía su granito de arena en el desorden, y las gracias y carencias de cada uno se confundían con las de los otros, pero nunca se me ocurrió que pudiera hablar a solas de las artes y la gloria con un hombre que vivía desde hacía años en una enciclopedia. Muchas madrugadas, mientras leía en la soledad de mi cuarto, imaginaba diálogos excitantes que habría querido sostener con él sobre mis dudas literarias, pero se derretían sin dejar rescoldos a la luz del sol. Mi timidez se agravaba cuando Alfonso irrumpía con una de sus ideas descomunales, o Germán desaprobaba una opinión apresurada del maestro, o Álvaro se desgañitaba con un proyecto que nos sacaba de quicio.

Por fortuna, aquel día en el Japy fue don Ramón quien tomó la iniciativa de preguntarme cómo iban mis lecturas. Para entonces yo había leído todo lo que pude encontrar de la generación perdida, en español, con un cuidado especial para Faulkner, al que rastreaba con un sigilo sangriento de cuchilla de afeitar, por mi raro temor de que a la larga no fuera más que un retórico astuto. Después de decirlo me estremeció el pudor de que pareciera una provocación, y traté de matizarlo, pero don Ramón no me dio tiempo.

– No se preocupe, Gabito -me contestó impasible-. Si Faulkner estuviera en Barranquilla estaría en esta mesa.

Por otra parte, le llamaba la atención que Ramón Gómez de la Serna me interesara tanto que lo citaba en «La Jirafa» a la par de otros novelistas indudables. Le aclaré que no lo hacía por sus novelas, pues aparte de El chalet de las rosas, que me había gustado mucho, lo que me interesaba de él era la audacia de su ingenio y su talento verbal, pero sólo como gimnasia rítmica para aprender a escribir. En ese sentido, no recuerdo un género más inteligente que sus famosas greguerías. Don Ramón me interrumpió con su sonrisa mordaz:

– «El peligro para usted es que sin darse cuenta aprenda también a escribir mal.

Sin embargo, antes de cerrar el tema reconoció que en medio de su desorden fosforescente, Gómez de la Serna era un buen poeta. Así eran sus réplicas, inmediatas y sabias, y apenas si me alcanzaban los nervios para asimilarlas, ofuscado por el temor de que alguien interrumpiera aquella ocasión única. Pero él sabía cómo manejarla. Su mesero habitual le llevó la Coca-Cola de las once y media, y él pareció no darse cuenta, pero se la tomó a sorbos con el pitillo de papel sin interrumpir sus explicaciones. La mayoría de los clientes lo saludaban en voz alta desde la puerta: «Cómo está, don Ramón».Y él les contestaba sin mirarlos con un aleteo de su mano de artista.

Mientras hablaba, don Ramón dirigía miradas furtivas a la carpeta de piel que mantuve apretada con ambas manos mientras lo escuchaba. Cuando acabó de tomarse la primera Coca-Cola, torció el pitillo como un destornillador y ordenó la segunda. Yo pedí la mía muy a sabiendas de que en aquella mesa cada quien pagaba lo suyo. Por fin me preguntó qué era la carpeta misteriosa a la cual me aferraba como a una tabla de náufrago.

Le conté la verdad: era el primer capítulo todavía en borrador de la novela que había empezado al regreso de Cataca con mi madre. Con un atrevimiento del que nunca volvería a ser capaz en una encrucijada de vida o muerte, puse en la mesa la carpeta abierta frente a él, como una provocación inocente. Fijó en mí sus pupilas diafanas de un azul peligroso, y me preguntó un poco asombrado:

– ¿Usted permite?

Estaba escrita a máquina con incontables correcciones, en bandas de papel de imprenta plegadas como un fuelle de acordeón. El se puso sin prisa los lentes de leer, desplegó las tiras de papel con una maestría profesional y las acomodó en la mesa. Leyó sin un gesto, sin un matiz de la piel, sin un cambio de la respiración, con un mechón de cacatúa movido apenas por el ritmo de sus pensamientos. Cuando terminó dos tiras completas las volvió a plegar en silencio con un arte medieval, y cerró la carpeta. Entonces se guardó los lentes en la funda y se los puso en el bolsillo del pecho.

– Se ve que es un material todavía crudo, como es lógico -me dijo con una gran sencillez-. Pero va bien.

Hizo algunos comentarios marginales sobre el manejo del tiempo, que era mi problema de vida o muerte, y sin duda el más difícil, y agregó:

– Usted debe ser consciente de que el drama ya sucedió y que los personajes no están allí sino para evocarlo, de modo que tiene que lidiar con dos tiempos.

Después de una serie de precisiones técnicas que no logré valorar por mi inexperiencia, me aconsejó que la ciudad de la novela no se llamara Barranquilla, como yo lo tenía decidido en el borrador, porque era un nombre tan condicionado por la realidad que le dejaría al lector muy poco espacio para soñar. Y terminó con su tono de burla:

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