Para mí fue el principio de una nueva época, después de nueve cuentos que estaban todavía en el limbo metafísico y cuando no tenía ningún proyecto para proseguir con un género que no lograba atrapar. Jorge Zalamea lo reprodujo el mes siguiente en Crítica, excelente revista de poesía grande. He vuelto a leerlo cincuenta años después, antes de escribir este párrafo, y creo que no le cambiaría ni una coma. En medio del desorden sin brújula en que estaba viviendo, aquél fue el principio de una primavera.
El país, en cambio, entraba en barrena. Laureano Gómez había regresado de Nueva York para ser proclamado candidato conservador a la presidencia de la República. El liberalismo se abstuvo ante el imperio de la violencia, y Gómez fue elegido en solitario para el 7 de agosto de 1950. Puesto que el Congreso estaba clausurado, tomó posesión ante la Corte Suprema de Justicia.
Apenas si alcanzó a gobernar de cuerpo presente, pues a los quince meses se retiró de la presidencia por motivos reales de salud. Lo reemplazó el jurista y parlamentario conservador Roberto Urdaneta Arbeláez, en su condición de primer designado de la República. Los buenos entendedores lo interpretaron como una fórmula muy propia de Laureano Gómez para dejar el poder en otras manos, pero sin perderlo, y seguir gobernando desde su casa por interpuesta persona. Y en casos urgentes, por teléfono.
Pienso que el regreso de Álvaro Cepeda con su grado de la Universidad de Columbia, un mes antes del sacrificio del alcaraván, fue decisivo para sobrellevar los hados funestos de aquellos días. Volvió más despelucado y sin el bigote de cepillo, y más cerrero que cuando se fue. Germán Vargas y yo, que lo esperábamos hacía varios meses con el temor de que lo hubieran desbravado en Nueva York, nos moríamos de risa cuando lo vimos bajar del avión de saco y corbata y saludando desde la escalerilla con la primicia de Hemingway: Al otro lado del río y entre los árboles. Se lo arranqué de las manos, lo acaricié por ambos lados, y cuando quise preguntarle algo, Álvaro se me adelantó:
– ¡Es una mierda!
Germán Vargas, ahogado de risa, me murmuró al oído: «Volvió igualito». Sin embargo, Álvaro nos aclaró después que su juicio sobre el libro era una broma, pues apenas empezaba a leerlo en el vuelo desde Miami. En todo caso, lo que nos levantó los ánimos fue que trajo más alborotado que antes el sarampión del periodismo, el cine y la literatura. En los meses siguientes, mientras volvió a aclimatarse, nos mantuvo con la fiebre a cuarenta grados.
Fue un contagio inmediato. «La Jirafa», que desde hacía meses giraba sobre sí misma dando palos de ciego, empezó a respirar con dos fragmentos saqueados del borrador de La casa. Uno era «El hijo del coronel», nunca nacido, y el otro era «Ny», una niña fugitiva a cuya puerta llamé muchas veces en busca de caminos distintos, y jamás contestó. También recobré mi interés de adulto por las tiras cómicas, no como pasatiempo dominical sino como un nuevo género literario condenado sin razón al cuarto de los niños. Mi héroe, en medio de tantos, fue Dick Tracy. Y además, cómo no, recuperé el culto del cine que me inculcó el abuelo y me alimentó don Antonio Daconte en Aracataca, y que Álvaro Cepeda convirtió en una pasión evangélica para un país donde las mejores películas se conocían por relatos de peregrinos. Fue una suerte que su regreso coincidiera con el estreno de dos obras maestras: Intruder in the Dust, dirigida por Clarence Brown sobre la novela de William Faulkner, y El retrato de Jenny, dirigida por William Dieterle sobre la novela de Robert Nathan. Ambas las comenté en «La Jirafa», después de largas discusiones con Álvaro Cepeda. Quedé tan interesado que empecé a ver el cine con otra óptica. Antes de conocerlo a él yo no sabía que lo más importante era el nombre del director, que es el último que aparece en los créditos. Para mí era una simple cuestión de escribir guiones y manejar actores, pues lo demás lo hacían los numerosos miembros del equipo. Cuando Álvaro regresó me dio un curso completo a base de gritos y ron blanco hasta el amanecer en las mesas de las peores cantinas, para enseñarme a golpes lo que le habían enseñado de cine en los Estados Unidos, y amanecíamos soñando despiertos con hacerlo en Colombia.
Aparte de esas explosiones luminosas la impresión de los amigos que seguíamos a Álvaro en su velocidad de crucero era que no tenía serenidad para sentarse a escribir. Quienes lo vivíamos de cerca no podíamos concebirlo sentado más de una hora en ningún escritorio. Sin embargo, dos o tres meses después de su regreso, Tita Manotas -su novia de muchos años y su esposa de toda la vida- nos llamó aterrorizada para contarnos que Álvaro había vendido su camioneta histórica y había olvidado en la guantera los originales sin copia de sus cuentos inéditos. No había hecho ningún esfuerzo por encontrarlos, con el argumento muy suyo de que eran «seis o siete cuentos de mierda». Amigos y corresponsales ayudamos a Tita en la busca de la camioneta varias veces revendida en todo el litoral caribe y tierra adentro hasta Medellín. Por fin la encontramos en un taller de Sincelejo, a unos doscientos kilómetros de distancia. Los originales en tiras de papel de imprenta, masticadas e incompletas, se los encomendamos a Tita por el temor de que Álvaro volviera a traspapelarlos por descuido o a propósito.
Dos de esos cuentos se publicaron en Crónica y los demás los guardó Germán Vargas durante unos dos años mientras se encontraba una solución editorial. La pintora Cecilia Porras, siempre fiel al grupo, los ilustró con unos dibujos inspirados que eran una radiografía de Álvaro vestido de todo lo que podía ser al mismo tiempo: chofer de camión, payaso de feria, poeta loco, estudiante de Columbia o cualquier otro oficio, menos de hombre común y corriente. El libro lo editó la librería Mundo con el título de Todos estábamos a la espera, y fue un acontecimiento editorial que sólo pasó inadvertido para la crítica doctoral. Para mí -y así lo escribí entonces fue el mejor libro de cuentos que se había publicado en Colombia.
Alfonso Fuenmayor, por su parte, escribió comentarios críticos y de maestro de letras en periódicos y revistas, pero tenía un gran pudor de reunirlos en libros. Era un lector de una voracidad descomunal, apenas comparable a la de Álvaro Mutis o Eduardo Zalamea. Germán Vargas y él eran críticos tan drásticos, que lo fueron más con sus propios cuentos que con los del prójimo, pero su manía de encontrar valores jóvenes no les falló nunca. Fue la primavera creativa en que corrió el rumor insistente de que Germán se trasnochaba escribiendo cuentos magistrales, pero no se supo nada de ellos hasta muchos años después, cuando se encerró en el dormitorio de su casa paterna y los quemó horas antes de casarse con mi comadre Susana Linares, para estar seguro de que no serían leídos ni por ella. Se suponía que eran cuentos y ensayos, y quizás el borrador de una novela, pero Germán no dijo jamás una palabra sobre ellos ni antes ni después, y sólo en las vísperas de su boda tomó las precauciones drásticas para que no lo supiera ni la mujer que sería su esposa desde el día siguiente. Susana se dio cuenta, pero no entró en el cuarto para impedirlo, porque su suegra no se lo habría permitido. «En aquel tiempo -me dijo Susi años después con su humor atropellado- una novia no podía entrar antes de casarse en el dormitorio de su prometido».
No había pasado un año cuando las cartas de don Ramón empezaron a ser menos explícitas, y cada vez más tristes y escasas. Entré en la librería Mundo el 7 de mayo de 1952, a las doce del día, y Germán no tuvo que decírmelo para darme cuenta de que don Ramón había muerto, dos días antes, en la Barcelona de sus sueños. El único comentario, a medida que llegábamos al café del mediodía, fue el mismo de todos:
– ¡Qué vaina!
No fui consciente entonces de que estaba viviendo un año diferente de mi vida, y hoy no tengo dudas de que fue decisivo. Hasta entonces me había conformado con mi pinta de perdulario. Era querido y respetado por muchos, y admirado por algunos, en una ciudad donde cada quien vivía a su modo y acomodo. Hacía una vida social intensa, participaba en certámenes artísticos y sociales con mis sandalias de peregrino que parecían compradas para imitar a Álvaro Cepeda, con un solo pantalón de lienzo y dos camisas de diagonal que lavaba en la ducha.