Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre las buenas comadres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y cambiaban de acera para no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la verdad es que no había parrandas más honradas Y fructíferas. Si alguien lo supo de inmediato fui yo, que los acompañaba en sus gritos de los burdeles sobre la obra de John Dos Passos o los goles desperdiciados por el Deportivo Junior. Tanto, que una de las graciosas hetairas de El Gato Negro, harta de toda una noche de disputas gratuitas, nos había gritado al pasar:
– iSi ustedes tiraran tanto como gritan, nosotras estaríamos bañadas en oro!
Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio chino donde vivió durante años Orlando Rivera Figurita, mientras pintaba un mural que hizo época. No recuerdo alguien más disparatero, con su mirada lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano. Desde la escuela primaria le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que si lo hubiera sido. Hablaba, comía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y vivía su vida como un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba.
No dormía. Cuando lo visitábamos de madrugada bajaba a saltos de los andamios, más pintorreteado él mismo que el mural, y blasfemando en lengua de mambises en la resaca de la marihuana. Alfonso y yo le llevábamos artículos y cuentos para ilustrar, y teníamos que contárselos de viva voz porque no tenía paciencia para entenderlos leídos. Hacía los dibujos en un instante con técnicas de caricatura, que eran las únicas en que creía. Casi siempre le quedaban bien, aunque Germán Vargas decía de buena leche que eran mucho mejores cuando le quedaban mal.
Así era Barranquilla, una ciudad que no se parecía a ninguna, sobre todo de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte compensaban los días infernales con unos ventarrones nocturnos que se arremolinaban en los patios de las casas y se llevaban a las gallinas por los aires. Sólo permanecían vivos los hoteles de paso y las cantinas de vaporinos alrededor del puerto. Algunas pajaritas nocturnas esperaban noches enteras la clientela siempre incierta de los buques fluviales. Una banda de cobres tocaba un valse lánguido en la alameda, pero nadie la escuchaba, por los gritos de los choferes que discutían de futbol entre los taxis parados en batería en la calzada del paseo Bolívar. El único local posible era el café Roma, una tasca de refugiados españoles que no cerraba nunca por la razón simple de que no tenía puertas. Tampoco tenía techos, en una ciudad de aguaceros sacramentales, pero nunca se oyó decir que alguien dejara de comerse una tortilla de papas o de concertar un negocio por culpa de la lluvia. Era un remanso a la intemperie, con mesitas redondas pintadas de blanco y silletas de hierro bajo frondas de acacias floridas. A las once, cuando cerraban los periódicos matutinos -El Heraldo y La Prensa-, los redactores nocturnos se reunían a comer. Los refugiados españoles estaban desde las siete, después de escuchar en casa el diario hablado del profesor Juan José Pérez Domenech, que seguía dando noticias de la guerra civil española doce años después de haberla perdido. Una noche de suerte, el escritor Eduardo Zalamea había anclado allí de regreso de La Guajira, y se disparó un tiro de revólver en el pecho sin consecuencias graves. La mesa quedó como una reliquia histórica que los meseros les mostraban a los turistas sin permiso para ocuparla. Años después, Zalamea publicó el testimonio de su aventura en Cuatro años a bordo de mí mismo, una novela que abrió horizontes insospechables en nuestra generación.
Yo era el más desvalido de la cofradía, y muchas veces me refugié en el café Roma para escribir hasta el amanecer en un rincón apartado, pues los dos empleos juntos tenían la virtud paradójica de ser importantes y mal pagados. Allí me sorprendía el amanecer, leyendo sin piedad, y cuando me acosaba el hambre me tomaba un chocolate grueso con un sanduiche de buen jamón español y paseaba con las primeras luces del alba bajo los matarratones floridos del paseo Bolívar. Las primeras semanas había escrito hasta muy tarde en la redacción del periódico, y dormido unas horas en la sala desierta de la redacción o sobre los rodillos del papel de imprenta, pero con el tiempo me vi forzado a buscar un sitio menos original.
La solución, como tantas otras del futuro, me la dieron los alegres taxistas del paseo Bolívar, en un hotel de paso a una cuadra de la catedral, donde se dormía solo o acompañado por un peso y medio. El edificio era muy antiguo pero bien mantenido, a costa de las putitas de solemnidad que merodeaban por el paseo Bolívar desde las seis de la tarde al acecho de amores extraviados. El portero se llamaba Lácides. Tenía un ojo de vidrio con el eje torcido y tartamudeaba por timidez, y todavía lo recuerdo con una inmensa gratitud desde la primera noche en que llegué. Echó el peso con cincuenta centavos en la gaveta del mostrador, llena ya con los billetes sueltos y arrugados de la prima noche, y me dio la llave del cuarto número seis.
Nunca había estado en un lugar tan tranquilo. Lo más que se oía eran los pasos apagados, un murmullo incomprensible y muy de vez en cuando el crujido angustioso de resortes oxidados. Pero ni un susurro, ni un suspiro: nada. Lo único difícil era el calor de horno por la ventana clausurada con crucetas de madera. Sin embargo, desde la primera noche leí muy bien a William Irish, casi hasta el amanecer.
Había sido una mansión de antiguos navieros, con columnas enchapadas de alabastro y frisos de oropeles, alrededor de un patio interior cubierto por un vitral pagano que irradiaba un resplandor de invernadero. En la planta baja estaban las notarías de la ciudad. En cada uno de los tres pisos de la casa original había seis grandes aposentos de mármol, convertidos en cubículos de cartón -iguales al mío- donde hacían su cosecha las nocherniegas del sector. Aquel desnucadero feliz había tenido alguna vez el nombre de hotel Nueva York, y Alfonso Fuenmayor lo llamó más tarde el Rascacielos, en memoria de los suicidas que por aquellos años se tiraban desde las azoteas del Empire State.
En todo caso, el eje de nuestras vidas era la librería Mundo, a las doce del día y las seis de la tarde, en la cuadra más concurrida de la calle San Blas. Germán Vargas, amigo íntimo del propietario, don Jorge Rondón, fue quien lo convenció de instalar aquel negocio que en poco tiempo se convirtió en el centro de reunión de periodistas, escritores y políticos jóvenes. Rondón carecía de experiencia en el negocio, pero aprendió pronto, y con un entusiasmo y una generosidad que lo convirtieron en un mecenas inolvidable. Germán, Álvaro y Alfonso fueron sus asesores en los pedidos de libros, sobre todo en las novedades de Buenos Aires, cuyos editores habían empezado a traducir, imprimir y distribuir en masa las novedades literarias de todo el mundo después de la guerra mundial. Gracias a ellos podíamos leer a tiempo los libros que de otro modo no habrían llegado a la ciudad. Ellos mismos entusiasmaban a la clientela y lograron que Barranquilla volviera a ser el centro de lectura que había decaído años antes, cuando dejó de existir la librería histórica de don Ramón.
No pasó mucho tiempo desde mi llegada cuando ingresé en aquella cofradía que esperaba como enviados del cielo a los vendedores viajeros de las editoriales argentinas. Gracias a ellos fuimos admiradores precoces de Jorge Luis Borges, de Julio Cortázar, de Felisberto Hernández y de los novelistas ingleses y norteamericanos bien traducidos por la cuadrilla de Victoria Ocampo. La forja de un rebelde, de Arturo Barea, fue el primer mensaje esperanzador de una España remota silenciada por dos guerras. Uno de aquellos viajeros, el puntual Guillermo Dávalos, tenía la buena costumbre de compartir nuestras parrandas nocturnas y regalarnos los muestrarios de sus novedades después de terminar sus negocios en la ciudad.