– ¿Habrá derramamiento de sangre?
Nadie fue tan ingenuo o tan cínico para decir que no. Otros dirigentes explicaron que estaban tomadas las medidas máximas para que no lo hubiera, pero que no existían recetas mágicas para impedir lo imprevisible. Asustada por el tamaño de su propia conjura, la Dirección Liberal impartió sin discusión la contraorden. Muchos implicados que no la recibieron a tiempo fueron apresados o muertos en el intento. Otros le aconsejaron a Mendoza que siguiera solo hasta la toma del poder, y él no lo hizo por razones más éticas que políticas, pero ni el tiempo ni los medios le alcanzaron para prevenir a todos los implicados. Alcanzó a asilarse en la embajada de Venezuela y vivir cuatro años de exilio en Caracas, a salvo de un consejo de guerra que lo condenó en ausencia a veinticinco años de cárcel por sedición. Cincuenta y dos años después no me tiembla el pulso para escribir -sin su autorización- que se arrepintió por el resto de la vida en su exilio de Caracas, por el saldo desolador del conservatismo en el poder: no menos de trescientos mil muertos en veinte años.
Para mí también, en cierto modo, fue un momento crucial. Antes de dos meses había reprobado el tercer año de derecho y le puse término a mi compromiso con El Universal, pues no avizoraba el porvenir en lo uno ni en lo otro. El pretexto fue la liberación de mi tiempo para la novela que apenas empezaba, aunque en el fondo de mi alma sabía que no era ni verdad ni mentira sino que el proyecto se me reveló de pronto como una fórmula retórica, con muy poco de lo bueno que había sabido utilizar de Faulkner y todo lo malo de mi inexperiencia. Pronto aprendí que contar cuentos paralelos a los que uno está escribiendo -sin revelar su esencia- es una parte valiosa de la concepción y la escritura. Pero ése no era entonces el caso, sino que a falta de algo que mostrar había inventado una novela hablada para entretener al auditorio y engañarme a mí mismo.
Esa toma de conciencia me obligó a repensar de punta a punta el proyecto que nunca tuvo más de cuarenta cuartillas salteadas, y sin embargo fue citado en revistas y periódicos -también por mí- e incluso se publicaron algunos anticipos críticos muy sesudos de lectores imaginativos. En el fondo, la razón de esta costumbre de contar proyectos paralelos no debería merecer reproches sino compasión: el terror de escribir puede ser tan insoportable como el de no escribir. En mi caso, además, estoy convencido de que contar la historia verdadera es de mala suerte. Me consuela, sin embargo, que alguna vez la historia oral podría ser mejor que la escrita, y sin saberlo estemos inventando un nuevo género que ya le hace falta a la literatura: la ficción de la ficción.
La verdad de verdad es que no sabía cómo seguir viviendo. Mi convalecencia en Sucre me sirvió para darme cuenta de que no sabía por dónde iba en la vida, pero no me dio pistas del buen rumbo ni ningún argumento nuevo para convencer a mis padres de que no se murieran si me tomaba la libertad de decidir por mi cuenta. De modo que me fui a Barranquilla con doscientos pesos que me había dado mi madre antes de regresar a Cartagena, escamoteados a los fondos domésticos.
El 15 de diciembre de 1949 entré en la librería Mundo a las cinco de la tarde para esperar a los amigos que no había vuelto a ver después de nuestra noche de mayo en que fui con el inolvidable señor Razzore. No llevaba más que un maletín de playa con otra muda de ropa y algunos libros y la carpeta de piel con mis borradores. Minutos después que yo llegaron todos a la librería, uno detrás del otro. Fue una bienvenida ruidosa sin Álvaro Cepeda, que seguía en Nueva York. Cuando se completó el grupo pasamos a los aperitivos, que ya no eran en el café Colombia junto a la librería, sino en uno reciente de amigos más cercanos en la acera de enfrente: el café Japy.
No tenía ningún rumbo, ni esa noche ni en el resto de mi vida. Lo raro es que nunca pensé que ese rumbo podía estar en Barranquilla, y si iba allí era sólo por hablar de literatura y para agradecer de cuerpo presente la remesa de libros que me habían mandado a Sucre. De lo primero nos sobró, pero nada de lo segundo, a pesar de que lo intenté muchas veces, porque el grupo tenía un terror sacramental a la costumbre de dar o recibir las gracias entre nosotros mismos.
Germán Vargas improvisó aquella noche una comida de doce personas, entre las que había de todo, desde periodistas, pintores y notarios, hasta el gobernador del departamento, un típico conservador barranquillero, con su manera propia de discernir y gobernar. La mayoría se retiró pasada la medianoche y el resto se desbarató a migajas, hasta que sólo quedamos Alfonso, Germán y yo, con el gobernador, más o menos en el sano juicio en que solíamos estar en las madrugadas de la adolescencia.
En las largas conversaciones de aquella noche había recibido una lección sorprendente sobre el modo de ser de los gobernantes de la ciudad en los años sangrientos. Calculaba que entre los estragos de esa política bárbara los menos alentadores eran un número impresionante de refugiados sin techo ni pan en las ciudades.
– A este paso -concluyó-, mi partido, con el apoyo de las armas, quedará sin adversario en las próximas elecciones y dueño absoluto del poder.
La única excepción era Barranquilla, de acuerdo con una cultura de convivencia política que los propios conservadores locales compartían, y que había hecho de ella un refugio de paz en el ojo del huracán. Quise hacerle un reparo ético, pero él me frenó en seco con un gesto de la mano.
– Perdón -dijo-, esto no quiere decir que estemos al margen de la vida nacional. Al contrario: justo por nuestro pacifismo, el drama social del país se nos ha venido metiendo en puntas de pies por la puerta de atrás, y ya lo tenemos aquí adentro.
Entonces supe que había unos cinco mil refugiados venidos del interior en la peor miseria y no sabían cómo rehabilitarlos ni dónde esconderlos para que no se hiciera público el problema. Por primera vez en la historia de la ciudad había patrullas militares que montaban guardia en lugares críticos, y todo el mundo las veía, pero el gobierno lo negaba y la censura impedía que se denunciaran en la prensa.
Al amanecer, después de embarcar casi a rastras al señor gobernador, fuimos al Chop Suey, el desayunadero de los grandes amanecidos. Alfonso compró en el quiosco de la esquina tres ejemplares de El Heraldo, en cuya página editorial había una nota firmada por Puck, su seudónimo en la columna interdiaria. Era sólo un saludo para mí, pero Germán le tomó el pelo porque la nota decía que yo estaba allí de vacaciones informales.
– Lo mejor hubiera sido decir que se queda a vivir aquí para no escribir una nota de saludo y después otra de despedida -se burló Germán-. Menos gasto para un periódico tan tacaño como El Heraldo.
Ya en serio, Alfonso pensaba que no le iría mal a su sección editorial un columnista más. Pero Germán estaba indomable a la luz del amanecer.
– Será un quintacolumnista porque ya tienen cuatro.
Ninguno de ellos consultó mi disposición, como yo lo deseaba, para decirle que sí. No se habló más del tema. Ni fue necesario, porque Alfonso me dijo esa noche que había hablado con la dirección del periódico y les parecía bien la idea de un nuevo columnista, siempre que fuera bueno pero sin muchas pretensiones. En todo caso no podían resolver nada hasta después de las fiestas del Año Nuevo. De modo que me quedé con el pretexto del empleo, aunque en febrero me dijeran que no.