Creo que la tarde en que Guillermo Cano me llevó de mesa en mesa a lo largo del salón para presentarme en sociedad, fue la prueba de fuego para mi timidez invencible. Perdí el habla y se me desarticularon las rodillas cuando Darío Bautista bramó sin mirar a nadie con su temible voz de trueno:
– ¡Llegó el genio!
No se me ocurrió nada más que hacer una media vuelta teatral con el brazo tendido hacia todos, y les dije lo menos gracioso que me salió del alma:
– Para servir a ustedes.
Todavía sufro el impacto de la rechifla general, pero también siento el alivio de los abrazos y las buenas palabras con que cada uno me dio su bienvenida. Desde ese instante fui uno más de aquella comunidad de tigres caritativos, con una amistad y un espíritu de cuerpo que nunca decayó. Toda información que necesitara para una nota, por mínima que fuera, se la solicitaba al redactor correspondiente, y nunca me faltó a su hora.
Mi primera lección grande de reportero la recibí de Guillermo Cano y la vivió la redacción en pleno una tarde en que cayó sobre Bogotá un aguacero que la mantuvo en estado de diluvio universal durante tres horas sin tregua. El torrente de aguas revueltas de la avenida Jiménez de Quesada arrastró cuanto encontraba a su paso en la pendiente de los cerros, y dejó en las calles un rastro de catástrofe. Los automóviles de toda clase y el transporte público quedaron paralizados donde los sorprendió la emergencia, y miles de transeúntes se refugiaron a los trompicones en los edificios inundados hasta que no hubo lugar para más. Los redactores del periódico, sorprendidos por el desastre en el momento del cierre, contemplábamos el triste espectáculo desde los ventanales sin saber qué hacer, como niños castigados con las manos en los bolsillos. De pronto, Guillermo Cano pareció despertar de un sueño sin fondo, se volvió hacia la redacción paralizada y gritó:
– ¡Este aguacero es noticia!
Fue una orden no impartida que se cumplió al instante. Los redactores corrimos a nuestros puestos de combate, para conseguir por teléfono los datos atropellados que nos indicaba José Salgar para escribir a pedazos entre todos el reportaje del aguacero del siglo. Las ambulancias y radiopatrullas llamadas para casos urgentes quedaron inmovilizadas por los vehículos embotellados en medio de las calles. Las cañerías domésticas estaban bloqueadas por las aguas y no bastó la totalidad del cuerpo de bomberos para conjurar la emergencia. Barrios enteros debieron ser evacuados a la fuerza por la ruptura de una represa urbana. En otros estallaron las alcantarillas. Las aceras estaban ocupadas por ancianos inválidos, enfermos y niños asfixiados. En medio del caos, cinco propietarios de botes de motor para pescar los fines de semana organizaron un campeonato en la avenida Caracas, la más atafagada de la ciudad. Estos datos recogidos al instante los repartía José Salgar a los redactores, que los elaborábamos para la edición especial improvisada sobre la marcha. Los fotógrafos, ensopados aún con los impermeables, procesaban las fotos en caliente. Poco antes de las cinco, Guillermo Cano escribió la síntesis magistral de uno de los aguaceros más dramáticos de que se tuvo memoria en la ciudad. Cuando escampó por fin, la edición improvisada de El Espectador circuló como todos los días, con apenas una hora de retraso.
Mi relación inicial con José Salgar fue la más difícil pero siempre creativa como ninguna otra. Creo que él tenía el problema contrario del mío: siempre andaba tratando de que sus reporteros de planta dieran el do de pecho, mientras yo ansiaba que me pusiera en la onda. Pero mis otros compromisos con el periódico me mantenían atado y ya no me quedaban más horas que las de los domingos. Me parece que Salgar me puso el ojo como reportero, mientras los otros me lo habían puesto para el cine, los comentarios editoriales y los asuntos culturales, porque siempre había sido señalado como cuentista. Pero mi sueño era ser reportero desde los primeros pasos en la costa, y sabía que Salgar era el mejor maestro, pero me cerraba las puertas quizás con la esperanza de que yo las tumbara para entrar a la fuerza. Trabajábamos muy bien, cordiales y dinámicos, y cada vez que le pasaba un material, escrito de acuerdo con Guillermo Cano y aun con Eduardo Zalamea, él lo aprobaba sin reticencias, pero no perdonaba el ritual. Hacía el gesto arduo de descorchar una botella a la fuerza, y me decía más en serio de lo que él mismo parecía creer:
– Tuérzale el cuello al cisne.
Sin embargo, nunca fue agresivo. Todo lo contrario: un hombre cordial, forjado a fuego vivo, que había subido por la escalera del buen servicio, desde repartir el café en los talleres a los catorce años, hasta convertirse en el jefe de redacción con más autoridad profesional en el país. Creo que él no podía perdonarme que me desperdiciara en malabarismos líricos, en un país donde hacían falta tantos reporteros de choque. Yo pensaba, en cambio, que ningún género de prensa estaba mejor hecho que el reportaje para expresar la vida cotidiana. Sin embargo, hoy sé que la terquedad con que ambos tratábamos de hacerlo fue el mejor aliciente que tuve para cumplir el sueño esquivo de ser reportero.
La ocasión me salió al paso a las once y veinte minutos de la mañana del 9 de junio de 1954, cuando regresaba de visitar a un amigo en la cárcel Modelo de Bogotá. Tropas del ejército armadas como para una guerra mantenían a raya una muchedumbre estudiantil en la carrera Séptima, a dos cuadras de la misma esquina en que seis años antes habían asesinado a Jorge Eliécer Gaitán. Era una manifestación de protesta por la muerte de un estudiante el día anterior por efectivos del batallón Colombia entrenados para la guerra de Corea, y el primer choque callejero de civiles contra el gobierno de las Fuerzas Armadas. Desde donde yo estaba sólo se oían los gritos de la discusión entre los estudiantes que trataban de proseguir hasta el Palacio Presidencial y los militares que lo impedían. En medio de la multitud no alcanzamos a entender lo que se gritaban, pero la tensión se percibía en el aire. De pronto, sin advertencia alguna, se oyó una ráfaga de metralla y otras dos sucesivas. Varios estudiantes y algunos transeúntes fueron muertos en el acto. Los sobrevivientes que trataron de llevar heridos al hospital fueron disuadidos a culatazos de fusil. La tropa desalojó el sector y cerró las calles. En la estampida volví a vivir en unos segundos todo el horror del 9 de abril, a la misma hora y en el mismo lugar.
Subí casi a la carrera las tres cuadras empinadas hacia la casa de El Espectador y encontré a la redacción en zafarrancho de combate. Conté atragantado lo que había podido ver en el sitio de la matanza, pero el que menos sabía estaba ya escribiendo al vuelo la primera crónica sobre la identidad de los nueve estudiantes muertos y el estado de los heridos en los hospitales. Estaba seguro de que me ordenarían contar el atropello por ser el único que lo vio, pero Guillermo Cano y José Salgar estaban ya de «acuerdo en que debía ser un informe colectivo en el que cada quien pusiera lo suyo. El redactor responsable, Felipe González Toledo, le impondría la unidad final.
– Esté tranquilo -me dijo Felipe, preocupado por mi desilusión-. La gente sabe que aquí todos trabajamos en todo aunque no lleve firma.
Por su parte, Ulises me consoló con la idea de que la nota editorial que yo debía escribir podía ser lo más importante por tratarse de un gravísimo problema de orden público. Tuvo razón, pero fue una nota tan delicada y tan comprometedora de la política del periódico, que se escribió a varias manos en los niveles más altos. Creo que fue una lección justa para con todos, pero a mí me pareció descorazonadora. Aquél fue el final de la luna de miel entre el gobierno de las Fuerzas Armadas y la prensa liberal. Había empezado ocho meses antes con la toma del poder por el general Rojas Pinilla, que le permitió un suspiro de alivio al país después del baño de sangre de dos gobiernos conservadores sucesivos, y duró hasta aquel día. Para mí fue también una prueba de fuego en mis sueños de reportero raso.