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Germán Vargas Cantillo era columnista del vespertino El Nacional, crítico literario certero y mordaz, con una prosa tan servicial que podía convencer al lector de que las cosas sucedían sólo porque él las contaba. Fue uno de los mejores locutores de radio y sin duda el más culto en aquellos buenos tiempos de oficios nuevos, y un ejemplo difícil del reportero natural que me habría gustado ser. Rubio y de huesos duros, y ojos de un azul peligroso, nunca fue posible entender en qué tiempo estaba al minuto en todo lo que era digno de ser leído. No cejó un instante en su obsesión temprana de descubrir valores literarios ocultos en rincones remotos de la Provincia olvidada para exponerlos a la luz pública. Fue una suerte que nunca aprendiera a conducir en aquella cofradía de distraídos, pues teníamos el temor de que no resistiera la tentación de leer manejando.

Álvaro Cepeda Samudio, en cambio, era antes que nada un chofer alucinado -tanto de automóviles como de las letras-; cuentista de los buenos cuando bien tenía la voluntad de sentarse a escribirlos; crítico magistral de cine, y sin duda el más culto, y promotor de polémicas atrevidas. Parecía un gitano de la Ciénaga Grande, de piel curtida y con una hermosa cabeza de bucles negros y alborotados y unos ojos de loco que no ocultaban su corazón fácil. Su calzado favorito eran unas sandalias de trapo de las más baratas, y llevaba apretado entre los dientes un puro enorme y casi siempre apagado. Había hecho en El Nacional sus primeras letras de periodista y publicado sus primeros cuentos. Aquel año estaba en Nueva York terminando un curso superior de periodismo en la Universidad de Columbia.

Un miembro itinerante del grupo, y el más distinguido junto con don Ramón, era José Félix Fuenmayor, el papá de Alfonso. Periodista histórico y narrador de los más grandes, había publicado un libro de versos, Musas del trópico, en 1910, y dos novelas: Cosme, en 1927, y Una triste aventura de catorce sabios, en 1928. Ninguno fue éxito de librería, pero la crítica especializada tuvo siempre a José Félix como uno de los mejores cuentistas, sofocado por las frondas de la Provincia.

Nunca había oído hablar de él cuando lo conocí, un mediodía en que coincidimos solos en el Japy, y de inmediato me deslumbró por la sabiduría y la sencillez de su conversación. Era veterano y sobreviviente de una mala cárcel en la guerra de los Mil Días. No tenía la formación de Vinyes, pero era más cercano a mí por su modo de ser y su cultura caribe. Sin embargo, lo que más me gustaba de él era su extraña virtud de transmitir su sabiduría como si fueran asuntos de coser y cantar. Era un conversador invencible y un maestro de la vida, y su modo de pensar era distinto de todo cuanto había conocido hasta entonces. Álvaro Cepeda y yo pasábamos horas escuchándolo, sobre todo por su principio básico de que las diferencias de fondo entre la vida y la literatura eran simples errores de forma. Más tarde, no recuerdo dónde, Álvaro escribió una ráfaga certera: «Todos venimos de José Félix».

El grupo se había formado de un modo espontáneo, casi por la fuerza de gravedad, en virtud de una afinidad imdestructible pero difícil de entender a primera vista. Muchas veces nos preguntaron cómo siendo tan distintos estábamos siempre de acuerdo, y teníamos que improvisar cualquier respuesta para no contestar la verdad: no siempre lo estábamos, pero entendíamos las razones. Éramos conscientes de que fuera de nuestro ámbito teníamos una imagen de prepotentes, narcisistas y anárquicos. Sobre todo por nuestras definiciones políticas. Alfonso era visto como un liberal ortodoxo, Germán como un librepensador a regañadientes, Álvaro como un anarquista arbitrario y yo como un comunista incrédulo y un suicida en potencia. Sin embargo, creo sin la menor duda que nuestra fortuna mayor fue que aun en los apuros más extremos podíamos perder la paciencia pero nunca el sentido del humor.

Nuestras pocas discrepancias serias las discutíamos sólo entre nosotros, y a veces alcanzaban temperaturas peligrosas que sin embargo se olvidaban tan pronto como nos levantábamos de la mesa, o si llegaba algún amigo ajeno. La lección menos olvidable la aprendí para siempre en el bar Los Almendros, una noche de recién llegado en que Álvaro y yo nos enmarañamos en una discusión sobre Faulkner. Los únicos testigos en la mesa eran Germán y Alfonso, y se mantuvieron al margen en un silencio de mármol que llegó a extremos insoportables. No recuerdo en qué momento, pasado de rabia y aguardiente bruto, desafié a Álvaro a que resolviéramos la discusión a trompadas. Ambos iniciamos el impulso para levantarnos de la mesa y echarnos al medio de la calle, cuando la voz impasible de Germán Vargas nos frenó en seco con una lección para siempre:

– El que se levante primero ya perdió.

Ninguno llegaba entonces a los treinta años. Yo, con veintitrés cumplidos, era el menor del grupo, y había sido adoptado por ellos desde que llegué para quedarme en el pasado diciembre. Pero en la mesa de don Ramón Vinyes nos comportábamos los cuatro como los promotores y postuladores de la fe, siempre juntos, hablando de lo mismo y burlándonos de todo, y tan de acuerdo en llevar la contraria que habíamos terminado por ser vistos como si sólo fuéramos uno.

La única mujer que considerábamos como parte del grupo era Meira Delmar, que se iniciaba en el ímpetu de la poesía, pero sólo departíamos con ella en las escasas ocasiones en que nos salíamos de nuestra órbita de malas costumbres. Eran memorables las veladas en su casa con los escritores y artistas famosos que pasaban por la ciudad. Otra amiga con menos tiempo y frecuencia era la pintora Cecilia Porras, que iba desde Cartagena de vez en cuando, y nos acompañaba en nuestros periplos nocturnos, pues le importaba un rábano que las mujeres fueran mal vistas en cafés de borrachos y casas de perdición.

Los del grupo nos encontrábamos dos veces al día en la librería Mundo, que terminó convertida en un centro de reunión literaria. Era un remanso de paz en medio del fragor de la calle San Blas, la arteria comercial bulliciosa y ardiente por donde se vaciaba el centro de la ciudad a las seis de la tarde. Alfonso y yo escribíamos hasta la prima noche en nuestra oficina contigua a la sala de redacción de El Heraldo, como alumnos aplicados, él sus editoriales juiciosos y yo mis notas despelucadas. Con frecuencia nos intercambiábamos ideas de una máquina a otra, nos prestábamos adjetivos, nos consultábamos datos de ida y vuelta, hasta el punto de que en algunos casos era difícil saber cuál párrafo era de quién.

Nuestra vida diaria fue casi siempre previsible, salvo en las noches de los viernes que estábamos a merced de la inspiración y a veces empalmábamos con el desayuno del lunes. Si el interés nos atrapaba, los cuatro emprendíamos una peregrinación literaria sin freno ni medida. Empezaba en El Tercer Hombre con los artesanos del barrio y los mecánicos de un taller de automóviles, además de funcionarios públicos descarrilados y otros que lo eran menos. El más raro de todos era un ladrón de domicilios que llegaba poco antes de la medianoche con el uniforme del oficio: pantalones de ballet, zapatos de tenis, gorra de pelotero y un maletín de herramientas ligeras. Alguien que lo sorprendió robando en su casa alcanzó a retratarlo y publicó la foto en la prensa por si alguien lo identificaba. Lo único que obtuvo fueron varias cartas de lectores indignados por jugarles sucio a los pobres rateros.

El ladrón tenía una vocación literaria bien asumida, no perdía palabra en las conversaciones sobre artes y libros, y sabíamos que era autor vergonzante de poemas de amor que declamaba para la clientela cuando no estábamos nosotros. Después de la medianoche se iba a robar en los barrios altos, como si fuera un empleo, y tres o cuatro horas después nos traía de regalo algunas baratijas apartadas del botín mayor. «Para las niñas», nos decía, sin preguntar siquiera si las teníamos. Cuando un libro le llamaba la atención nos lo llevaba de regalo, y si valía la pena se lo donábamos a la biblioteca departamental que dirigía Meira Delmar.

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