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Los habitantes de La Sierpe eran católicos convencidos pero vivían la religión a su manera, con oraciones mágicas para cada ocasión. Creían en Dios, en la Virgen y en la Santísima Trinidad, pero los adoraban en cualquier objeto en que les pareciera descubrir facultades divinas. Lo que podía ser inverosímil para ellos era que alguien a quien le creciera una bestia satánica dentro del vientre fuera tan racional como para apelar a la herejía de un cirujano.

Pronto me llevé la sorpresa de que todo el mundo en Sucre conocía la existencia de La Sierpe como un hecho real, cuyo único problema era llegar a ella a través de toda clase de tropiezos geográficos y mentales. A última hora descubrí por casualidad que el maestro en el tema de La Sierpe era mi amigo Ángel Casij, a quien había visto por última vez cantando en una orquesta del barrio chino de Barrancabermeja, en mi segundo o tercer viaje por el río Magdalena. Lo encontré con más uso de razón que aquella vez, y con un relato alucinante de sus varios viajes a La Sierpe. Entonces supe todo lo que podía saberse de la Marquesita, dueña y señora de aquel vasto reino donde se conocían oraciones secretas para hacer el bien o el mal, para levantar del lecho a un moribundo no conociendo de él nada más que la descripción de su físico y el lugar preciso donde estaba, o para mandar una serpiente a través de los pantanos que al cabo de seis días le diera muerte a un enemigo.

Lo único que le estaba vedado era la resurrección de los muertos, por ser un poder reservado a Dios. Vivió todos los años que quiso, y se supone que fueron hasta doscientos treinta y tres, pero sin haber envejecido ni un día más después de los sesenta y seis. Antes de morir concentró sus fabulosos rebaños y los hizo girar durante dos días y dos noches alrededor de su casa, hasta que se formó la ciénaga de La Sierpe, un piélago sin límites tapizado de anémonas fosforescentes. Se dice que en el centro de ella hay un árbol con calabazos de oro, a cuyo tronco está amarrada una canoa que cada 2 de noviembre, día de Muertos, va navegando sin patrón hasta la otra orilla, custodiada por caimanes blancos y culebras con cascabeles de oro, donde la Marquesita sepultó su fortuna sin límites.

Desde que Ángel Casij me contó esta historia fantástica empezaron a sofocarme las ansias de visitar el paraíso de La Sierpe encallado en la realidad. Lo preparamos todo, caballos inmunizados con oraciones contrarias, canoas invisibles, y baquianos mágicos y todo cuanto fuera necesario para escribir la crónica de un realismo sobrenatural.

Sin embargo, las mulas se quedaron ensilladas. Mi lenta convalecencia de la pulmonía, las burlas de los amigos en los bailes de la plaza, los escarmientos pavorosos de amigos mayores, me obligaron a aplazar el viaje para un después que nunca fue. Hoy lo evoco, sin embargo, como un percance de buena suerte, porque a falta de la Marquesita fantástica me sumergí a fondo y desde el día siguiente en la escritura de una primera novela, de la que sólo me quedó el título: La casa.

Pretendía ser un drama de la guerra de los Mil Días en el Caribe colombiano, del cual había conversado con Manuel Zapata Olivella, en una visita anterior a Cartagena. En esa ocasión, y sin relación alguna con mi proyecto, él me regaló un folleto escrito por su padre sobre un veterano de aquella guerra, cuyo retrato impreso en la portada, con el liquilique y los bigotes chamuscados de pólvora, me recordó de algún modo a mi abuelo. He olvidado su nombre, pero su apellido había de seguir conmigo por siempre jamás: Buendía. Por eso pensé en escribir una novela con el título de La casa, sobre la epopeya de una familia que podía tener mucho de la nuestra durante las guerras estériles del coronel Nicolás Márquez.

El título tenía fundamento en el propósito de que la acción no saliera nunca de la casa. Hice varios principios y esquemas de personajes parciales a los cuales les ponía nombres de familia que más tarde me sirvieron para otros libros. Soy muy sensible a la debilidad de una frase en la que dos palabras cercanas rimen entre sí, aunque sea en rima vocálica, y prefiero no publicarla mientras no la tenga resuelta. Por eso estuve a punto de prescindir muchas veces del apellido Buendía por su rima ineludible con los pretéritos imperfectos. Sin embargo el apellido acabó imponiéndose porque había logrado para él una identidad convincente.

En ésas andaba cuando amaneció en la casa de Sucre una caja de madera sin letreros pintados ni referencia alguna. Mi hermana Margot la había recibido sin saber de quién, convencida de que era algún rezago de la farmacia vendida. Yo pensé lo mismo y desayuné en familia con el corazón en su puesto. Mi papá aclaró que no había abierto la caja porque pensó que era el resto de mi equipaje, sin recordar que ya no me quedaban ni los restos de nada en este mundo. Mi hermano Gustavo, que a los trece años ya tenía práctica bastante para clavar o desclavar cualquier cosa, decidió abrirla sin permiso. Minutos después oímos su grito:

– ¡Son libros!

Mi corazón saltó antes que yo. En efecto, eran libros sin pista alguna del remitente, empacados de mano maestra hasta el tope de la caja y con una carta difícil de descifrar por la caligrafía jeroglífica y la lírica hermética de Germán Vargas: «Ahí le va esa vaina, maestro, a ver si por fin aprende». Firmaban también Alfonso Fuenmayor, y un garabato que identifiqué como de don Ramón Vinyes, a quien aún no conocía. Lo único que me recomendaban era que no cometiera ningún plagio que se notara demasiado. Dentro de uno de los libros de Faulkner iba una nota de Álvaro Cepeda, con su letra enrevesada, y escrita además a toda prisa, en la cual me avisaba que la semana siguiente se iba por un año a un curso especial en la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York.

Lo primero que hice fue exhibir los libros en la mesa del comedor, mientras mi madre terminaba de levantar los trastos del desayuno. Tuvo que armarse de una escoba para espantar a los hijos menores que querían cortar las ilustraciones con las tijeras de podar y a los perros callejeros que husmeaban los libros como si fueran de comer. También yo los olía, como hago siempre con todo libro nuevo, y los repasé todos al azar leyendo párrafos a saltos de mata. Cambié tres o cuatro veces de lugar en la noche porque no encontraba sosiego o me agotaba la luz muerta del corredor del patio, y amanecí con la espalda torcida y todavía sin una idea remota del provecho que podía sacar de aquel milagro.

Eran veintitrés obras distinguidas de autores contemporáneos, todas en español y escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el propósito único de aprender a escribir. Y en traducciones tan recientes como El sonido y la furia, de William Faulkner. Cincuenta años después me es imposible recordar la lista completa y los tres amigos eternos que la sabían ya no están aquí para acordarse. Sólo había leído dos: La señora Dalloway, de la señora Woolf, y Contrapunto, de Aldous Huxley. Los que mejor recuerdo eran los de William Faulkner: El villorrio, El sonido y la furia, Mientras yo agonizo y Las palmeras salvajes. También Manhattan Transfer y tal vez otro, de John Dos Passos; Orlando, de Virginia Woolf; De ratones y de hombres y Las viñas de la ira, de John Steinbeck; El retrato de Jenny, de Robert Nathan, y La ruta del tabaco, de Erskine Caldwell. Entre los títulos que no recuerdo a la distancia de medio siglo había por lo menos uno de Hemingway, tal vez de cuentos, que era lo que más les gustaba de él a los tres de Barranquilla; otro de Jorge Luis Borges, sin duda también de cuentos, v quizás otro de Felisberto Hernández, el insólito cuentista uruguayo que mis amigos acababan de descubrir a gritos. Los leí todos en los meses siguientes, a unos bien y a otros menos, y gracias a ellos logré salir del limbo creativo en que estaba encallado.

Por la pulmonía me habían prohibido fumar, pero fumaba en el baño como escondido de mí mismo. El médico se dio cuenta y me habló en serio, pero no logré obedecerle. Ya en Sucre, mientras trataba de leer sin pausas los libros recibidos, encendía un cigarrillo con la brasa del otro hasta que ya no podía más, y mientras más trataba de dejarlo más fumaba. Llegué a cuatro cajetillas diarias, interrumpía las comidas para fumar y quemaba las sábanas por quedarme dormido con el cigarrillo encendido. El miedo de la muerte me despertaba a cualquier hora de la noche, y sólo fumando más podía sobrellevarlo, hasta que resolví que prefería morirme a dejar de fumar.

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