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El viaje con mi madre para vender la casa de Aracataca me rescató de ese abismo, y la certidumbre de la nueva novela me indicó el horizonte de un porvenir distinto. Fue un viaje decisivo entre los numerosos de mi vida, porque me demostró en carne propia que el libro que había tratado de escribir era una pura invención retórica sin sustento alguno en una verdad poética. El proyecto, por supuesto, saltó en añicos al enfrentarlo con la realidad en aquel viaje revelador.

El modelo de una epopeya como la que yo soñaba no podía ser otro que el de mi propia familia, que nunca fue protagonista y ni siquiera víctima de algo, sino testigo inútil y víctima de todo. Empecé a escribirla a la hora misma del regreso, pues ya no me servía para nada la elaboración con recursos artificiales, sino la carga emocional que arrastraba sin saberlo y me había esperado intacta en la casa de los abuelos. Desde mi primer paso en las arenas ardientes del pueblo me había dado cuenta de que mi método no era el más feliz para contar aquel paraíso terrenal de la desolación y la nostalgia, aunque gasté mucho tiempo y trabajo para encontrar el método correcto. Los atafagos de Crónica, a punto de salir, no fueron un obstáculo, sino todo lo contrario: un freno de orden para la ansiedad.

Salvo Alfonso Fuenmayor -que me sorprendió en la fiebre creativa horas después de que empecé a escribirla- el resto de mis amigos creyó por mucho tiempo que seguía con el viejo proyecto de La casa. Decidí que así fuera por el temor pueril de que se descubriera el fracaso de una idea de la cual había hablado tanto como si fuera una obra maestra. Pero también lo hice por la superstición que todavía cultivo de contar una historia y escribir otra distinta para que no se sepa cuál es cuál. Sobre todo en las entrevistas de prensa, que al fin y al cabo son un género de ficción peligroso para escritores tímidos que no quieren decir más de lo que deben. Sin embargo, Germán Vargas debió descubrirlo con su perspicacia misteriosa, porque meses después del viaje de don Ramón a Barcelona se lo dijo en una carta: «Creo que Gabito ha abandonado el proyecto de La casa y está metido en otra novela». Don Ramón, por supuesto, lo sabía desde antes de irse.

Desde la primera línea tuve por cierto que el nuevo libro debía sustentarse con los recuerdos de un niño de siete años sobreviviente de la matanza pública de 1928 en la zona bananera. Pero lo descarté muy pronto, porque el relato quedaba limitado al punto de vista de un personaje sin bastantes recursos poéticos para contarlo, Entonces tomé conciencia de que mi aventura de leer Ulises a los veinte años, y más tarde El sonido y la furia, eran dos audacias prematuras sin futuro, y decidí releerlos con una óptica menos prevenida. En efecto, mucho de lo que me había parecido pedante o hermético en Joyce y Faulkner se me reveló entonces con una belleza y una sencillez aterradoras. Pensé en diversificar el monólogo con voces de todo el pueblo, como un coro griego narrador, al modo de Mientras yo agonizo, que son reflexiones de toda una familia interpuestas alrededor de un moribundo. No me sentí capaz de repetir su recurso sencillo de indicar los nombres de los protagonistas en cada parlamento, como en los textos de teatro, pero me dio la idea de usar sólo las tres voces del abuelo, la madre y el niño, cuyos tonos y destinos tan diferentes podían identificarse por sí solos. El abuelo de la novela no sería tuerto como el mío, pero era cojo; la madre absorta, pero inteligente, como la mía, y el niño inmóvil, asustado y pensativo, como lo fui siempre a su edad. No fue un hallazgo de creación, ni mucho menos, sino apenas un recurso técnico.

El nuevo libro no tuvo ningún cambio de fondo durante la escritura ni ninguna versión distinta de la original, salvo supresiones y remiendos durante unos dos años antes de su primera edición, casi por el vicio de seguir corrigiendo hasta morir. El pueblo -muy distinto del que yo tenía en el proyecto anterior- lo había visualizado en la realidad cuando volví a Aracataca con mi madre, pero este nombre -como me lo había advertido el muy sabio don Ramón- me pareció tan poco convincente como el de Barranquilla, pues también carecía del soplo mítico que buscaba para la novela. Así que decidí llamarlo con el nombre que sin duda conocía de niño, pero cuya carga mágica no se me había revelado hasta entonces: Macondo.

Tuve que cambiar el título de La casa -tan familiar entonces entre mis amigos- porque no tenía nada que ver con el nuevo proyecto, pero cometí el error de anotar en un cuaderno de escuela los títulos que se me iban ocurriendo mientras escribía, y llegué a tener más de ochenta. Por fin lo encontré sin buscarlo en la primera versión ya casi terminada, cuando cedí a la tentación de escribirle un prólogo de autor. El título me saltó a la cara, como el más desdeñoso y a la vez compasivo con que mi abuela, en sus rezagos de aristócrata, bautizó a la marabunta de la United Fruit Company: La hojarasca.

Los autores que me estimularon más para escribirla fueron los novelistas norteamericanos, y en especial los que me mandaron a Sucre los amigos de Barranquilla. Sobre todo por las afinidades de toda índole que encontraba entre las culturas del sur profundo y la del Caribe, con la que tengo una identificación absoluta, esencial e insustituible en mi formación de ser humano y escritor. Desde estas tomas de conciencia empecé a leer como un auténtico novelista artesanal, no sólo por placer, sino por la curiosidad insaciable de descubrir cómo estaban escritos los libros de los sabios. Los leía primero por el derecho, luego por el revés, y los sometía a una especie de destripamiento quirúrgico hasta desentrañar los misterios más recónditos de su estructura. Por lo mismo, mi biblioteca no ha sido nunca mucho más que un instrumento de trabajo, donde puedo consultar al instante un capítulo de Dostoievski, o precisar un dato sobre la epilepsia de Julio César o sobre el mecanismo de un carburador de automóvil. Tengo, incluso, un manual para cometer asesinatos perfectos, por si lo necesitara alguno de mis personajes desvalidos. El resto lo hicieron los amigos que me orientaban en mis lecturas y me prestaban los libros que debía leer en el momento justo, y los que han hecho las lecturas despiadadas de mis originales antes de publicarse.

Ejemplos como ése me dieron una nueva conciencia de mí mismo, y el proyecto de Crónica acabó de darme alas. Nuestra moral era tan alta que a pesar de los obstáculos insuperables llegamos a tener oficinas propias en un tercer piso sin ascensor, entre los pregones de las vivanderas y los autobuses sin ley de la calle San Blas, que era una feria turbulenta desde el amanecer hasta las siete de la noche. Apenas si cabíamos. Todavía no habían instalado el teléfono, y el aire acondicionado era una fantasía que podía costarnos más que el semanario, pero ya Fuenmayor había tenido tiempo de atiborrar la oficina con sus enciclopedias desmanteladas, sus recortes de prensa en cualquier idioma y sus celebres manuales de oficios raros. En su escritorio de director estaba la histórica Underwood que había rescatado con grave riesgo de su vida en el incendio de una embajada, y que hoy día es una joya en el Museo Romántico de Barranquilla. El otro escritorio único lo ocupaba yo, con una máquina prestada por El Heraldo, en mi condición flamante de jefe de redacción. Había una mesa de dibujo para Alejandro Obregón, Orlando Guerra y Alfonso Meló, tres pintores famosos que se comprometieron en su sano juicio a ilustrar gratis las colaboraciones, y así lo hicieron, primero por la generosidad congénita de todos, y al final porque no teníamos un céntimo disponible ni para nosotros mismos. El fotógrafo más constante y sacrificado fue Quique Scopell.

Aparte del trabajo de redacción, que era el propio de mi título, me correspondía también vigilar el proceso de armada y asistir al corrector de pruebas a pesar de mi ortografía de holandés. Puesto que subsistía con El Heraldo mi compromiso de continuar «La Jirafa», no tenía mucho tiempo para colaboraciones regulares en Crónica. Sí lo tenía, en cambio, para escribir mis cuentos en las horas muertas de la madrugada.

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