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– Es lo más grande que me ha sucedido en la vida -le dije.

– Menos mal que no será lo último -dijo Alfonso.

Ni siquiera lo pensó, pues tampoco él era capaz de aceptar una idea sin haberla reducido a su tamaño justo. Sin embargo, lo conocía bastante para darme cuenta de que tal vez mi emoción del viaje no lo había enternecido tanto como yo esperaba, pero sin duda lo había intrigado. Así fue: desde el día siguiente empezó a hacerme toda suerte de preguntas casuales pero muy lúcidas sobre el curso de la escritura, y un simple gesto suyo era suficiente para ponerme a pensar que algo debía ser corregido.

Mientras hablábamos había recogido mis papeles para dejar libre el escritorio, pues Alfonso debía escribir esa mañana la primera nota editorial de Crónica. Pero la noticia que llevaba me alegró el día: el primer número, previsto para la semana siguiente, se aplazaba una quinta vez por incumplimientos en los suministros de papel. Con suerte, dijo Alfonso, saldríamos dentro de tres semanas.

Pensé que aquel plazo providencial me alcanzaría para definir el principio del libro, pues todavía estaba yo demasiado biche para darme cuenta de que las novelas no empiezan como uno quiere sino como ellas quieren. Tanto, que seis meses después, cuando me creía en la recta final, tuve que rehacer a fondo las diez páginas del principio para que el lector se las creyera, y todavía hoy no me parecen válidas. El plazo debió ser también un alivio para Alfonso, porque en lugar de lamentarlo se quitó la chaqueta y se sentó al escritorio para seguir corrigiendo la edición reciente del diccionario de la Real Academia, que nos había llegado por esos días. Era su ocio favorito desde que encontró un error casual en un diccionario inglés, y mandó la corrección documentada a sus editores de Londres, tal vez sin más gratificación que hacerles un chiste de los nuestros en la carta de remisión: «Por fin Inglaterra nos debe un favor a los colombianos». Los editores le respondieron con una carta muy amable en la que reconocían su falta y le pedían que siguiera colaborando con ellos. Así fue, por varios años, y no sólo dio con otros tropiezos en el mismo diccionario, sino en otros de distintos idiomas. Cuando la relación envejeció, había contraído ya el vicio solitario de corregir diccionarios en español, inglés o francés, y si tenía que hacer antesalas o esperar en los autobuses o en cualquiera de las tantas colas de la vida, se entretenía en la tarea milimétrica de cazar gazapos entre los matorrales de las lenguas.

El bochorno era insoportable a las doce. El humo de los cigarrillos de ambos había nublado la poca luz de las dos únicas ventanas, pero ninguno se tomó el trabajo de ventilar la oficina, tal vez por la adicción secundaria de seguir fumando el mismo humo hasta morir. Con el calor era distinto. Tengo la suerte congénita de poder ignorarlo hasta los treinta grados a la sombra. Alfonso, en cambio, iba quitándose la ropa pieza por pieza a medida que apretaba el calor, sin interrumpir la tarea: la corbata, la camisa, la camiseta. Con la otra ventaja de que la ropa permanecía seca mientras él se consumía en el sudor, y podía ponérsela otra vez cuando bajaba el sol, tan aplanchada y fresca como en el desayuno. Ese debió ser el secreto que le permitió aparecer siempre en cualquier parte con sus linos blancos, sus corbatas de nudos torcidos y su duro cabello de indio dividido en el centro del cráneo por una línea matemática. Así estaba otra vez a la una de la tarde, cuando salió del baño como si acabara de levantarse de un sueño reparador. Al pasar junto a mí, me preguntó:

– ¿Almorzamos?

– No hay hambre, maestro -le dije. La réplica era directa en el código de la tribu: si decía que sí era porque estaba en un apuro urgente, tal vez con dos días de pan y agua, y en ese caso me iba con él sin más comentarios y quedaba claro que se las arreglaba para invitarme. La respuesta no hay hambre- podía significar cualquier cosa, pero era mi modo de decirle que no tenía problemas con el almuerzo. Quedamos en vernos en la tarde, como siempre, en la librería Mundo.

Poco después del mediodía llegó un hombre joven que parecía un artista de cine. Muy rubio, de piel cuarteada por la intemperie, los ojos de un azul misterioso y una cálida voz de armonio. Mientras hablábamos sobre la revista de aparición inminente, trazó en la cubierta del escritorio el perfil de un toro bravo con seis trazos magistrales, y lo firmó con un mensaje para Fuenmayor. Luego tiró el lápiz en la mesa y se despidió con un portazo. Yo estaba tan embebido en la escritura, que no miré siquiera el nombre en el dibujo. Así que escribí el resto del día sin comer ni beber, y cuando se acabó la luz de la tarde tuve que salir a tientas con los primeros esbozos de la nueva novela, feliz con la certidumbre de haber encontrado por fin un camino distinto de algo que escribía sin esperanzas desde hacía más de un año.

Sólo esa noche supe que el visitante de la tarde era el pintor Alejandro Obregón, recién llegado de otro de sus muchos viajes a Europa. No sólo era desde entonces uno de los grandes pintores de Colombia, sino uno de los hombres más queridos por sus amigos, y había anticipado su regreso para participar en el lanzamiento de Crónica. Lo encontré con sus íntimos en una cantina sin nombre en el callejón de la Luz, en pleno Barrio Abajo, que Alfonso Fuenmayor había bautizado con el título de un libro reciente de Graham Greene: El tercer hombre. Sus regresos eran siempre históricos, y el de aquella noche culminó con el espectáculo de un grillo amaestrado que obedecía como un ser humano las órdenes de su dueño. Se paraba en dos patas, extendía las alas, cantaba con silbos rítmicos y agradecía los aplausos con reverencias teatrales. Al final, ante el domador embriagado con la salva de aplausos, Obregón agarró el grillo por las alas con la punta de los dedos, y ante el asombro de todos se lo metió en la boca y lo masticó vivo con un deleite sensual. No fue fácil reparar con toda clase de mimos y dádivas al domador inconsolable, más tarde me enteré de que no era el primer grillo que Obregón se comía vivo en espectáculo público, ni sería el último.

Nunca como en aquellos días me sentí tan integrado a aquella ciudad y a la media docena de amigos que empezaban a ser conocidos en los medios periodísticos e intelectuales del país como el grupo de Barranquilla. Eran escritores y artistas jóvenes que ejercían un cierto liderazgo en la vida cultural de la ciudad, de la mano del maestro catalán don Ramón Vinyes, dramaturgo y librero legendario, consagrado en la Enciclopedia Espasa desde 1924.

Los había conocido en septiembre del año anterior cuando fui desde Cartagena -donde vivía entonces- por recomendación urgente de Clemente Manuel Zabala. jefe de redacción del diario El Universal, donde escribía mis primeras notas editoriales. Pasamos una noche hablando de todo y quedamos en una comunicación tan entusiasta y constante, de intercambio de libros y guiños literarios, que terminé trabajando con ellos. Tres del grupo original se distinguían por su independencia y el poder de sus vocaciones: Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda Samudio. Teníamos tantas cosas en común que se decía de mala leche que éramos hijos de un mismo padre, pero estábamos señalados y nos querían poco en ciertos medios por nuestra independencia, nuestras vocaciones irresistibles, una determinación creativa que se abría paso a codazos y una timidez que cada uno resolvía a su manera y no siempre con fortuna.

Alfonso Fuenmayor era un excelente escritor y periodista de veintiocho años que mantuvo por largo tiempo en El Heraldo una columna de actualidad -«Aire del día»- con el seudónimo shakespeareano de Puck. Cuanto más conocíamos su informalidad y su sentido del humor, menos entendíamos que hubiera leído tantos libros en cuatro idiomas de cuantos temas era posible imaginar. Su última experiencia vital, a los casi cincuenta años, fue la de un automóvil enorme y maltrecho que conducía con todo riesgo a veinte kilómetros por hora. Los taxistas, sus grandes amigos y lectores más sabios, lo reconocían a distancia y se apartaban para dejarle la calle libre.

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