Por ese camino llegamos al enigma de El conde de Montecristo, que los tres venían arrastrando de discusiones anteriores como una adivinanza para novelistas: ¿cómo logró Alejandro Dumas que un marinero inocente, ignorante, pobre y encarcelado sin causa, pudiera escapar de una fortaleza infranqueable convertido en el hombre más rico y culto de su tiempo? La respuesta fue que cuando Edmundo Dantés entró en el castillo de If ya tenía construido dentro de él al abate Faria, el cual le transmitió en prisión la esencia de su sabiduría y le reveló lo que le faltaba saber para su nueva vida: el lugar donde estaba oculto un tesoro fantástico y el modo de la fuga. Es decir: Dumas construyó dos personajes diversos y luego les intercambió los destinos. De manera que cuando Dantés escapó era ya un personaje dentro de otro, y lo único que le quedaba de él mismo era su cuerpo de buen nadador.
Germán tenía claro que Dumas había hecho marinero a su personaje para que pudiera escapar del costal de lienzo y nadar hasta la costa cuando lo arrojaron al mar. Alfonso, el erudito y sin duda el más mordaz, replicó que eso no era garantía de nada porque el sesenta por ciento de las tripulaciones de Cristóbal Colón no sabía nadar. Nada le complacía tanto como soltar esos granitos de pimienta para quitarle al guiso cualquier regusto de pedantería. Entusiasmado con el juego de los enigmas literarios, empecé a beber sin medida el ron de caña con limón que los otros bebían a sorbos saboreados. La conclusión de los tres fue que el talento y el manejo de datos de Dumas en aquella novela, y tal vez en toda su obra, eran más de reportero que de novelista.
Al final me quedó claro que mis nuevos amigos leían con tanto provecho a Quevedo y James Joyce como a Conan Doyle. Tenían un sentido del humor inagotable y eran capaces de pasar noches enteras cantando boleros y vallenatos o recitando sin titubeos la mejor poesía del Siglo de Oro. Por distintos senderos llegamos al acuerdo de que la cumbre de la poesía universal son las coplas de don Jorge Manrique a la muerte de su padre. La noche se convirtió en un recreo delicioso, que acabó con los últimos prejuicios que pudieran estorbar mi amistad con aquella pandilla de enfermos letrados. Me sentía tan bien con ellos y con el ron bárbaro, que me quité la camisa de fuerza de la timidez. Susana la Perversa, que en marzo de aquel año había ganado el concurso de baile en los carnavales, me sacó a bailar. Espantaron gallinas y alcaravanes de la pista y nos rodearon para animarnos.
Bailamos la serie del Mambo número 5 de Dámaso Pérez Prado. Con el aliento que me sobró me apoderé de las maracas en la tarima del conjunto tropical y canté al hilo más de una hora de boleros de Daniel Santos, Agustín Lara y Bienvenido Granda. A medida que cantaba me sentía redimido por una brisa de liberación. Nunca supe si los tres estaban orgullosos o avergonzados de mí, pero cuando regresé a la mesa me recibieron como a uno de los suyos.
Álvaro había iniciado entonces un tema que los otros no le discutían jamás: el cine. Para mí fue un hallazgo providencial, porque siempre había tenido el cine como un arte subsidiario que se alimentaba más del teatro que de la novela. Álvaro, por el contrario, lo veía en cierto modo como yo veía la música: un arte útil para todas las otras.
Ya de madrugada, entre dormido y borracho, Álvaro manejaba como un taxista maestro el automóvil atiborrado de libros recientes y suplementos literarios del New York Times. Dejamos a Germán y Alfonso en sus casas y Álvaro insistió en llevarme a la suya para que conociera su biblioteca, que cubría tres lados del dormitorio hasta el cielo raso. Los señaló con el índice en una vuelta completa, y me dijo:
– Estos son los únicos escritores del mundo que saben escribir.
Yo estaba en un estado de excitación que me hizo olvidar lo que habían sido ayer el hambre y el sueño. El alcohol seguía vivo dentro de mí como un estado de gracia. Álvaro me mostró sus libros favoritos, en español e inglés, y hablaba de cada uno con la voz oxidada, los cabellos alborotados y los ojos más dementes que nunca. Habló de Azorín y Saroyan -dos debilidades suyas- y de otros cuyas vidas públicas y privadas conocía hasta en calzoncillos. Fue la primera vez que oí el nombre de Virginia Woolf, que él llamaba la vieja Woolf, como al viejo Faulkner. Mi asombro lo exaltó hasta el delirio. Agarró la pila de los libros que me había mostrado como sus preferidos y me los puso en las manos.
– No sea pendejo -me dijo-, llévese todos y cuando acabe de leerlos nos vamos a buscarlos donde sea.
Para mí eran una fortuna inconcebible que no me atreví a arriesgar sin tener siquiera un tugurio miserable donde guardarlos. Por fin se conformó con regalarme la versión en español de La señora Dalloway de Virginia Woolf, con el pronóstico inapelable de que me la aprendería de memoria.
Estaba amaneciendo. Quería regresar a Cartagena en el primer autobús, pero Álvaro insistió en que durmiera en la cama gemela de la suya.
– ¡Qué carajo! -dijo con el último aliento-. Quédese a vivir aquí y mañana le conseguimos un empleo cojonudo.
Me tendí vestido en la cama, y sólo entonces sentí en el cuerpo el inmenso peso de estar vivo. Él hizo lo mismo y nos dormimos hasta las once de la mañana, cuando su madre, la adorada y temida Sara Samudio, tocó la puerta con el puño apretado, creyendo que el único hijo de su vida estaba muerto.
– No le haga caso, maestrazo -me dijo Álvaro desde el fondo del sueño-. Todas las mañanas dice lo mismo, y lo grave es que un día será verdad.
Regresé a Cartagena con el aire de alguien que hubiera descubierto el mundo. Las sobremesas en casa de los Franco Muñera no fueron entonces con poemas del Siglo de Oro y los Veinte poemas de amor de Neruda, sino con párrafos de La señora Dalloway y los delirios de su personaje desgarrado, Septimus Warren Smith.
Me volví otro, ansioso y difícil, hasta el extremo de que a Héctor y al maestro Zabala les parecía un imitador consciente de Álvaro Cepeda. Gustavo Ibarra, con su visión compasiva del corazón caribe, se divirtió con mi relato de la noche en Barranquilla, mientras me daba cucharadas cada vez más cuerdas de poetas griegos, con la expresa y nunca explicada excepción de Eurípides. Me descubrió a Melville: la proeza literaria de Moby Dick, el grandioso sermón sobre Jonas para los balleneros curtidos en todos los mares del mundo bajo la inmensa bóveda construida con costillares de ballenas. Me prestó La casa de los siete tejados, de Nathaniel Hawthorne, que me marcó de por vida. Intentamos juntos una teoría sobre la fatalidad de la nostálgia en la errancia de Ulises Odiseo, en la que nos perdimos sin salida. Medio siglo después la encontré resuelta en un texto magistral de Milán Kundera.
De aquella misma época fue mi único encuentro con el gran poeta Luis Carlos López, más conocido como el Tuerto, que había inventado una manera cómoda de estar muerto sin morirse, y enterrado sin entierro, y sobre todo sin discursos. Vivía en el centro histórico en una casa histórica de la histórica calle del Tablón, donde nació y murió sin perturbar a nadie. Se veía con muy pocos amigos de siempre, mientras su fama de ser un gran poeta seguía creciendo en vida como sólo crecen las glorias póstumas.
Le llamaban tuerto sin serlo, porque en realidad sólo era estrábico, pero también de una manera distinta, y muy difícil de distinguir. Su hermano, Domingo López Escauriaza, el director de El Universal, tenía siempre la misma respuesta para quienes le preguntaban por él:
– Ahí está.
Parecía una evasiva, pero era la única verdad: ahí estaba. Más vivo que cualquier otro, pero también con la ventaja de estarlo sin que se supiera demasiado, dándose cuenta de todo y resuelto a enterrarse por sus propios pies. Se hablaba de él como de una reliquia histórica, y más aún entre quienes no lo habían leído. Tanto, que desde que llegué a Cartagena no traté de verlo, por respeto a sus privilegios de hombre invisible. Entonces tenía sesenta y ocho años, y nadie había puesto en duda que era un poeta grande del idioma en todos los tiempos, aunque no éramos muchos los que sabíamos quién era ni por qué, ni era fácil creerlo por la rara cualidad de su obra.