Zabala, Rojas Herazo, Gustavo Ibarra, todos sabíamos poemas suyos de memoria, y siempre los citábamos sin pensarlo, de manera espontánea y certera, para iluminar nuestras charlas. No era huraño sino tímido. Todavía hoy no recuerdo haber visto un retrato suyo, si lo hubo, sino algunas caricaturas fáciles que se publicaban en su lugar. Creo que a fuerza de no verlo habíamos olvidado que seguía vivo, una noche en que yo estaba terminando mi nota del día y escuché la exclamación ahogada de Zabala:
– ¡Carajo, el Tuerto!
Levanté la vista de la máquina, y vi el hombre más extraño que había de ver jamás. Mucho más bajo de lo que imaginábamos, con el cabello tan blanco que parecía azul y tan rebelde que parecía prestado. No era tuerto del ojo izquierdo, sino como su apodo lo indicaba mejor: torcido. Vestía como en casa, con pantalón de dril oscuro y una camisa a rayas, la mano derecha a la altura del hombro, y un prendedor de plata con un cigarrillo encendido que no fumaba y cuya ceniza se caía sin sacudirla cuando ya no podía sostenerse sola.
Pasó de largo hasta la oficina de su hermano y salió dos horas después, cuando sólo quedábamos Zabala y yo en la redacción, esperando para saludarlo. Murió unos dos años más tarde, y la conmoción que causó entre sus fieles no fue como si hubiera muerto sino resucitado. Expuesto en el ataúd no parecía tan muerto como cuando estaba vivo.
Por la misma época el escritor español Dámaso Alonso y su esposa, la novelista Eulalia Galvarriato, dictaron dos conferencias en el paraninfo de la universidad. El maestro Zabala, que no gustaba de perturbar la vida ajena, venció por una vez su discreción y les solicitó una audiencia. Lo acompañamos Gustavo Ibarra, Héctor Rojas Herazo y yo, y hubo una química inmediata con ellos. Permanecimos unas cuatro horas en un salón privado del hotel del Caribe intercambiando impresiones de su primer viaje a la América Latina y de nuestros sueños de escritores nuevos. Héctor les llevó un libro de poemas y yo una fotocopia de un cuento publicado en El Espectador. A ambos nos interesó más que todo la franqueza de sus reservas, porque las usaban como confirmaciones sesgadas de sus elogios.
En octubre encontré en El Universal un recado de Gonzalo Mallarino diciéndome que me esperaba con el poeta Álvaro Mutis en villa Tulipán, una pensión inolvidable en el balneario de Bocagrande, a pocos metros del lugar donde había aterrizado Charles Lindbergh unos veinte años antes. Gonzalo, mi cómplice de recitales privados en la universidad, era ya un abogado en ejercicio, y Mutis lo había invitado para que conociera el mar, en su condición de jefe de relaciones públicas de LANSA, una empresa aérea criolla fundada por sus propios pilotos.
Poemas de Mutis y cuentos míos habían coincidido por lo menos una vez en el suplemento «Fin de Semana», y nos bastó con vernos para que iniciáramos una conversación que todavía no ha terminado, en incontables lugares del mundo, durante más de medio siglo.
Primero nuestros hijos y después nuestros nietos nos han preguntado a menudo sobre qué hablamos con una pasión tan encarnizada, y les hemos contestado la verdad: siempre hablamos de lo mismo.
Mis amistades milagrosas con adultos de las artes y las letras me dieron los ánimos para sobrevivir en aquellos años que todavía recuerdo como los más inciertos de mi vida. El 10 de julio había publicado el último «Punto y aparte» en El Universal, al cabo de tres meses arduos en que no logré superar mis barreras de principiante, y preferí interrumpirlo con el único mérito de escapar a tiempo. Me refugié en la impunidad de los comentarios de la página editorial, sin firma, salvo cuando debían tener un toque personal. La sostuve por simple rutina hasta setiembre de 1950, con una nota engolada sobre Edgar Allan Poe, cuyo único mérito fue el de ser la peor.
Durante todo aquel año había insistido en que el maestro Zabala me enseñara los secretos para escribir reportajes. Nunca se decidió, con su índole misteriosa, pero me dejó alborotado con el enigma de una niña de doce años sepultada en el convento de Santa Clara, a la que le creció el cabello después de muerta más de veintidós metros en dos siglos. Nunca me imaginé que iba a volver sobre el tema cuarenta años después para contarlo en una novela romántica con implicaciones siniestras. Pero no fueron mis mejores tiempos para pensar. Hacía berrinches por cualquier motivo, desaparecía del empleo sin explicaciones hasta que el maestro Zabala mandaba a alguien para que me amansara. En los exámenes finales aprobé el segundo año de derecho por un golpe de suerte, con sólo dos materias para rehabilitar, y pude matricularme en el tercero, pero corrió el rumor de que lo había logrado por presiones políticas del periódico. El director tuvo que intervenir cuando me detuvieron a la salida del cine con una libreta militar falsa y me tenían en lista para enrolarme en misiones punitivas de orden público.
En mi ofuscación política de esos días no me enteré siquiera de que el estado de sitio se había implantado de nuevo en el país por el deterioro del orden público. La censura de prensa dio varias vueltas de tuerca. El ambiente se enrareció como en los tiempos peores, y una policía política reforzada con delincuentes comunes sembraba el pánico en los campos. La violencia obligó a los liberales a abandonar tierras y hogares. Su candidato posible, Darío Echandía, maestro de maestros en derecho civil, escéptico de nacimiento y lector vicioso de griegos y latinos, se pronunció en favor de la abstención liberal. El camino quedó franco para la elección de Laureano Gómez, que parecía dirigir el gobierno con hilos invisibles desde Nueva York.
No tenía entonces una conciencia clara de que aquellos percances no eran sólo infamias de godos sino síntomas de malos cambios en nuestras vidas, hasta una noche de tantas en La Cueva, cuando se me ocurrió hacer alarde de mi albedrío para hacer lo que me diera la gana. El maestro Zabala sostuvo en el aire la cuchara de la sopa que estaba a punto de tomarse, mirándome por encima del arco de sus espejuelos, y me paró en seco:
– Dime una vaina, Gabriel: ¿en medio de las tantas pendejadas que haces has podido darte cuenta de que este país se está acabando?
La pregunta dio en el blanco. Borracho hasta los tuétanos me tiré a dormir de madrugada en una banca del Paseo de los Mártires y un aguacero bíblico me dejó convertido en una sopa de huesos. Estuve dos semanas en el hospital con una pulmonía refractaria a los primeros antibióticos conocidos, que tenían la mala fama de causar secuelas tan temibles como la impotencia precoz.
Más esquelético y pálido que de natura, mis padres me llamaron a Sucre para restaurarme del exceso de trabajo -según decían en su carta-. Más lejos llegó El Universal con un editorial de despedida que me consagró como periodista y escritor de recursos maestros, y en otra como autor de una novela que nunca existió y con un título que no era mío: Ya cortamos el heno. Más raro aún en un momento en que no tenía ningún propósito de reincidir en la ficción. La verdad es que aquel título tan ajeno a mí lo inventó Héctor Rojas Herazo al correr de la máquina, como uno más de los aportes de César Guerra Valdés, un escritor imaginario de la más pura cepa latinoamericana creado por él para enriquecer nuestras polémicas. Héctor había publicado en El Universal la noticia de su llegada a Cartagena y yo le había escrito un saludo en mi sección «Punto y aparte» con la esperanza de sacudir el polvo en las conciencias dormidas de una auténtica narrativa continental. De todos modos, la novela imaginaria con el bello título inventado por Héctor fue reseñada años después no sé dónde ni por qué en un ensayo sobre mis libros, como una obra capital de la nueva literatura.
El ambiente que encontré en Sucre fue muy propicio a mis ideas de aquellos días. Le escribí a Germán Vargas para pedirle que me mandaran libros, muchos libros, tantos como fueran posibles para ahogar en obras maestras una convalecencia prevista para seis meses. El pueblo estaba en diluvio. Papá había renunciado a la esclavitud de la farmacia y se construyó a la entrada del pueblo una casa capaz para los hijos, que éramos once desde que nació Eligio, dieciséis meses antes. Una casa grande y a plena luz, con una terraza de visitas frente al río de aguas oscuras y ventanas abiertas para las brisas de enero. Tenía seis dormitorios bien ventilados con una cama para cada uno, y no de dos en dos, como antes, y argollas para colgar hamacas a distintos niveles hasta en los corredores. El patio sin alambrar se prolongaba hasta el monte bruto, con árboles frutales de dominio público y animales propios y ajenos que se paseaban por las alcobas. Pues mi madre, que añoraba los patios de su infancia en Barrancas y Aracataca, trató la casa nueva como una granja, con gallinas y patos sin corral y cerdos libertinos que se metían en la cocina para comerse las vituallas del almuerzo. Todavía era posible aprovechar los veranos para dormir a ventanas abiertas, con el rumor del asma de las gallinas en las perchas y el olor de las guanábanas maduras que caían de los árboles en la madrugada con un golpe instantáneo y denso. «Suenan como si fueran niños», decía mi madre. Mi papá redujo las consultas a la mañana para unos pocos fieles de la homeopatía, siguió leyendo cuanto papel impreso le pasaba cerca, tendido en una hamaca que colgaba entre dos árboles, y contrajo la fiebre ociosa del billar contra las tristezas del atardecer. Había abandonado también sus vestidos de dril blanco con corbata, y andaba en la calle como nunca lo habían visto, con camisas juveniles de manga corta.