La abuela Tranquilina Iguarán había muerto dos meses antes, ciega y demente, y en la lucidez de la agonía siguió predicando con su voz radiante y su dicción perfecta los secretos de la familia. Su tema eterno hasta el último aliento fue la jubilación del abuelo. Mi padre preparó el cadáver con azabaras preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible. Luisa Santiaga admiró siempre la pasión de su madre por las rosas rojas y le hizo un jardín en el fondo del Patio para que nunca faltaran en su tumba. Llegaron a florecer con tanto esplendor que no alcanzaba el tiempo para complacer a los forasteros que llegaban de lejos ansiosos por saber si tantas rosas rozagantes eran cosa de díos o del diablo.
Aquellos cambios en mi vida y en mi modo de ser correspondían a los cambios de mi casa. En cada visita me parecía distinta por las reformas y mudanzas de mis padres, por los hermanos que nacían y crecían tan parecidos que era más fácil confundirlos que reconocerlos. Jaime, que ya tenía diez años, había sido el que más tardó en apartarse del regazo materno por su condición de seismesino, y mi madre no había acabado de amamantarlo cuando ya había nacido Hernando (Nanchi). Tres años después nació Alfredo Ricardo (Cuqui) y año y medio después Eligió (Yiyo), el último, que en aquellas vacaciones empezaba a descubrir el milagro de gatear.
Contábamos además a los hijos de mi padre antes y después del matrimonio: Carmen Rosa, en San Marcos, y Abelardo, que pasaban temporadas en Sucre; a Germaine Hanai (Emi), que mi madre había asimilado como suya con el beneplácito de los hermanos y, por último, Antonio María Claret (Toño), criado por su madre en Sincé, y que nos visitaba con frecuencia. Quince en total, que comíamos como treinta cuando había con qué y sentados donde se podía.
Los relatos que mis hermanas mayores han hecho de aquellos años dan una idea cabal de cómo era la casa en la que no se había acabado de criar un hijo cuando ya nacía otro. Mi madre misma era consciente de su culpa, y rogaba a las hijas que se hicieran cargo de los menores. Margot se moría de susto cuando descubría que estaba otra vez encinta, porque sabía que ella sola no tendría tiempo de criarlos a todos. De modo que antes de irse para el internado de Montería, le suplicó a la madre con absoluta seriedad que el hermano siguiente fuera el último. Mi madre se lo prometió, igual que siempre, aunque sólo fuera por complacerla, porque estaba segura de que Dios, con su sabiduría infinita, resolvería el problema del mejor modo posible.
Las comidas en la mesa eran desastrosas, porque no había modo de reunidos a todos. Mi madre y las hermanas mayores iban sirviendo a medida que los otros llegaban, pero no era raro que a los postres apareciera un cabo suelto que reclamaba su ración. En el curso de la noche iban pasándose a la cama de mis padres los menores que no podían dormir por el frío o el calor, por el dolor de muelas o el miedo a los muertos, por el amor a los padres o los celos de los otros, y todos amanecían apelotonados en la cama matrimonial. Si después de Eligió no nacieron otros fue gracias a Margot, que impuso su autoridad cuando regresó del internado y mi madre cumplió la promesa de no tener un hijo más.
Por desgracia, la realidad había tenido tiempo de interponer otros planes con las dos hermanas mayores, que se quedaron solteras de por vida. Aída, como en las novelitas rosas, ingresó en un convento de cadena perpetua, al que renunció después de veintidós años con todas las de la ley, cuando ya no encontró al mismo Rafael ni a ningún otro a su alcance. Margot, con su carácter rígido, perdió el suyo por un error de ambos. Contra precedentes tan tristes, Rita se casó con el primer hombre que le gustó, y fue feliz con cinco hijos y nueve nietos. Las otras dos -Ligia y Emi- se casaron con quienes quisieron cuando ya los padres se habían cansado de pelear contra la vida real.
Las angustias de la familia parecían ser parte de la crisis que vivía el país por la incertidumbre económica Y el desangre por la violencia política, que había llegado a Sucre como una estación siniestra, y entró a la casa en puntillas, pero con paso firme. Ya para entonces nos habíamos comido las escasas reservas, y éramos tan pobres como lo habíamos sido en Barran quilla antes del viaje a Sucre. Pero mi madre no se inmutaba, por su certidumbre ya probada de que todo niño trae su pan bajo el brazo. Ése era el estado de la casa cuando llegué de Cartagena, convaleciente de la pulmonía, pero la familia se había confabulado a tiempo para que no lo notara.
La comidilla de dominio público en el pueblo era una supuesta relación de nuestro amigo Cayetano Gentile con la maestra de escuela del cercano caserío de Chaparral, una bella muchacha de condición social distinta de la suya, pero muy seria y de una familia respetable. No era raro: Cayetano fue siempre un picaflor, no sólo en Sucre sino también en Cartagena, donde había estudiado su bachillerato e iniciado la carrera de medicina. Pero no se le conoció novia de planta en Sucre, ni parejas preferidas en los bailes.
Una noche lo vimos llegar de su finca en su mejor caballo, la maestra en la silla con las riendas en el puño, y él en ancas, abrazado a su cintura. No sólo nos sorprendió el grado de confianza que habían logrado, sino el atrevimiento de ambos de entrar por el camellón de la plaza principal a la hora de mayor movimiento y en un pueblo tan malpensado. Cayetano explicó a quien quiso oírlo que la había encontrado en la puerta de su escuela a la espera de alguien que le hiciera la caridad de llevarla al pueblo a esas horas de la noche. Lo previne en broma de que iba a amanecer cualquier día con un pasquín en la puerta, y él se encogió de hombros con un gesto muy suyo y me soltó su broma favorita:
– Con los ricos no se atreven.
En efecto, los pasquines habían pasado de moda tan pronto como llegaron, y se pensó que tal vez fueran un síntoma más del mal humor político que asolaba el país. La tranquilidad volvió al sueño de quienes los temían. En cambio, a los pocos días de mi llegada sentí que algo había cambiado hacia mí en el ánimo de algunos copartidarios de mi padre, que me señalaron como autor de artículos contra el gobierno conservador publicados en El Universal. No era cierto. Si tuve que escribir alguna vez notas políticas, fueron siempre sin firma y bajo la responsabilidad de la dirección, desde que ésta decidió suspender la pregunta de qué había pasado en el Carmen de Bolívar. Las de mi columna firmada revelaban sin duda una posición clara sobre el mal estado del país, y la ignominia de la violencia y la injusticia, pero sin consignas de partido. De hecho, ni entonces ni nunca fui militante de ninguno. La acusación alarmó a mis padres, y mi madre empezó a encender velas a los santos, sobre todo cuando me quedaba hasta muy tarde en la calle. Por primera vez sentí alrededor de mí un ambiente tan opresivo que decidí salir de casa lo menos posible.
Fue por esos malos tiempos cuando se presentó en el consultorio de papá un hombre impresionante que ya parecía ser el fantasma de sí mismo, con una piel que permitía traslucir el color de los huesos y el vientre abultado y tenso como un tambor. Sólo necesitó una frase para volverse inolvidable hasta más nunca:
– Doctor, vengo para que me saque un mico que me hicieron crecer dentro de la barriga.
Después de examinarlo, mi padre se dio cuenta de que el caso no estaba al alcance de su ciencia, y lo mandó a un colega cirujano que no encontró el mico que el paciente creía, sino un engendro sin forma pero con vida propia. Lo que a mí me importó, sin embargo, no fue la bestia del vientre sino el relato del enfermo sobre el mundo mágico de La Sierpe, un país de leyenda dentro de los límites de Sucre al que sólo podría llegarse por tremedales humeantes, donde uno de los episodios más corrientes era vengar una ofensa con un maleficio como aquel de una criatura del demonio dentro del vientre.