El Euskera no llegó en la fecha prevista y había sido imposible comunicarse con él. Al cabo de otra semana establecimos desde el periódico un servicio de radioaficionados para rastrear las condiciones del tiempo en el Caribe, pero no pudimos impedir que empezara a especularse en la prensa y la radio sobre la posibilidad de la noticia espantosa. Mesa Nicholls y yo permanecimos aquellos días intensos con Emilio Razzore sin comer ni dormir en su cuarto del hotel. Lo vimos hundirse, disminuir de volumen y tamaño en la espera interminable, hasta que el corazón nos confirmó a todos que el Euskera no llegaría nunca a ninguna parte, ni se tendría noticia alguna de su destino. El domador permaneció todavía un día encerrado a solas en su cuarto, y al siguiente me visitó en el periódico para decirme que cien años de batallas diarias no podían desaparecer en un día. De modo que se iba a Miami sin un clavo y sin familia, para reconstruir pieza por pieza, y a partir de nada, el circo sumergido. Me impresionó tanto su determinación por encima de la tragedia, que lo acompañé a Barranquilla para despedirlo en el avión de La Florida. Antes de abordar me agradeció la decisión de enrolarme en su circo y me prometió que me mandaría a buscar tan pronto como tuviera algo concreto. Se despidió con un abrazo tan desgarrado que entendí con el alma el amor de sus leones. Nunca más se supo de él.
El avión de Miami salió a las diez de la mañana del mismo día en que apareció mi nota sobre Razzore: el 16 de setiembre de 1948. Me disponía a regresar a Cartagena aquella misma tarde cuando se me ocurrió pasar por El Nacional, un diario vespertino donde escribían Germán Vargas y Álvaro Cepeda, los amigos de mis amigos de Cartagena. La redacción estaba en un edificio carcomido de la ciudad vieja, con un largo salón vacío dividido por una baranda de madera. Al fondo del salón, un hombre joven y rubio, en mangas de camisa, escribía en una máquina cuyas teclas estallaban como petardos en el salón desierto. Me acerqué casi en puntillas, intimidado por los crujidos lúgubres del piso, y esperé en la baranda hasta que se volvió a mirarme, y me dijo en seco, con una voz armoniosa de locutor profesional:
– ¿Qué pasa?
Tenía el cabello corto, los pómulos duros y unos ojos diáfanos e intensos que me parecieron contrariados por la interrupción. Le contesté como pude, letra por letra:
– Soy García Márquez.
Sólo al oír mi propio nombre dicho con semejante convicción caí en la cuenta de que Germán Vargas podía muy bien no saber quién era, aunque en Cartagena me habían dicho que hablaban mucho de mí con los amigos de Barranquilla desde que leyeron mi primer cuento. El Nacional había publicado una nota entusiasta de Germán Vargas, que no tragaba crudo en materia de novedades literarias. Pero el entusiasmo con que me recibió me confirmó que sabía muy bien quién era quién, y que su afecto era más real de lo que me habían dicho. Unas horas después conocí a Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda en la librería Mundo, y nos tomamos los aperitivos en el café Colombia. Don Ramón Vinyes, el sabio catalán que tanto ansiaba y tanto me aterraba conocer, no había ido aquella tarde a la tertulia de las seis. Cuando salimos del café Colombia, con cinco tragos a cuestas, ya teníamos años de ser amigos.
Fue una larga noche de inocencia. Álvaro, chofer genial y más seguro y más prudente cuanto más bebía, cumplió el itinerario de las ocasiones memorables. En Los Almendros, una cantina al aire libre bajo los árboles floridos donde sólo aceptaban a los fanáticos del Deportivo Junior, varios clientes armaron una bronca que estuvo a punto de terminar a trompadas. Traté de calmarlos, hasta que Alfonso me aconsejó no intervenir porque en aquel lugar de doctores del futbol les iba muy mal a los pacifistas. De modo que pasé la noche en una ciudad que para mí no fue la misma de nunca, ni la de mis padres en sus primeros años, ni la de las pobrezas con mi madre, ni la del colegio San José, sino mi primera Barranquilla de adulto en el paraíso de sus burdeles.
El barrio chino eran cuatro manzanas de músicas metálicas que hacían temblar la tierra, pero también tenían recodos domésticos que pasaban muy cerca de la caridad. Había burdeles familiares cuyos patrones, con esposas e hijos, atendían a sus clientes veteranos de acuerdo con las normas de la moral cristiana y la urbanidad de don Manuel Antonio Carreño. Algunos servían de fiadores para que las aprendizas se acostaran a crédito con clientes conocidos. Martina Alvarado, la más antigua, tenía una puerta furtiva y tarifas humanitarias para clérigos arrepentidos. No había consumo trucado, ni cuentas alegres, ni sorpresas venéreas. Las últimas madrazas francesas de la primera guerra mundial, malucas y tristes, se sentaban desde el atardecer en la puerta de sus casas bajo el estigma de los focos rojos, esperando una tercera generación que todavía creyera en sus condones afrodisíacos. Había casas con salones refrigerados para conciliábulos de conspiradores y refugios para alcaldes fugitivos de sus esposas.
El Gato Negro, con un patio de baile bajo una pérgola de astromelias, fue el paraíso de la marina mercante desde que lo compró una guajira oxigenada que cantaba en inglés y vendía por debajo de la mesa pomadas alucinógenas para señoras y señores. Una noche histórica en sus anales, Álvaro Cepeda y Quique Scopell no soportaron el racismo de una docena de marinos noruegos que hacían cola frente al cuarto de la única negra, mientras dieciséis blancas roncaban sentadas en el patio, y los desafiaron a trompadas. Los dos contra doce a puñetazo limpio los pusieron en fuga, con la ayuda de las blancas que despertaron felices y los remataron a silletazos. Al final, en un desagravio disparatado, coronaron a la negra en pelotas como reina de Noruega.
Fuera del barrio chino había otras casas legales o clandestinas, y todas en buenos términos con la policía. Una de ellas era un patio de grandes almendros floridos en un barrio de pobres, con una tienda de mala muerte y un dormitorio con dos catres de alquiler. Su mercancía eran las niñas anémicas del vecindario que se ganaban un peso por golpe con los borrachos perdidos. Álvaro Cepeda descubrió el sitio por casualidad, una tarde en que se extravió en el aguacero de octubre y tuvo que refugiarse en la tienda. La dueña lo invitó a una cerveza y le ofreció dos niñas en vez de una con derecho a repetir mientras escampaba. Álvaro siguió invitando amigos a tomar cerveza helada bajo los almendros, no para que folgaran con las niñas sino para que las enseñaran a leer. A las más aplicadas les consiguió becas para que estudiaran en escuelas oficiales. Una de ellas fue enfermera del hospital de Caridad durante años. A la dueña le regaló la casa, y el parvulario de mala muerte tuvo hasta su extinción natural un nombre tentador: «La casa de las muchachitas que se acuestan por hambre».
Para mi primera noche histórica en Barranquilla sólo escogieron la casa de la Negra Eufemia, con un enorme patio de cemento para bailar, entre tamarindos frondosos, con cabañas de a cinco pesos la hora, y mesitas y sillas pintadas de colores vivos, por donde se paseaban a gusto los alcaravanes. Eufemia en persona, monumental y casi centenaria, recibía y seleccionaba a los clientes en la entrada, detrás de un escritorio de oficina cuyo único utensilio -inexplicable- era un enorme clavo de iglesia. Las muchachas las escogía ella misma por su buena educación y sus gracias naturales. Cada una se ponía el nombre que le gustara y algunas preferían los que les puso Álvaro Cepeda con su pasión por el cine de México: Irma la Mala, Susana la Perversa, Virgen de Medianoche.
Parecía imposible conversar con una orquesta caribe extasiada a todo pulmón con los nuevos mambos de Pérez Prado y un conjunto de boleros para olvidar malos recuerdos, pero todos éramos expertos en conversar a gritos. El tema de la noche lo habían provocado Germán y Álvaro, sobre los ingredientes comunes de la novela y el reportaje. Estaban entusiasmados con el que John Hersey acababa de publicar sobre la bomba atómica de Hiroshima, pero yo prefería como testimonio periodístico directo El diario del año de la peste, hasta que los otros me aclararon que Daniel Defoe no tenía más de cinco o seis años cuando la peste de Londres, que le sirvió de modelo.