Al día siguiente muy temprano me llamó Álvaro Mutis a su oficina para darme la triste noticia de que estaba cancelado el viaje a Haití. Lo que no me dijo fue que lo había decidido por una conversación casual con Guillermo Cano, en la que éste le pidió de todo corazón que no me llevara a Puerto Príncipe. Álvaro, que tampoco conocía Haití, quiso saber el motivo. «Pues cuando lo conozcas -le dijo Guillermo- vas a entender que ésa es la vaina que más puede gustarle a Gabo en el mundo.» Y remató la tarde con una verónica magistral:
– Si Gabo va a Haití no regresará más nunca.
Álvaro entendió, canceló el viaje, y me lo hizo saber como una decisión de su empresa. Así que nunca conocí Puerto Príncipe, pero no supe los motivos reales hasta hace muy pocos años, cuando Álvaro me los contó en una más de nuestras interminables memoraciones de abuelos. Guillermo, por su parte, una vez que me tuvo amarrado con un contrato en el periódico, me reiteró durante años que pensara en el gran reportaje de Haití, pero nunca pude ir ni le dije por qué.
Jamás se me hubiera pasado por la mente la ilusión de ser redactor de planta de El Espectador. Entendía que publicaran mis cuentos, por la escasez y la pobreza del género en Colombia, pero la redacción diaria en un vespertino era un desafío bien distinto para alguien poco curtido en el periodismo de choque. Con medio siglo de edad, criado en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes de El Tiempo -un periódico rico, poderoso y prepotente-, El Espectador era un modesto vespertino de dieciséis páginas apretujadas, pero sus cinco mil ejemplares mal contados se los arrebataban a los voceadores casi en las puertas de los talleres, y se leían en media hora en los cafés taciturnos de la ciudad vieja. Eduardo Zalamea Borda en persona había declarado a través de la BBC de Londres que era el mejor periódico del mundo. Pero lo más comprometedor no era la declaración misma, sino que casi todos los que lo hacían y muchos de quienes lo leían estaban convencidos de que era cierto.
Debo confesar que el corazón me dio un salto al día siguiente de la cancelación del viaje a Haití, cuando Luis Gabriel Cano, el gerente general, me citó en su despacho. La entrevista, con todo su formalismo, no duró cinco minutos. Luis Gabriel tenía una reputación de hombre hosco, generoso como amigo y tacaño como buen gerente, pero me pareció y siguió pareciéndome siempre muy concreto y cordial. Su propuesta en términos solemnes fue que me quedara en el periódico como redactor de planta para escribir sobre información general, notas de opinión, y cuanto fuera necesario en los atafagos de última hora, con un sueldo mensual de novecientos pesos. Me quedé sin aire. Cuando lo recobré volví a preguntarle cuánto, y me lo repitió letra por letra: novecientos. Fue tanta mi impresión, que unos meses después, hablando de esto en una fiesta, mi querido Luis Gabriel me reveló que había interpretado mi sorpresa como un gesto de rechazo. La última duda la había expresado don Gabriel, por un temor bien fundado: «Está tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la oficina». Así ingresé como redactor de planta en El Espectador, donde consumí la mayor cantidad de papel de mi vida en menos de dos años.
Fue una casualidad afortunada. La institución más temible del periódico era don Gabriel Cano, el patriarca, que se constituyó por determinación propia en el inquisidor implacable de la redacción. Leía con su lupa milimétrica hasta la coma menos pensada de la edición diaria, señalaba con tinta roja los tropiezos de cada artículo y exhibía en un tablero los recortes castigados con sus comentarios demoledores. El tablero se impuso desde el primer día como «El Muro de la Infamia», y no recuerdo un redactor que hubiera escapado a su plumón sangriento.
La promoción espectacular de Guillermo Cano como director de El Espectador a los veintitrés años no parecía ser el fruto prematuro de sus méritos personales, sino más bien el cumplimiento de una predestinación que estaba escrita desde antes de su nacimiento. Por eso mi primera sorpresa fue comprobar que era de veras el director, cuando muchos pensábamos desde fuera que no era más que un hijo obediente. Lo que más me llamó la atención fue la rapidez con que reconocía la noticia.
A veces tenía que enfrentarse a todos, aun sin muchos argumentos, hasta que lograba convencerlos de su verdad. Era una época en la que el oficio no lo enseñaban en las universidades sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando tinta de imprenta, y El Espectador tenía los maestros mejores y de buen corazón pero de mano dura. Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras, con notas taurinas tan severas y eruditas que su vocación dominante no parecía ser de periodista sino de novillero. Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido de la noche a la mañana, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor. Nadie que no lo conociera de cerca hubiera podido vislumbrar, detrás de sus maneras suaves y un poco evasivas, la terrible determinación de su carácter. Con la misma pasión se empeñó en batallas vastas y peligrosas, sin detenerse jamás ante la certidumbre de que aun detrás de las causas más nobles puede acechar la muerte.
No he vuelto a conocer a nadie más refractario a la vida pública, más reacio a los honores personales, más esquivo a los halagos del poder. Era hombre de pocos amigos, pero los pocos eran muy buenos, y yo me sentí uno de ellos desde el primer día. Tal vez contribuyó a eso el hecho de ser uno de los menores en una sala de redacción de veteranos rejugados, lo cual creó entre nosotros dos un sentido de la complicidad que no desfalleció nunca. Lo que esa amistad tuvo de ejemplar fue su capacidad de prevalecer sobre nuestras contradicciones. Los desacuerdos políticos eran muy hondos y lo fueron cada vez más a medida que se descomponía el mundo, pero siempre supimos encontrar un territorio común donde seguir luchando juntos por las causas que nos parecían justas.
La sala de redacción era enorme, con escritorios en ambos lados, y en un ambiente presidido por el buen humor y la broma dura. Allí estaba Darío Bautista, una rara especie de contraministro de Hacienda, que desde el primer canto de los gallos se dedicaba a amargarles la aurora a los funcionarios más altos, con las cábalas casi siempre certeras de un porvenir siniestro. Estaba el redactor judicial, Felipe González Toledo, un reportero de nacimiento que muchas veces se adelantó a la investigación oficial en el arte de desbaratar un entuerto y esclarecer un crimen. Guillermo Lanao, que atendía varios ministerios, conservó el secreto de ser niño hasta su más tierna vejez. Rogelio Echeverría, un poeta de los grandes, responsable de la edición matutina, a quien nunca vimos a la luz del día. Mi primo Gonzalo González, con una pierna enyesada por un mal partido de futbol, tenía que estudiar para contestar preguntas sobre todo, y terminó por volverse especialista en todo. A pesar de haber sido en la universidad un futbolista de primera fila, tenía una fe interminable en el estudio teórico de cualquier cosa por encima de la experiencia. La demostración estelar nos la dio en el campeonato de bolos de los periodistas, cuando se dedicó a estudiar en un manual las leyes físicas del juego en vez de practicar como nosotros en la canchas hasta el amanecer, y fue el campeón del año.
Con semejante nómina la sala de redacción era un eterno recreo, siempre sujeto al lema de Darío Bautista o Felipe González Toledo: «El que se emputa se jode».
Todos conocíamos los temas de los otros y ayudábamos hasta donde se pedía o se podía. Era tal la participación común, que casi puede decirse que se trabajaba en voz alta. Pero cuando las cosas se ponían duras no se oía respirar. Desde el único escritorio atravesado en el fondo del salón mandaba José Salgar, que solía recorrer la redacción, informando e informándose de todo, mientras se desfogaba del alma con su terapia de malabarista.