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Más de veinte años después, ya casado y con hijos, seguía fumando. Un médico que me vio los pulmones en la pantalla me dijo espantado que dos o tres años después no podría respirar. Aterrado, llegué al extremo de permanecer sentado horas y horas sin hacer nada más, porque no conseguía leer, o escuchar música, o conversar con amigos o enemigos sin fumar. Una noche cualquiera, durante una cena casual en Barcelona, un amigo siquiatra les explicaba a otros que el tabaco era quizás la adicción más difícil de erradicar. Me atreví a preguntarle cuál era la razón de fondo, y su respuesta fue de una simplicidad escalofriante:

– Porque dejar de fumar sería para ti como matar a un ser querido.

Fue una deflagración de clarividencia. Nunca supe por qué, ni quise saberlo, pero exprimí en el cenicero el cigarrillo que acababa de encender, y no volví a fumar uno más, sin ansiedad ni remordimientos, en el resto de mi vida.

La otra adicción no era menos persistente. Una tarde entró una de las criadas de la casa vecina, y después de hablar con todos fue hasta la terraza y con un gran respeto me pidió permiso para hablar conmigo. No interrumpí la lectura hasta que ella me preguntó:

– ¿Se acuerda de Matilde?

No recordaba quién era, pero no me creyó.

– No se haga el pendejo, señor Gabito -me dijo con un énfasis deletreado-: Ni-gro-man-ta.

Y con razón: Nigromanta era entonces una mujer libre, con un hijo del policía muerto, y vivía sola con su madre y otros de la familia en la misma casa, pero en un dormitorio apartado con una salida propia hacia la culata del cementerio. Fui a verla, y el reencuentro persistió por más de un mes. Cada vez retrasaba la vuelta a Cartagena y quería quedarme en Sucre para siempre. Hasta una madrugada en que me sorprendió en su casa una tormenta de truenos y centellas como la noche de la ruleta rusa. Traté de eludirla bajo los alares, pero cuando no pude más me tiré por la calle al medio con el agua hasta las rodillas. Tuve la suerte de que mi madre estuviera sola en la cocina y me llevó al dormitorio por los senderos del jardín para que no se enterara papá. Tan pronto como me ayudó a quitarme la camisa empapada, la apartó a la distancia del brazo con las puntas del pulgar y el índice, y la tiró en el rincón con una crispación de asco.

– Estabas con la fulana -dijo. Me quedé de piedra.

– ¡Cómo lo sabe!

– Porque es el mismo olor de la otra vez -dijo impasible-. Menos mal que el hombre está muerto.

Me sorprendió semejante falta de compasión por primera vez en su vida. Ella debió advertirlo, porque lo remachó sin pensarlo.

– Es la única muerte que me alegró cuando la supe. Le pregunté perplejo:

– ¡Cómo supo quién es ella!

– Ay, hijo -suspiró-, Dios me dice todo lo que tiene que ver con ustedes.

Por último me ayudó a quitarme los pantalones empapados y los tiró en el rincón con el resto de la ropa. «Todos ustedes van a ser iguales a tu papá», me dijo de pronto con un suspiro hondo, mientras me secaba la espalda con una toalla de estopa. Y terminó con el alma:

– Quiera Dios que también sean tan buenos esposos como él.

Los cuidados dramáticos a que me sometió mi madre debieron surtir su efecto para prevenir una recurrencia de la pulmonía. Hasta que me di cuenta de que ella misma los enredaba sin causa para impedirme que volviera a la cama de truenos y centellas de Nigromanta. Nunca más la vi.

Regresé a Cartagena restaurado y alegre, con la noticia de que estaba escribiendo La casa, y hablaba de ella como si fuera un hecho cumplido desde que estaba apenas en el capítulo inicial. Zabala y Héctor me recibieron como al hijo pródigo. En la universidad mis buenos maestros parecían resignados a aceptarme como era. Al mismo tiempo seguí escribiendo notas muy ocasionales que me pagaban a destajo en El Universal. Mi carrera de cuentista continuó con lo poco que pude escribir casi por complacer al maestro Zabala: «Diálogo del espejo» y «Amargura para tres sonámbulos», publicados por El Espectador. Aunque en ambos se notaba un alivio de la retórica primaria de los cuatro anteriores, no había logrado salir del pantano.

Cartagena estaba entonces contaminada por la tensión política del resto del país y esto debía considerarse como un presagio de que algo grave iba a suceder. A fines del año los liberales declararon la abstención en toda la línea por el salvajismo de la persecución política, pero no renunciaron a sus planes subterráneos para tumbar al gobierno. La violencia arreció en los campos y la gente huyó a las ciudades, pero la censura obligaba a la prensa a escribir de través. Sin embargo, era del dominio público que los liberales acosados habían armado guerrillas en distintos sitios del país. En los Llanos orientales -un océano inmenso de pastos verdes que ocupa más de la cuarta parte del territorio nacional- se habían vuelto legendarias. Su comandante general, Guadalupe Salcedo, era visto ya como una figura mítica, aun por el ejército, y sus fotos se distribuían en secreto, se copiaban por cientos y se les encendían velas en los altares.

Los De la Espriella, al parecer, sabían más de lo que decían, y dentro del recinto amurallado se hablaba con toda naturalidad de un golpe de Estado inminente contra el régimen conservador. No conocía detalles, pero el maestro Zabala me había advertido que en el momento en que notara alguna agitación en la calle me fuera de inmediato al periódico. La tensión se podía tocar con las manos cuando entré a cumplir una cita en la heladería Americana a las tres de la tarde. Me senté a leer a una mesa apartada mientras llegaba alguien, y uno de mis antiguos condiscípulos, con el cual no había hablado nunca de política, me dijo al pasar sin mirarme:

– Vete para el periódico, que ya va a empezar la vaina.

Hice lo contrario: quería saber cómo iba a ser aquello en el puro centro de la ciudad en vez de encerrarme en la redacción. Minutos después se sentó a mi mesa un oficial de prensa de la Gobernación, a quien conocía bien, y no pensé que me lo hubieran asignado para neutralizarme. Conversé con él una media hora en el más puro estado de inocencia y cuando se levantó para irse descubrí que el enorme salón de la heladería se había desocupado sin que me diera cuenta. Él siguió mi mirada y comprobó la hora: la una y diez.

– No te preocupes -me dijo con un alivio reprimido-. Ya no pasó nada.

En efecto, el grupo más importante de dirigentes liberales, desesperados por la violencia oficial, se había puesto de acuerdo con militares demócratas del más alto rango para poner término a la matanza desatada en todo el país por el régimen conservador, dispuesto a quedarse en el poder a cualquier precio. La mayoría de ellos había participado en las gestiones del 9 de abril para lograr la paz mediante el acuerdo que hicieron con el presidente Ospina Pérez, y apenas veinte meses después se daban cuenta demasiado tarde de que habían sido víctimas de un engaño colosal. La frustrada acción de aquel día la había autorizado el presidente de la Dirección Liberal en persona, Carlos Lleras Restrepo, a través de Plinio Mendoza Neira, que tenía excelentes relaciones dentro de las Fuerzas Armadas desde que fue ministro de Guerra bajo el gobierno liberal. La acción coordinada por Mendoza Neira con la colaboración sigilosa de prominentes copartidarios de todo el país debía empezar al amanecer de aquel día con el bombardeo al Palacio Presidencial por aviones de la Fuerza Aérea. El movimiento estaba apoyado por las bases navales de Cartagena y Apiay, por la mayoría de las guarniciones militares del país y por organizaciones gremiales resueltas a tomarse el poder para un gobierno civil de reconciliación nacional.

Sólo después del fracaso se supo que dos días antes de la fecha prevista para la acción, el ex presidente Eduardo Santos había reunido en su casa de Bogotá a los jerarcas liberales y a los dirigentes del golpe para un examen final del proyecto. En medio del debate, alguien hizo la pregunta ritual:

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