Poco después se publicó la foto del cadáver de un niño sin dueño que no habían podido identificar en el anfiteatro de Medicina Legal y me pareció igual a la de otro niño desaparecido que se había publicado días antes. Se las mostré al jefe de la sección judicial, Felipe González Toledo, y él llamó a la madre del primer niño que aún no había sido encontrado. Fue una lección para siempre. La madre del niño desaparecido nos esperaba a Felipe y a mí en el vestíbulo del anfiteatro. Me pareció tan pobre y disminuida que hice un esfuerzo supremo del corazón para que el cadáver no fuera el de su niño. En el largo sótano glacial, bajo una iluminación intensa, había unas veinte mesas dispuestas en batería con cadáveres como túmulos de piedra bajo sábanas percudidas. Los tres seguimos al guardián parsimonioso hasta la penúltima mesa del fondo. Bajo el extremo de la sábana sobresalían las suelas de unas botitas tristes, con las herraduras de los tacones muy gastadas por el uso. La mujer las reconoció, se puso lívida, pero se sobrepuso con su último aliento hasta que el guardián quitó la sábana con una revolera de torero. El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos, tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en una zanja del camino. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras yo me preguntaba si todo aquello merecía ser el oficio con que yo soñaba. Eduardo Zalamea me confirmó que no. También él pensaba que la crónica roja, con tanto arraigo en los lectores, era una especialidad difícil que requería una índole propia y un corazón a toda prueba. Nunca más la intenté.
Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que pudiera serlo, pero en el teatro Olympia de don Antonio Daconte en Aracataca y luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado los elementos de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un criterio más útil que el usual hasta entonces en Colombia. Ernesto Volkening, un gran escritor y crítico literario alemán radicado en Bogotá desde la guerra mundial, transmitía por la Radio Nacional un comentario sobre películas de estreno, pero estaba limitado a un auditorio de especialistas. Había otros comentaristas excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis Vicens, radicado en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el primer cineclub en complicidad con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando Salcedo, y con la diligencia de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo, que tuvo la credencial número uno. Había en el país un público inmenso para las grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público nuevo de esa muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible para promover una clientela accesible a las películas de calidad y ayudar a los exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de cine -que eran un ingreso sustancial para los periódicos- como represalia por la crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontifical. Una precaución tomada por acuerdo común fue que llevara siempre mi pase de favor intacto, como prueba de que entraba con el boleto comprado en la taquilla.
Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban películas de una buena muestra de cine francés. Entre ellas, Puccini, una extensa recapitulación de la vida del gran músico; Cumbres doradas, que era la historia bien contada de la cantante Grace Moore, y La fiesta de Enriqueta, una comedia pacífica de Jean Dellanoi. Los empresarios que encontrábamos a la salida del teatro nos manifestaban su complacencia por nuestras notas críticas. Álvaro Cepeda, en cambio, me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia.
– ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo! -me gritó muerto de risa en el teléfono-. ¡Con lo bruto que es usted para el cine!
Se convirtió en mi asistente constante, por supuesto aunque nunca estuvo de acuerdo con la idea de que no se trataba de hacer escuela sino de orientar a un público elemental sin formación académica. La luna de miel con los empresarios tampoco fue tan dulce como pensamos al principio. Cuando nos enfrentamos al cine comercial puro y simple, hasta los más comprensivos se quejaron de la dureza de nuestros comentarios. Eduardo Zalamea y Guillermo Cano tuvieron la suficiente habilidad para distraerlos por teléfono, hasta fines de abril, cuando un exhibidor con ínfulas de líder nos acusó en una carta abierta de estar amedrentando al público para perjudicar sus intereses. Me pareció que el nudo del problema era que el autor de la carta no conocía el significado de la palabra amedrentar, pero me sentí al borde de la derrota, porque no creí posible que en la crisis de crecimiento en que estaba el periódico, don Gabriel Cano renunciara a los anuncios de cine por el puro placer estético. El mismo día en que se recibió la carta convocó a sus hijos y a Ulises para una reunión urgente, y di por hecho que la sección quedaría muerta y sepultada. Sin embargo, al pasar frente a mi escritorio después de la reunión, don Gabriel me dijo sin precisar el tema y con una malicia de abuelo:
– Esté tranquilo, tocayito.
Al día siguiente apareció en «Día a día» la respuesta al productor, escrita por Guillermo Cano en un deliberado estilo doctoral, y cuyo final lo decía todo: «No se amedrenta al público ni mucho menos se perjudican los intereses de nadie al publicar en la prensa una crítica cinematográfica seria y responsable, que se asemeje un poco a la de otros países y rompa las viejas y perjudiciales pautas del elogio desmedido a lo bueno, igual que a lo malo». No fue la única carta ni nuestra única respuesta. Funcionarios de los cines nos abordaban con reclamos agrios y recibíamos cartas contradictorias de lectores despistados. Pero todo fue inútil: la columna sobrevivió hasta que la crítica de cine dejó de ser ocasional en el país, y se convirtió en una rutina de la prensa y la radio.
A partir de entonces, en poco menos de dos años, publiqué setenta y cinco notas críticas, a las cuales habría que cargarles las horas empleadas en ver las películas. Además de unas seiscientas notas editoriales, una noticia firmada o sin firmar cada tres días, y por lo menos ochenta reportajes entre firmados y anónimos. Las colaboraciones literarias se publicaron desde entonces en el «Magazine Dominical», del mismo periódico, entre ellas varios cuentos y la serie completa de «La Sierpe», que se había interrumpido en la revista Lámpara por discrepancias internas.
Fue la primera bonanza de mi vida pero sin tiempo para disfrutarla. El apartamento que alquilé amueblado y con servicio de lavandería no era más que un dormitorio con un baño, teléfono y desayuno en la cama, y una ventana grande con la llovizna eterna de la ciudad más triste del mundo. Sólo lo usé para dormir desde las tres de la madrugada, al cabo de una hora de lectura, hasta los noticieros de radio de la mañana para orientarme con la actualidad del nuevo día.
No dejé de pensar con cierta inquietud que era la primera vez que tenía un lugar fijo y propio para vivir pero sin tiempo ni siquiera para darme cuenta. Estaba tan ocupado en sortear mi nueva vida, que mi único gasto notable fue el bote de remos que cada fin de mes le mandé puntual a la familia. Sólo hoy caigo en la cuenta de que apenas si tuve tiempo de ocuparme de mi vida privada. Tal vez porque sobrevivía dentro de mí la idea de las madres caribes, de que las bogotanas se entregaban sin amor a los costeños sólo por cumplir el sueño de vivir frente al mar. Sin embargo, en mi primer apartamento de soltero en Bogotá lo logré sin riesgos, desde que pregunté al portero si estaban permitidas las visitas de amigas de medianoche, y él me dio su respuesta sabia: